Las tres facetas de la democracia.

Lamentablemente, la democracia es un término que se suele utilizar para referirse a tres cuestiones totalmente disímiles, aunque todas ellas están claramente relacionadas entre sí:
- la democracia, como modelo o sistema de gobierno;
- la democracia, como ideología elaboradora de los valores y argumentos que, tanto desde el aspecto ético como el de la utilidad, legitiman tal forma de gobierno;
- la democracia, como sociedad en la cual se cumplen, cabal e íntegramente, los requisitos inherentes al modelo de gobierno, previamente definido como democrático, en el marco del análisis y estudio de las teorías políticas.
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Nuestra conclusión de que, en la realidad actual no existen sociedades regidas por gobiernos democráticos, parte del hecho de haber contrastado, las realidades de diferentes sociedades autodefinidas como democráticas con la teoría de la democracia, habiendo definida a éste, previamente, como ese régimen, o sistema de gobierno donde, el poder de gobernar, es detentado y ejercido por y para el pueblo.
Y, desde el punto de vista de nuestra fundamentación, partimos de la premisa de que la legitimidad democrática de un gobierno está dada en dos planos, diferentes y complementarios a la vez, que funcionan como su basamento.
Ellos son: por un lado, la legitimidad primaria, proveniente de las formas legales establecidas para designar a los gobernantes, y, por otra parte, la legitimidad consolidante, emanada de la forma y los objetivos con que se concreta la acción de los gobernantes.
Dicho de otra forma, un gobierno goza de legitimidad democrática, no sólo por la forma en que es electo, sino, también, obligadamente, por la manera en que desarrolla su labor y por los resultados de su actuación.
Así que, por más que los logros de un gobierno señalen que su actuación está clara y contundentemente orientados hacia el logro del bienestar general de la población (acción legitimadora consolidante), si tales gobernantes no han sido designados de acuerdo a las normas legales que estaban previamente establecidas por el pueblo (legitimidad primigenia), aunque hayan luego funcionado respetando los institutos jurídicos vigentes en el momento de su apoderamiento del gobierno, la buena administración lograda, no alcanza para que dicho gobierno amerite ser calificado como democrático.
La probidad de los hombres es muy veleidosa como para confiar en la perpetuidad de la honestidad de aquel que, para ser gobernante, eludió someterse al cumplimiento de aquellas normas que el pueblo, en forma soberana, había preestablecido para ello.
De igual forma, aquel gobierno que ha sido libremente electo por el pueblo y, de acuerdo con las normas jurídicas que el mismo pueblo había establecido con anterioridad, si, en vez de gobernar para el bien del conjunto de la población, actúa para beneficiar a determinadas minorías, otorgando o consolidando privilegios creadores o acrecentadores de desigualdades jurídicas, culturales, económicas, sociales y/o políticas, provocando o incrementando injusticias, y afectando negativamente a la mayoría de la población, por más que lo haya hecho respetando las normas constitucionales democráticamente establecidas, automáticamente anula toda legitimidad anterior, puesto que, en democracia, cualquier ley desencadenante de injusticias, arbitrariedades y/o privilegios, resultan ilegítimas y descalifican a sus autores.
También pierde legitimidad democrática aquel gobierno que, para concretar sus propósitos, por buenos que ellos puedan parecer, vulneran la letra o el espíritu de las leyes soberanamente establecidas por los pueblos.
Consideramos un error mayúsculo la posición, actualmente predominante al nivel académico, que define como democrático a un gobierno, atendiendo exclusivamente al respeto de un protocolo electoral, donde, además, el término de elecciones libres, entraña una excesiva generalidad en cuanto a, desde el punto de vista de la ideología democrática, qué condiciones son específicamente necesarias, para que los actos eleccionarios puedan ser considerados dotados del marco de libertad e igualdad de oportunidades que, realmente habilita la libre y responsable emisión del voto para designar a los gobernantes.
Aceptar tal definición de democracia implica, en materia de doctrina política, retrotraernos a los criterios dominantes a la época en que el régimen feudal y/o el monárquico, negaban toda posibilidad de que el gobernado pudiera reclamar y accionar ante el gobernante, a los efectos de poder impedir que éste haga uso de su poder en perjuicio del bienestar común.
La posición a que actualmente tiende la academia, es ética y doctrinariamente claudicante, puesto que ella está totalmente acomodada a los privilegios arbitrarios de que goza la elitocracia que nos gobierna y, tal modificación se produce a posteriori de que esos mismos académicos han comprobado, fehacientemente, que, a lo sumo, los gobiernos que se autoproclaman como democráticos, en el mejor de los casos, sólo llegan a cumplir con unos requisitos electorales escasamente definidos.
La academia de ciencias políticas, en lugar de denunciar la ausencia de democracia, incurre en el horror –desde el punto de vista científico – de redefinir el concepto de democracia, al sólo efecto de que ésta se limite a coincidir con la actual realidad. De esta forma evita concluir que la práctica no se corresponde con los postulados previamente establecidos por la teoría de la democracia. En parte ello es comprensible, pues, en definitiva, el círculo universitario, no escapa a los tentáculos de las elitocracias.
Es la más completa involución de los términos en que, desde el punto de vista de la lógica del conocimiento, debe plantearse el análisis de la realidad política en que vivimos, puesto que, en vez de declarar que tales gobiernos no cumplen con los requisitos que exige la teoría de la democracia, redefine a ésta, menoscabando sus principios originales.
El concepto de democracia fue definido por los teóricos durante el siglo XVIII y, en ciertos aspectos, perfeccionado en el XIX y principios del XX, entendiéndosela como el sistema de gobierno en que el poder soberano es ejercido por y para el pueblo, y, donde cuando se habla de pueblo, éste designa al conjunto integral de todos los habitantes de un país.
Si la experiencia ha demostrado que los gobiernos, en concreto, no han gobernado para el bienestar y la felicidad de todos quienes integran el colectivo que los designó, lo que corresponde no es redefinir el concepto teórico de la democracia, sino lisa y llanamente establecer, sin tapujos, sin medias tintas, que, en definitiva, la democracia, tal como fue concebida, no es practicada por dichos gobierno.
Al realizarse una redefinición que menoscaba la esencia original de la teoría anterior, la academia colabora en el ocultamiento de la verdad en que vivimos, evitándose condenar el dominio que un sector socio-económico-cultural, cuantitativamente casi insignificante, ejerce sobre la inmensa mayoría de la población. Así se pretende ocultar el hecho de que, en realidad, vivimos bajo la dictadura de una elitocracia, en vez de vivir en democracia.
A nuestro llano entender, la democracia no admite la coexistencia de opresores y oprimidos y/o de dominadores y dominados.
Y, la realidad económica, social, cultural y política actual, tanto al nivel nacional como al internacional, es decir, ante el hecho de que prácticamente todas las sociedades actuales están fracturadas, nuestra vista, nuestro oído, nuestro olfato, nuestro gusto y, además, nuestra propia mente, nos demuestran la total imposibilidad de que dichas sociedades estén regidas por gobiernos realmente democráticos; si, en todo caso, ellos lograron alcanzar la legitimidad primigenia, carecen de la legitimidad consolidante, sin la cual, aquélla otra caduca instantemente.
Una comunidad gobernada democráticamente, puede presentar y presentará siempre algunas diferencias sociales menores, pero no las contradicciones antagónicas que existen en la actualidad, porque ellas han excluido a una parte importante de la sociedad, cuando no a la mayoría, de sus derechos naturales e inalienables, por lo que, resulta paradójico que después, quienes los excluyen de sus derechos, o han permanecido indiferentes ante tal arbitrariedad, les exijan el cumplimiento de sus deberes, más aún, cuando los gobernantes muy raramente cumplen con los suyos.
Las actuales realidades socio-económico-culturales, a nosotros nos demuestran la ausencia de autoridades que efectivamente gobiernen para mejorar las condiciones de vida de aquellos sectores que viven condenados a ser dominados, y que constituyen, además, desde el punto de vista de la cantidad de seres humanos afectados negativamente, núcleos sustantivos de estas sociedades, cada vez más fragmentadas por la postmodernidad.
Hermano cibernauta, no debes aceptar como verdad nuestras conclusiones. A ti te corresponde analizar detalladamente y reflexionar profundamente, sobre las opiniones que hemos emitido.
Tu adhesión a la causa de la democracia es precisamente la que te obliga a juzgar en el uso de tu propia voluntad y entendimiento. También nuestra opinión debe ser puesta bajo la lupa de una racionalidad sana.
Inocencio de los llanos de Rochsaltam.
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