El país creado por Inglaterra
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- U R U G U A Y -
En nuestra reflexión anterior, ¿Para qué se nos educa? ya habíamos establecido que, en nuestra opinión, la historia, la que formalmente se escribe y enseña, no ha logrado concretar el propósito, si es que realmente alguna vez lo tuvo, de ser una ciencia dedicada a la investigación, análisis y exposición objetiva de los acontecimientos del pasado social humano. Los historiadores, en su práctica habitual, han hecho y hacen, una selección, intencionalmente o no, desviada de una orientación objetiva, neutral, de manera tal que, los hechos, los acontecimientos, las situaciones y los procesos que, después de ocurridos, se narran, generalmente en un determinado orden cronológico, además de aportar en la dirección de la posición predominante en la mente del autor, esencialmente cumplen con la finalidad de justificar y dar sostén al sistema vigente, de forma tal que, la realidad posterior, la del momento en que se publican los “escritos que versan sobre el pasado y que hacen a la historia de una determinada sociedad”, aparezca como algo no sólo totalmente inevitable, sino como el resultado más lógico y natural del devenir de la historia, merecedor del elogio general y del aseguramiento de su continuidad.
Se trata de presentar a la realidad que heredamos, como algo digno de consolidar.
Nuestra historia oficial es un claro ejemplo de cómo pueden llegar a desvirtuarse las realidades del pasado, para justificar las actuaciones de los personajes políticos y las posiciones de los sectores sociales que, finalmente, emergieron triunfantes, como resultado de la lucha emprendida por el pueblo oriental, contra el coloniaje español primero y contra el portugo-brasileño después haciéndose del poder económico, político y militar, para construir la realidad que, para nuestro bien y nuestro mal, hemos heredado.
La historia de nuestro país, la que se enseña en las instituciones formales de educación, es una historia que trata de justificar y valorar la obra del segmento socio-económico, cuyos integrantes, mayoritariamente, no tuvieron participación activa a favor de la lucha iniciada, por José Artigas y la mayoría de los pobladores de nuestra campaña, contra el dominio español en 1811, ni tampoco la tuvieron, en la lucha que, posteriormente, en 1825, encabezara Juan Antonio Lavalleja, contra el dominio ejercido por el Imperio del Brasil, heredado del Imperio Portugués, cuyas tropas de ocupación habían sido solicitadas y recibidas con honores por ese mismo sector social, el patriciado de Montevideo, ansiosos por construirse una patria fundamentalmente acorde a sus necesidades sectoriales, particulares ambiciones económicas y expectativas políticas.
Para dar un buen fundamento de las afirmaciones efectuadas en el primer fragmento de estas reflexiones, hemos comenzado por seleccionar la fecha establecida para conmemorar, oficialmente, la Independencia Nacional de la República Oriental del Uruguay, teóricamente proclamada el 25 de agosto de 1825.
En realidad, la República Oriental del Uruguay, poco tiene que ver, en el plano de sus límites geográficos, como tampoco lo tiene en el aspecto cultural, político y jurídico, con el marco histórico integral que reinaba en 1825, cuando la “Honorable Sala de Representantes de la Provincia Oriental del Río de la Plata” aprobara, ese 25 de agosto, en la Florida, las leyes fundamentales de la nueva autonomía de una provincia que, en el pleno goce de sus derechos y obligaciones, se reincorporaba a la República de las Provincias Unidas..
De aquella denominación oficial que identificaba a los pueblos de la Banda Oriental, como denominaba Artigas a su patria, sólo se mantiene el término Oriental.
Y, las características espirituales de la población que hoy puebla el territorio de la República Oriental del Uruguay, muy poco tiene que ver con el espíritu de aquella nación surgida del estoico sacrificio patriótico compartido, por aquel “pueblo en armas” que acompañó a don José Artigas en su lucha contra la dominación extranjera, española y portuguesa, contra las intrigas del asfixiante centralismo porteño, y, tal vez sin haber tenido conciencia de ello, contra la estrategia diplomática de la Corona Británica.
La revolución libertadora de la ocupación extranjera, que encabezara José Antonio Lavalleja y que, con el auxilio de las tropas de las otras provincias que hoy conforman la Argentina, habían logrado expulsar a las tropas brasileñas del territorio de la Banda Oriental, con excepción de Montevideo, culminó con una Convención Preliminar de Paz, suscrita a instancias de la Corona Británica, entre el Emperador del Brasil y el titular del ejecutivo de la República de las Provincias Unidas, que desembocó en la creación un nuevo estado nacional independiente: el Estado de Montevideo.
El texto oficial de la Convención Preliminar de Paz, que daba fin a la guerra que se libraba entre El Imperio de Brasil y la República de las Provincias Unidas que apoyaban la Campaña Libertadora iniciada por el Gral. Lavalleja, ratificada el 30 de agosto por el Emperador del Brasil y por la Convención de la República de las Provincias Unidas, reunida en Santa Fe, el 26 de setiembre, expresa en sus dos primeros artículos:
“Art. 1 – Su Majestad el Emperador del Brasil declara a la Provincia de Montevideo,
hoy llamada Cisplatina, separada del territorio del Brasil para que pueda constituirse
en Estado libre e independiente de toda y cualquiera nación, bajo la forma de gobierno que juzgue conveniente a sus intereses, necesidades y recursos.
Art. 2 – El gobierno de la República de las Provincias Unidas concuerda en declarar por su parte, la independencia de la Provincia de Montevideo, hoy llamada Cisplatina, y en que se constituya en Estado libre e independiente, en la forma declarada en el artículo anterior.”
Tómese nota, y reflexiónese sobre, cuáles fueron las razones de que ambas partes omitiesen hablar de la Banda Oriental y/o de la Provincia Oriental.
Pero, lo más importante, respecto a esta Convención Preliminar de Paz, suscrita el 28 de agosto de 1828, entre la República de las Provincias Unidas y el Imperio del Brasil es que, ni en su redacción, ni en su firma, no aparece la presencia participante de ningún oriental.
La opinión de los pueblos de la Banda Oriental nada pesó, ni para que se acordara dicha Convención de Paz, ni para que se creara el Estado de Montevideo.
En cierta medida, se repitió lo acontecido en octubre de 1811, cuando se llegó a un acuerdo entre el gobierno porteño y el gobernador español de Montevideo, donde, en contra de la opinión de los jefes militares orientales y del “pueblo oriental en armas”, se suspendió la lucha contra España y se abandonó el interior de la campaña oriental al dominio de las fuerzas portuguesas.
Así como don José Artigas en 1811, férreo opositor de dicho acuerdo, finalmente, y sólo por disciplina militar, aceptó abandonar con su tropa el sitio de Montevideo, en 1828 el gobierno del Gral. Lavalleja, que originalmente se negó a aceptar lo acordado en la Convención Preliminar de Paz, luego, a consecuencia de la falta de apoyo externo y disminuidos los internos, se vio finalmente forzado a aceptar sus términos, “a regañadientes”, ante la fuerza de los hechos consumados y el desánimo que ellos produjeron entre la tropa oriental, fiel al ideario artiguista.
Efectivamente, a partir de 1826, al influjo de las presiones del ilustrado patriciado urbano, una parte “abrasilerado”, y otra parte más afín al unitarismo porteño que al federalismo provincial, se produjo un realineamiento político dentro de los elementos humanos integrantes del “patriciado ilustrado” prejuicioso y temeroso del poder de las fuerzas populares, encarnadas en aquel momento por las milicias criollas y los jefes militares. El 5 de julio de 1826, el nuevo presidente de la Sala de Representantes comunicaba al Gral. Lavalleja que, ella había reasumido el Gobierno Político de la Provincia, por lo que, el Sr. Gobernador de la Provincia (léase Lavalleja), debía delegar el mando de la provincia, en la persona de don Joaquín Suárez, en tanto el señor general esté afectado al Servicio Nacional en la presente guerra.
A partir de ese momento, la Sala de Representantes, se aplicó a sancionar diversas leyes de jerarquía constitucional, configurando un marco jurídico-político, destinado a asegurar que la labor legislativa quedara, exclusivamente, en poder de una ilustrada élite urbana, representante de los sectores económicamente más acomodados
El 12 de octubre de 1827, Juan Antonio Lavalleja, se vio obligado a disolver la segunda Representación Legislativa, que había refrendado la Constitución Unitaria y Rivadaviana, reasumiendo “la suma del poder político”, a los efectos de salvaguardar la autonomía provincial, y restablecer la orientalidad del funcionamiento gubenativo, para luego, el 7 de diciembre del mismo año, delegar el mando político en la persona de Luis Eduardo Pérez.
En tanto, el patriciado ilustrado y los hombres urbanos relacionados con el comercio exterior, comenzaron a manifestarse a favor de las propuestas del representante de la Corona Británica: paz y creación de un Estado independiente.
También el Gral. Rivera, con una visión política distinta, terminó alejándose de las posiciones del Gral. Lavalleja.
Éste, pues, se vio obligado a aceptar el hecho consumado por el Emperador del Brasil y por el gobierno de la Repúblicas de las Provincias Unidas, bajo la presión del delegado de la Corona Británica, a consecuencias del cual, la Provincia Oriental se transformaba, en la Provincia de Montevideo, constituyéndose como un Estado nacional independiente, total y definitivamente separado del resto de las “Provincias Unidas”.
No existe ningún documento oficial conocido que avale la generalizada versión que afirma que Lavalleja aceptó con entusiasmo la solución propuesta por lord Ponsonby, a instancias de su canciller Canning.
Lo que sí está documentada, es la presión que, en especial, sobre la voluntad de Lavalleja, ejerció Pedro Trápani, para que finalizara aceptando el convenio ya definido entre Buenos Aires y Río de Janeiro.
La independencia del nuevo Estado (actual Uruguay) no nacía el 28 de agosto de 1828 como resultado del reclamo de sus habitantes, ni de los representantes de los pueblos de la Banda Oriental, sino por una imposición acordada entre el Emperador del Brasil y del gobierno de la República de las Provincias Unidas, bajo la presión del Imperio Británico, para satisfacer las necesidades económicas que ésta tenía en la región, y cumplir con su estrategia geopolítica, destinada a afianzar el dominio inglés, en los asuntos del vasto territorio de la América del Sur.
Quienes más obraron en la interna de la Banda Oriental para inclinar la balanza a favor de los intereses británicos, minando el espíritu que predominaba en los pueblos orientales, y en virtud del cual, sus representantes votaron en la Florida las leyes fundamentales aprobadas el 25 de agosto de 1825, fueron todos elementos integrantes del ilustrado patriciado urbano, en especial, todos aquellos directamente vinculados con los negocios del comercio internacional. Los habitantes de la campaña oriental aún seguían, en su gran mayoría, fieles al ideario artiguista.
En definitiva, los mejores aliados que los británicos encontraron tanto en la Banda Oriental, como en Buenos y en Río de Janeiro, fueron integrantes de aquellos mismos sectores sociales que siempre se mostraron totalmente contrarios al planteo político, social y económico, contenido en el ideario artiguista.
El pueblo oriental, aquel que viéndose abandonado con la firma de un armisticio celebrado a instancias de Inglaterra (momentáneamente aliada del Consejo de Regencia español en su lucha contra Napoleón que había ya ocupado parte del territorio del Reino de Portugal) entre el gobierno de Buenos Aires y el Gobernador español de Montevideo, y por el cual se entregaba el suelo de la Banda Oriental al dominio portugués, se constituyó voluntaria y libremente como tal y “en el uso de su soberanía inalienable”…, y, el 23 de octubre de 1811, …”celebramos el acto solemne, sacrosanto siempre de una constitución social, erigiéndonos una cabeza en la persona de nuestro dignísimo ciudadano Don José Artigas para el orden militar de que necesitábamos”, para emprender el dignísimo episodio de la “Redota” en que la inmensa mayoría del pueblo oriental se trasladó, a su sola voluntad y por sus propios medios, hasta el Salto Oriental, para luego de cruzar el Río Uruguay, asentarse transitoriamente en territorio libre, en el Ayuí, actual provincia argentina de Entre Ríos, lugar donde habitaron durante catorce meses, soportando, para poder vivir en libertad, las dificultades materiales de una vida casi indigente .
Como en 1811, en 1828, nuevamente el pueblo oriental volvió a ser totalmente ignorado, para imponerle, desde afuera, un destino nunca buscado.
En 1820, José Artigas, incapaz ya de mantener una lucha armada contra el imperio de Portugal y la falta de apoyo, cuando no la hostilidad de alguno de los gobernantes de las mismas provincias que él había protegido del dominio porteño, decidió trasladarse al Paraguay (única tierra fronteriza y hermana, territorio libre del dominio español, porteño y portugués, y que, debido a su mediterraneidad estaba más protegido de la influencia de los imperios europeos que se disputaban la conquista de estas tierras, la extracción de sus riquezas y el dominio de sus pueblos), para, desde allí, proseguir la lucha en pos de las ideas que habían guiado su accionar. Impedido de hacerlo, debido a que Francia – por razones de política interna - procedió a la ejecución de los mejores amigos paraguayos del Jefe oriental, Artigas se afincó, pacífica y definitivamente, en suelo guaraní, uniendo su suerte a la del pueblo paraguayo, negándose reiteradamente a volver a los confines del recién creado estado uruguayo..
En su ausencia, no surgió en la Banda Oriental, ningún otro líder capaz de lograr unificar la suficiente cantidad de voluntades, atrás de aquel ideario que había dado origen, en 1815, a la patria oriental autónomamente libre e independiente.
Entre la estatura política y estratégica de Artigas y las de Lavalleja y Rivera, distanciados entre sí, tanto por cuestiones personales como por sus visiones geopolíticas, existía un abismo, imposible de salvar.
En 1828, diez y siete años de resistencia heroica, habían diezmado los cuadros de aquel pueblo que en su “Redota” fue capaz de transformar en triunfo una derrota, pero, ello también provocó el alejamiento de quienes, no educados en el sacrificio estoico que amerita a veces la libertad, se transformaron en meros espectadores pasivos de la tragedia a que era arrastrado su pueblo.
Imposibilitado, entonces, el Gral. Lavalleja, de impedir los efectos de la Convención Preliminar de Paz, el país inventado por Inglaterra en consonancia con su estrategia geopolítica, implicó el entierro definitivo de aquella Banda Oriental por la que lucharon los patriotas junto a don José Artigas.
Nació así un país que carecía de nación propia, de límites geográficos delimitados y que, además, debía establecer una constitución totalmente a gusto de ambos países limítrofes.
Inglaterra, con la ratificación de la Convención Preliminar de Paz, la que a último momento, incluyó un artículo adicional destinado a asegurar la libre navegación de sus barcos tanto en el Río de la Plata como en sus afluentes, obtenía dos objetivos inmediatos. El levantamiento del bloqueo impuesto al puerto de Buenos Aires, por parte de la armada brasileña y, la disponibilidad de un puerto, el de Montevideo, convertido en libre playa de maniobras para su marina mercantil, lo que le permitiría, de ahí en más, una mayor influencia económica y política en el interior profundo de la América del Sur.
De esta manera, además, se aseguraba el cumplimiento de otro viejo objetivo estratégico de su diplomacia internacional, impedir que los puertos sobre las costas atlánticas, al sur del Ecuador, estuvieran exclusivamente en poder de Brasil y de Argentina.
Para sostener nuestra afirmación, en torno a que fue Inglaterra, y no el pueblo oriental, quién en 1828 logró imponer sus objetivos, transcribimos algunos textos y/o fragmentos de testos oficiales.
Toda la historia de la Banda Oriental está pautada por los avatares de las disputas en que se enfrascaron los más importantes imperios europeos de esa época, España, Portugal, Francia, Holanda e Inglaterra, en torno a la conquista y dominio del territorio americano.
Las guerras por la independencia que se llevaron adelante por parte de aquellos pueblos que habían quedado, por imperio de la fuerza, conformando el español Reino de Indias, no hubieran tenido éxito, sino hubieran contado con la ayuda y, en algunos casos, la intervención directa armada, que les prestó Inglaterra, porque Inglaterra necesitaba mercados donde colocar los productos elaborados en el Reino Unido, para poder continuar con aquel desarrollo económico capitalista que se había afirmado con la novel Revolución Industrial.
La Corona Británica no se empeñó seriamente en ocupar militarmente los territorios que integraban el Reino de Indias, sino que trató de minar el dominio económico que España ejercía sobre sus colonias, a través del monopolio comercial y, de la extracción y sustracción de sus metales preciosos. Para llevar adelante esta última línea de trabajo, Inglaterra se valió de la acción de los piratas, del contrabando de géneros y, de la difusión de aquellas ideas de liberalismo económico que auguraban la prosperidad a todos quienes la practicasen. En realidad, Gran Bretaña, acertadamente, priorizó el uso de su fuerza militar, para afianzar su posición dentro del continente europeo.
En cambio, fueron sí decisivas, no tanto las gestiones de su Cancillería sino, generalmente, las presiones de los agentes comerciales ingleses ante la Corona británica, para exitosamente lograr que, una vez obtenida la independencia política de España, las excolonias de éstas quedasen, como mínimo, dentro de la órbita del dominio económico británico.
Antes ya, de que la República de las Provincias Unidas le declara la guerra al Imperio del Brasil, delegados de los gobiernos de Buenos Aires y de Río de Janeiro habían intercedido ante el gobierno británico, cada uno con pretensiones contrarias solicitando apoyo a su favor.
En principio, el Ministro Canning se mostró renuente a intervenir, pero una vez que declarada la guerra, la marina brasileña bloqueó el ingreso al puerto de Buenos Aires, impidiendo la libre navegación y obstaculizando el comercio internacional, se designó a lord John Ponsonby, varón de Imokili, en carácter de, Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario ante el gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata.
Su antecesor, Parish, ya le había manifestado a su superior, Canning, que: “… no veía ninguna otra forma intermedia de llegar a un arreglo que, quizá la de convenir entre las dos partes algo así como la constitución de la Banda Oriental en un Estado independiente … similar a las ciudades hanseáticas.”
El 18 de mayo de 1826, Canning dio instrucciones precisas a lord Ponsonby, para que, pasando por Río, hiciera saber al Emperador de Brasil, el deseo de la Corona Británica de que se llegase a un término satisfactorio en la lucha que se libraba por la posesión de la Provincia Oriental, a la vez que le fijó las bases sobre la cual debía llevar adelante su gestión.
Para el caso de que la propuesta, tal como estaba redactada, fuera rechazada, debía trabajar en torno a la siguiente propuesta: “Que la ciudad y territorio de Montevideo se hicieran y permanecieran independientes de cualquier otro país, en una situación semejante a la de las ciudades hanseáticas en Europa.” Más adelante expresaba dicho oficio: “… se ha insinuado, como su Señoría está ya enterado, que Montevideo o toda la Banda Oriental, con Montevideo por Capital, podía ser erigido en un Estado separado e independiente. No teniendo aquí los medios de juzgar hasta qué punto sería practicable un acuerdo así y hasta qué punto el territorio y la población del nuevo Estado podría ser apto para adquirir y capaz de ejercer una existencia política independiente, su Señoría no ofrecerá con respecto a este arreglo, la garantía de su majestad ni fomentará ningún pedido para ello”.
El 24 de mayo de 1827 se firmó, por parte de los representantes de los gobiernos de la República de las Provincias Unidas y del Imperio del Brasil, una Convención de Paz, que algunos la denominan como Convención García, donde ambas partes contratantes reconocían la independencia absoluta de la Provincia Cisplatina (Banda Oriental). El hecho produjo tal indignación en la población de las Provincias Unidas que ello provocó la caída de Rivadavia y del partido unitario, como gobierno de dicha república.
Entretanto, Pedro Trápani, empresario y político montevideano que, a partir de 1812 se había radicado en Buenos Aires, haciendo fortuna a través del negocio de los saladeros, habiendo establecido allí una sociedad con los británicos John Mac Neile y Robert Ponsonby Staples, tío de lord John Ponsonby, el negociador oficial enviado en 1826 por el gobierno inglés. Trápani había sido un puntal fundamental en el apoyo financiero y logístico a la Cruzada Libertadora liderada por J. A. Lavalleja. A través de esta nueva relación, lord Ponsonby, encontró la forma de incidir en el círculo de los íntimos del Gral. Lavalleja, pues convenció a Pedro Trápani de las supuestas ventajas de la proposición de convertir a Montevideo o a la Banda Oriental en un estado nacional independiente, desligado tanto de Brasil como de las Provincias Unidas. El 5 de mayo de 1827, Pedro Trápani comenzó a comunicar por escrito al Gral. Lavalleja su posición, y a partir de allí comenzó a presionarlo, y a operar sobre otros sectores urbanos e ilustrados - en general en cierta forma ligados a elementos de hermandades masónicas prosajonas existentes en la Banda Oriental - para inclinarlos a favor de su posición personal, pero jamás logró el apoyo expreso de Lavalleja a la solución propuesta por la Corona Británica. Éste sólo la aceptó, cuando ya todo estaba consumado, y sólo un pequeño núcleo de oficiales y las milicias orientales seguían empeñados el lograr el objetivo original de la empresa acometida con tanto sacrificio.
Lord Ponsonby, en enero de 1828, convencido de que el acuerdo podía ser efectivamente alcanzado, exponía a su superior, el nuevo Canciller, lord Dudley, sucesor de Canning:
“… los intereses y la seguridad del comercio británico serían grandemente aumentados por la existencia de un Estado (…) en que los intereses públicos y privados de los gobernantes (…) tuviesen como el primero de los objetivos nacionales e individuales cultivar una amistad firme con Inglaterra (…). La Banda Oriental contiene la llave del Plata y de Sud América… (debemos) perpetuar una división geográfica de Estados que beneficiaría a Inglaterra (…) Por largo tiempo, los orientales no tendrán marina, y no podrán, por tanto, aunque quisieran, impedir el comercio libre en el Plata”.
Ante las últimas resistencias al plan elaborado por Inglaterra, que presentó Dorrego, integrante del partido federal y por entonces Jefe del gobierno de las Provincias Unidas, como consecuencia de la conquista de las Misiones realizada exitosamente por el Gral. Rivera, lord Ponsonby dio por finalizadas sus gestiones en –buenos Aires, embarcando el 4 de agosto de 1828 para Río de Janeiro.
Antes de marcharse, no dudó en hacerle esta advertencia al ministro Roxas y Patrón:
“El gobierno inglés (…) no consentirá jamás que sólo dos Estados, Brasil y la Argentina, sean dueños exclusivos de las costas orientales de la América del Sud desde más allá del Ecuador al Cabo de Hornos (…)”
Inglaterra pudo imponer todas sus condiciones a estos dos países, porque ambos estaban sumamente endeudados con la banca londinense y, porque ambos dependían, para el abastecimiento de sus respectivos pertrechos bélicos, de los mismos industriales exportadores ingleses. En un momento en que, además de lidiar con problemas internos sin resolver, ambos países atravesaban por una grave situación financiera que minaba sus respectivas economías, a Inglaterra no le fue nada difícil, poder imponer su criterio, criterio que contaba, además, con el apoyo del patriciado urbano oriental, ganado por las promesas de las ventajas que obtendrían del libre comercio que se comenzaría a ejecutar, en su plenitud.
Pero, en verdad, en el fondo, ni Lavalleja había renunciado definitivamente a la idea de la reconstrucción de la autonomía provincial de la Banda Oriental tal como la habían concebido “don José Artigas y su pueblo en armas”, ni Brasil, ni tampoco Buenos Aires habían renunciado totalmente a la idea de que, todo el territorio de la antigua Banda Oriental, debía quedar bajo su jurisdicción administrativa.
Además, teniendo intereses económicos distintos (aunque en cierta forma complementarios), tanto Gran Bretaña, como Francia, estaban unidas en el común objetivo de terminar con la influencia española en su ex Reino de Indias, para establecer, en su lugar, el más claro dominio de estas otras dos potencias europeas sobre esta parte del continente americano, en especial, una vez percibida la mayor atención e interés, que también comenzaba a prestarle el gobierno de los Estados Unidos del Norte, a los territorios al sur del Río Grande.
A partir de la creación artificial del ”Estado de Montevideo”, tal vez la principal causa de los conflictos armados que ensangrentaron el suelo de la Banda Oriental y de sus regiones más cercanas (actual Argentina, Brasil y Paraguay), comenzó el descaecimiento de la orientalidad y el surgimiento del uruguayismo.
Uruguay, nació pues, con un destino impuesto desde fuera y promovido sólo, en un principio, por aquellos mismos sectores urbanos, para quienes, Artigas, su ideario y su pueblo, habían sido sus mayores enemigos de clase y el obstáculo mayor para el logro de las pretensiones de dichos sectores, reducidas, exclusivamente, a lograr suplantar a los españoles, en el control del comercio internacional, de la economía local y, en el gobierno del nuevo estado.
El 22 de noviembre de 1828 se instalaba la Asamblea de los Representantes electos durante el mes de octubre, la que, el 24 de noviembre se proclamó “Asamblea General Constituyente y Legislativa del Estado; ésta, el 1º de diciembre de 1828 designó al Gral. José Rondeau (argentino) como Gobernador Provisorio y, a don Joaquín Suáres, como Gobernados sustituto, en caso de ausencia del titular.
De aquella Banda Oriental, al Uruguay hoy sólo le queda, una parte reducida de su territorio, y el término Oriental.
La Asamblea General Constituyente de 1830, dominada por elementos opuestos a las posiciones del general Lavalleja, adoptó una constitución unitaria y exquisitamente censitaria (en gran parte teniendo como ejemplo la anterior rivadaviana) que en su art.1º expresó: “El Estado Oriental del Uruguay es la asociación política de todos los ciudadanos comprendidos en sus nueve departamentos. Es libre e independiente y jamás será patrimonio de persona, ni de familia alguna. La soberanía radica en la Nación. La religión del Estado es la Católica, Apostólica, Romana.”Y, en el art.3º se estableció: “La forma de gobierno es la representativa republicana, delegándose el ejercicio de la soberanía en los tres altos poderes: Legislativo, Ejecutivo y Judicial.”
El nombre actual que oficialmente ostenta hoy nuestro país, “República Oriental del Uruguay” fue establecido recién, en la Constitución de 1918.
Fueron al parecer necesarios, cincuenta años de sangrientos enfrentamientos armados entre los habitantes de un país que, carentes de suficientes elementos de unidad nacional quedaron sometidos a los caprichosos vaivenes de las ambiciones personales y de las pasiones partidarias, para que, finalmente, la elite ilustrada se abocase con urgencia, a la tarea de encontrar un elemento de unidad nacional lo suficientemente respetado y fuerte como para ser universalmente aceptado.
Allá por 1880, totalmente carentes de una figura de raigambre popular que concitase, simultáneamente, una clara adhesión generalizada, cobró impulso la idea de hacer de aquel José Artigas a quien tan acérrimamente se había condenado tanto por su vida privada, como en especial, por su ideario y por su actividad política y militar, el héroe de la República Oriental del Uruguay, aunque en realidad ese mérito tal vez deba ser adjudicado a Pedro Trápani, pese a que su accionar, aparentemente, se mantuvo siempre fuera del terreno específicamente bélico.
A partir de esa realidad, y, a los efectos de hacer de Artigas el héroe del estado uruguayo, es que se dio comienzo, en nuestro país, a la tarea de revalorar y reescribir la historia de la lucha que la campaña oriental había emprendido en 1811, bajo la inspiración y guía de Don José Artigas, a los efectos de que la creación del Estado de Montevideo, hoy República Oriental del Uruguay, apareciese como el natural resultado triunfal del emprendimiento político, social y económico que había encarnado el proyecto artiguista.
La montevideana élite política y cultural, inventó así a José Artigas – quien jamás accedió a afincarse en Montevideo – como el héroe máximo de la República Oriental del Uruguay.
Así como ahora todos se proclaman demócratas, por más que sus actos suficientemente prueben lo contrario, todos –hoy y acá- dicen reverenciar a Artigas,
pero, en realidad, los representantes de los partidos políticos, mayoritariamente, sólo se dedican a utilizar su nombre, su figura y sus expresiones, con fines exclusivamente demagógicos, sin proponerse jamás, abocarse a la concreta tarea de construir una patria tal como él la soñó.
Pero, además, proclamar que Artigas es el héroe de la República Oriental del Uruguay es una falsedad tan grande como la de afirmar que el 25 de agosto de 1825 se proclamó la independencia nacional.
Los héroes de la República Oriental del Uruguay, es decir los forjadores de la creación de este país fueron todos o extranjeros (no orientales), u orientales enemigos de don José Artigas.
Cabe recordar aquí que, tampoco fueron hacedores de la creación del Estado de Montevideo, ni Lavalleja ni Rivera; en ninguna de las mentes de estos dos personajes, fundamentales ambos para el éxito de la lucha sostenida por el pueblo oriental contra la dominación brasileña entre 1825 y 1828, estuvo nunca la idea de convertir, a una parte del territorio de la Banda Oriental, en un estado independiente. Y en ambos, pero inspiradas en ideas y visiones estratégicas distintas, estuvo en algún momento de dicho período, la idea de asociarse, aunque no en la misma forma, con el Estado brasileño de Río Grande del Sur.
El Estado de Montevideo, actual República Oriental del Uruguay, nada tiene que ver, en lo más esencial, con el ideario artiguista, y la independencia de este estado les fue impuesta al pueblo oriental, a instancias de la Corona Británica, por el Emperador del Brasil y por el Gobierno de la República de las Provincias Unidas.
Léanse y medítense, si no, las dos siguientes expresiones vertidas poco después de concretarse la creación del nuevo estado independiente, por dos partes muy ligadas, también posteriormente, al destino del Estado uruguayo.
El 13 de octubre de 1828, lord Ponsonby cerraba su correspondencia con el Jefe de la diplomacia británica:
“… Yo creo que el gobierno de Su Majestad Británica podrá orientar los asuntos de esa parte de Sud América casi como le plazca”.
Por su parte, el agente del gobierno norteamericano en Buenos Aires, le manifestaba a su canciller John Clay:
“Se trata nada menos que de la erección de un gobierno independiente y neutral en la Banda Oriental, bajo la garantía de Gran Bretaña, … es decir, sólo se trata de crear una colonia británica disfrazada”.
La diferencia resultante de contrastar estos dos juicios, emitidos por representantes de dos potencias que, de allí en más, en parte serán rivales en la disputa por los mercados y el predominio mundial, y, en parte han sido aliados en la defensa de un igual sistema productivo-económico, es esencialmente escasa, y en la práctica, por lo menos hasta finales del siglo diecinueve, la diferencia radicó en el aspecto protocolar, porque, económicamente, a partir de 1830, Uruguay se convirtió en un país, financiera, económica y productivamente, totalmente dependiente de los intereses y necesidades de la economía y producción inglesa.
En todo caso, amigo lector, a usted le corresponde hacer su propio análisis sobre esta situación y extraer sus propias exclusiones que, tal vez, puedan resultar más objetivas que las nuestras.
Financieramente endeudados con la banca londinense, los gobiernos del nuevo país, no dudaron en avalar un proyecto productivo que, en vez de atender a las necesidades internas, estuvo esencialmente dedicado a satisfacer las demandas de Inglaterra, en aquellos tiempos, el Imperio más poderoso del mundo.
Esta es la patria que heredamos.
Un país totalmente opuesto al proyecto concebido y llevado adelante por José Artigas, “el cumba viejo”.
Un país que carecía de nación, puesto que nació como una creación exclusiva de las actividades diplomáticas, urdida entre representantes de los gobiernos de Inglaterra, Buenos Aires y de Río de Janeiro, sin haber consultado para nada, la opinión del pueblo oriental.
Tanto la tragedia del pueblo oriental como la del pueblo paraguayo, derivan de la lucha que por el dominio de estas tierras libraron los imperios coloniales de España, Portugal, Inglaterra, Holanda y Francia y la actitud preponderante asumida en los gobiernos de estos países por el patriciado urbano ilustrado. Pese a ello, esta patria heredada, de origen tan lamentable, es la que amamos intensamente y a la que defendemos e intentamos dignificar en paz, con el corazón y con la razón.
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