martes, 17 de mayo de 2011

SOMOS UNA SOCIEDAD VIOLENTA


"UNA SOCIEDAD NATURALMENTE VIOLENTA"
La sociedad de nuestros días se caracteriza por presentar dos aspectos netamente negativos: la irracionalidad de su sistema económico; y, la consecuente violencia en el conjunto de sus relaciones sociales, derivada de que aquél se sustenta sobre la base de un sector dominante y otro dominado, lo que introduce un factor conflictivo permanente, hasta tanto tal antagonismo no sea eliminado.

El sistema productivo-económico capitalista que argamasa los cimientos sobre los que se ha erigido la actual sociedad humana funciona merced a una continua creciente acumulación de capital.

Tal acumulación resulta del excedente neto de producción sobre el consumo experimentado en un determinado período.

La existencia de un excedente económico presupone que cada unidad laboral, durante el ciclo completo de su actividad, produce más bienes de los que consume ella y los individuos que viven a su cargo, produzcan o no, estos últimos, bienes materiales.

Ahora bien, la fuente real de la acumulación de capital es, siempre, el trabajo humano, único capaz de producir las dosis adicionales de capital que se necesitan para crecentar el existente.

El funcionamiento del capitalismo pues, está basado en una acumulación de capital que sólo es posible a través del apoderamiento de bienes creados por terceros.

Tal apoderamiento sólo es posible a través de alguna forma de violencia que hace viable el dominio que una minoría social ejerce sobre la mayoría de una determinada sociedad humana.

El término, acumulación de capital, no es sino una metáfora que trata de encubrir esa arbitraria apropiación de bienes legalmente legitimada por la filosofía dominante en el sistema jurídico establecido por una o más clases que, a través de un colectivo elitista, ejerce su poder sobre el resto de la población.

La élite política, al ejercer su poder, se encarga de establecer la tasa de acumulación de capital, los sectores económicos o los campos productivos en los que ella se debe concentrar a costa de otros, a la vez que se especifica cuáles son las clases o estratos sociales que deben soportar el peso de tal arbitraria distribución inequitativa.

Esta arbitrariedad -amparada por constituciones que permiten y facilitan el desarrollo de sociedades antidemocráticas porque en ellas coexisten favorecidos y desfavorecidos- constituye, muy claramente, una inmoralidad, pues la acumulación de capital es una apropiación indebida que la sociedad sólo soporta porque ella es la víctima de ese inicuo dominio, de esa tiranía económica, cultural, social y política que unos pocos ejercen sobre los más.

Ahora bien, ese dominio, como todo dominio, sólo es posible sobre la base de alguna forma de violencia, de algún derecho natural vulnerado por alguna arbitrariedad amparada por una ley injusta, destinada a garantizar privilegios indebidos, como es el derecho a explotar a quienes dedican sus habilidades manuales y/o capacidades mentales a la tarea laborable.

Los tiempos históricos, los modelos productivo-económicos, sólo han ido modificando la forma de apropiarse del capital ajeno, ya se trate de alimentos (frutos de la tierra), de cotos de caza y pesca, de recursos hídricos, de territorios cultivables, de lugares habitables, de riquezas naturales explotables, del fruto del trabajo manual y/o de la inteligencia humana.

Hoy en día el dominio y la violencia están encubiertas por formas "civilizadas" de ejercer el poder.

Pero, cuando para satisfacer la codicia y la ambición, para saciar los insaciables apetitos de riqueza y de poder, dichas formas no son eficaces, entonces no se duda en apelar a métodos abiertamente violentos, ya se trate de violencia psicológica, social, cultural, verbal, física, económica, política y/o militar, a través del más surtido arsenal.

Todo encuentra siempre un marco legal adecuado cuando se trata de defender el arbitrario privilegio de apropiarse del capital ajeno, siempre y cuando esta apropiación sea ejercida por los poderosos.

En cambio, los pobres, los humildes, los desvalidos, éstos nunca encuentran ni la ley ni el gobierno que garanticen adecuadamente la igualdad de los derechos naturales que inhalienablemente les pertenecen, porque ellos nacen, viven y mueren sumergidos en la violencia innata del sistema productivo-económico-social reinante.

En resumen, el garrote, primitivo elemento disuasivo, ha sido sustituido por el temor al desempleo, en el marco de los conflictos laborales, y las modernas "bombas inteligentes" en el de las contiendas internacionales.

La prehistórica sociedad de depredadores armados de toscos barrotes sólo ha terminado dando paso a esta sociedad post-moderna de depredadores equipados con sofisticados equipos robotizados.

Sólo con un poquito de profundidad en el análisis histórico podemos visualizar claramente cómo, a partir de la era moderna, atrás de toda guerra se se movilizan tres factores económicos que la activan y torna viable: la codicia de unos por tener lo que poseen otros y el temor de éstos por perder, de unos por perder lo que ya poseen; los intereses de los fabricantes de armas; y, la acción de los prestamistas que la financia.

Además,hoy en día, codiciosos, temerosos, fabricantes y banqueros, todos y cada uno de ellos puede encontrar la complicidad de académicos que, ávidos de gloria, dinero y poder, no dudan en elaborar teorías adecuadas para dar un sustento legitimante a la acción desaprensiva de cada uno de esos grupos.

Resultado de ello, vivimos en un mundo totalmente irracional, injusto y antidemocrático, donde abundan los que, no conformes con no aceptar ser menos que otros -algo comprensible y respetable- resulta que además, sienten la necesidad imperiosa de ser más que los demás.

Tener más que fulano, ser más que sultano, pero siempre con el único fin de colocarse por encima de los demás, para poder dominarlos.

Mundo actual, patológicamente irracional, injusto y antidemocrático, como consecuencia de que el modelo productivo-económico-social dominante está asentado sobre bases éticas y morales totalmente reñinas con la sensibilidad, la honestidad, la bondad, la equidad, la rectitud, el respeto al otro, la compasión, la solidaridad y la generosidad.

Por lo contrario, la despiadada indiferencia, el doble discurso, la maldad
victoriosa, la mentira encubierta, lo tortuoso, la inequidad, el irrespeto del otro, el egoísmo individual, social y/o nacional, y un implacable afán de dominar a los demás - lo que pasa siempre por el uso de alguna forma de violencia implícita y/o explícita-, todo ello es lo que predomina y da tono a las relaciones humanas, sea entre los individuos, entre los sectores sociales y/o las naciones.

En ese ambiente es que unos pocos se apropian impunemente de los bienes de los más.

No hay riqueza sin la debida contrapartida de pobreza y miseria, así como no existen países desarrollados o centrales sin los correspondientes países subdesarrollados o periféricos.

Las matemáticas aplicadas a la economía, implacablemente nos enseñan que, toda partida en el haber tiene su contraparte en el debe, que allí donde alguien gana también alguien pierde, que lo que se incorpora acá se extrae de un allá o un acullá.

El crecimiento económico de los países europeos, incluso el inicio mismo de la Primera Revolución Industrial, nunca hubiera sido posible sin la colonización de América, Asia y África, y su progresiva expoliación.

Claro que los libros de historia se encargan bien de omitir que ese enriquecimiento de los grandes imperios europeos sólo fue posible por el aporte que les significó todas las riquezas sustraídas a los otros tres continentes, comenzando por los esclavos hechos en África.

Aquello que en su momento se ejecutó a partir de la ocupación territorial por fuerzas coloniales invasoras, hoy se obtiene a través de organismos internacionales donde los poderosos países centrales ejercen un dominio despiadado sobre los países de su periferia.

No hay justicia internacional que nos defienda.

Y, dentro de cada país, también los más débiles, mejor dicho, los debilitados, carecen de las debidas garantías que los protejan de los abusos de los poderosos.

Sea al nivel local o al internacional, toda sustracción, todo arrebato, toda apropiación -menor o mayor-, permitida o garantida legalmente, no deja de ser un acto que violenta derechos, constituyendo un constante atentado contra la dignidad de la persona humana, una clara e inmensa inmoralidad que nadie se atreve a enjuiciar y mucho menos a condenar, pese a que ello viola cotidiana y masivamente, con total impunidad, aquellos inalienables derechos del ser humano que el texto de la mayoría de las constituciones nacionales pretende amparar y que la propia Carta de las Naciones Unidas enumera claramente.

En realidad abundan las leyes injustas, dictadas en el marco de constituciones que, originariamente, en lugar de establecer un pacto social armoniosamente solidario y equitativo -donde realmente nadie resulte más que nadie-, fueron concebidas para garantir en forma predominantemente privilegiada, los intereses de los propietarios, es decir de los más poderosos.

La injusticia social así instrumentada, es decir, la distribución inequitativa de los ingresos, el desempleo estructural y la consecuente marginación y/o exclusión social que él acciona, una mayoritaria población viviendo en la miseria y la pobreza, acompañada de una minoría selecta que hace ostentación de su opulencia,la alienación hiperconsumista alentada por la mercadotecnia a través de instrumentos multimediáticos, entrañan y alientan una creciente violencia derivada -directa e indirectamente- del modelo productivo, de la estructura social que lo acompaña y de la escala de valores culturales que caracteriza al sistema económico dominante, es decir, al capitalismo financiero globalizado.

Un sistema productivo-económico-social, asentado sobre esta violencia expropiatoria que unos pocos ejercen sobre los más, es ya, por sí sola, una pésima base para construir el clima pacífico y armonioso que necesita toda sociedad para lograr que cuaje en cada de sus integrantes, aquellas virtudes ciudadanas que son las que aseguran el mutuo respeto de iguales derechos para todos.

Por otra parte, quienes arbitrariamente se abrogan el derecho de apropiarse indebidamente de bienes ajenos, carecen de toda legitimidad moral para exigir que los demás no hagan lo que ellos hacen.

Nos choca y nos resulta incomprensible la extrañeza con que esta sociedad reacciona ante una violencia y una criminalidad de creciente gravedad, tanto desde el punto de vista cuantitativo como del cualitativo. Esta violencia y esta criminalidad son el resultado lógico de esta filosofía que no hace sino avivar los peores instintos que siguen habitando en todo ser humano.

Una violencia y una criminalidad que está sostenida por la actual cultura globalizada a través de todos los medios masivos de comunicación; películas, video-juegos, etcétera, no hacen sino rendir culto a la violencia sin importar ni el valor artístico ni la influencia que esas comunicaciones ejercen en la conducta de los receptores.

Institucionalizado así el marco social vigente, en el que prácticamente se registra una lucha de todos contra todos, en vez de una colaboración de todos para con todos a los efectos de construir un bien común, la violencia y el delito resultan componentes naturales, difíciles de erradicar.

Es así como la violencia y el delito han ido ganando progresivamente todas las capas sociales, extendiéndose irremediablemente a todos los campos de la actividad humana y a todos los niveles de sus interrelaciones sociales.

No puede extrañar, entonces, que ello misma suceda con la violencia criminal, es decir, con todas aquellas formas de apropiación consideradas delito por la ley.

No sólo crece incontenible incontenible la cantidad de los delitos, el número de delincuentes y el de las reincidencias delictivas, sino que, además, resulta que surgen nuevas áreas y nuevas modalidades delictivas, a la vez que se percibe el incremento de la saña y de la gravedad de la violencia que los acompaña.

Ello provoca un extendido sentimiento de inseguridad personal, derivado de la cotidiana presencia de esa violencia criminal cuyos autores padecen de una clara desconsideración no sólo de los derechos de los demás, sino que también menosprecian la integridad corporal y el valor de la vida de los demás, y de la suya propia.

Es una violencia criminal que no sabe de límites geográficos, que no hace distingo de clases sociales, y que no se detiene ni ante los niños ni ante los ancianos más desvalidos.

Son seres cuyo accionar antisocial consideramos sólo comparable al que ejecutan los más codiciosos e indiferentes capitalistas.

El auge de la violencia y el delito está acompañado de la comprobación de la aplicación de política sociales inadecuadas, del funcionamiento de instituciones educativas ineficientes, de ausencia de medidas de prevención eficaces, y del fracaso de las políticas oficiales de reeducación orientadas a evitar la reincidencia de los delincuentes primarios, porque las cárceles han devenido en escuelas de un crimen mayor.

Otro aspecto novedoso de este fenómeno está dado por el hecho de que la mayoría de estos delincuentes pertenecen al sector etario más joven, con un creciente número de adolescentes y aún de niños que se integran desde muy temprana edad a la carrera del delito, inducidos por sus progenitores, adoctrinados por mayores y/o empujados por una enfermiza adicción a determinadas drogas.

La sociedad sólo atina a reclamar penas más severas y tolerancia cero.

Ello obliga a los gobiernos a comprometer más recursos para prevenir el delito, para reprimirlo y para aumentar el número o la capacidad numérica de las cárceles, cárceles que, por otra parte, siguen demostrando su ineptitud para lograr la recuperación de quienes ingresan a ellas, porque en ellas, por un lado suele dominar la corrupción, y por otro, existe un clima de permanente violencia entre los propios presos, de los guardias hacia los recluidos, y de amenazas de represalias de éstos hacia sus guardianes.

A su vez, las nuevas medidas contra el crimen, aunque ellas no alcancen la eficacia perseguida, obliga a los gobiernos a determinar el aumento de las partidas asignadas a tales fines en los presupuestos oficiales, debiéndose optar entonces entre postergar las inversiones necesarias para atender los requerimientos de la educación, la salud, la vivienda y la atención de los sectores sociales marginados, o decidirse por el aumento de la carga impositiva, agravando con ello el malestar de los contribuyentes.

Todo, para nada.

Esas medidas, por sí solas, no dan solución al problema porque no pueden eliminar el germen de la violencia ni destruir la fábrica de delincuentes: el sistema productivo-económico-social-cultural imperante.

Nadie se siente responsable de este recrudecimiento de la violencia que se ejerce sobre los demás y, además, las explicaciones que se plantean resultan de un análisis carente de un rigor realmente científico, propias de una visión muy estrecha o muy interesada.

Los niños de hoy ya nacen proclives a ser violentos porque son engendrados, criados, educados y formados en un clima de violencia que rige entre sus propios progenitores, que se extiende a todo el entorno familiar, y que agita la vida social del estudio, el trabajo, el deporte, las artes, la política y que se da en su barrio, en su pueblo, en su ciudad, en su país, en el resto del mundo y en la universalidad de su mundo personal.

Pero si a eso le agregamos que los mayores, con la finalidad de que sus hijos les permitan llevar la vida que desean, reniegan de su obligación de imponerles ciertos límites, esos límites sin los cuales no existe la posibilidad de una vida social pacífica, es claro que, después de formada ya su personalidad de base, difícilmente un centro educativo pueda lograr el milagro de modificar substancialmente: afectos, hábitos, costumbres y creencias que los nutrieron en su primera infancia.

Hemos pretendido llegar a las causas más generales, a las que realmente son las responsables del incremento de una violencia que, por otra parte, acompaña la existencia del ser humano desde su aparición sobre el planeta Tierra.

Por este análisis pretende centrarse en las dos principales causas que, a nuestro muy modesto entender, explican la inevitabilidad actual de este incremento de la violencia y del delito.

Ellas son: los instintos naturales que aún inciden en la actual conducta humana, dentro de una civilización que ha logrado algunos grandes progresos materiales, y, el actual sistema productivo-económico basado en la acumulación de capital a través de la apropiación de bienes ajenos.

Ello también puede sintetizarse de esta otra manera: causas biológicas, y causas sociales, que se manifiestan históricamente; las primeras desde antes de la aparición del "homo sapiens" y, las segundas,esencialmente a partir de las sociedades que incorporaron culturas que aceptaban, dentro de aquéllas, sectores sociales desiguales, donde algunos seres o grupos que desarrollaban determinadas tareas específicas (guerreros, sacerdotes, hechiceros, jefes) disfrutaban de determinados privilegios y prebendas.

La disputa por la posesión de determinados bienes imprescindibles que se tornaban escasos ha contribuido, desde siempre, a mantener al empleo de la violencia como un recurso legítimo para acceder a ellos.


Cuando un determinado bien esencial escasea, la racionalidad del pensamiento humano se obnubila.

No de otra forma pueden entenderse los enormes recursos financieros que los gobiernos de los países, en ves de destinarlos para lograr una mejor calidad de vida para todos sus integrantes, optan por gastarlos en mantener enormes aparatos militares, prestos siempre a eliminar al enemigo, exterior o interior, sea éste real o no.

En realidad esos ejércitos siempre han actuado para poder apoderarse de las riquezas que eran producidas o eran disfrutadas por otros seres humanos.

Si le asignamos al concepto propiedad, los mismos atributos dados por Locke, es decir si con él no sólo designamos al derecho a la posesión y uso de aquellos bienes físicos frutos del trabajo propio, sino que en primer lugar colocamos a la vida, la libertad y la seguridad como los bienes más preciados del hombre -puesto que sin ellos es inconcebible la felicidad- entonces concluiremos en que, todo el progreso material derivado del mercantilismo, la revolución agraria, las revoluciones industriales y la revolución bio-tecnológica, han venido acompañados de un retroceso moral en la conducta humana.

Pero, a diferencia de Locke, que sostuvo que sólo los propietarios, es decir, que sólo los integrantes de la clase social económicamente más poderosa eran hombres libres poseedores de todos los derechos, nosotros, como partidarios del ideal democrático, sostenemos que todos los hombres nacen libres y que nadie tiene derecho a ejercer violencia sobre ellos y sobre sus bienes, a fin de que puedan siempre vivir en plena libertad.

Los filósofos de la Europa occidental cometieron en el siglo XVII, el grave error de introducir la afirmación de que el hombre gozaba de una completa racionalidad.

El propio ser humano, con su conducta cotidiana, se ha encargado de rebatir la visión idílica de aquellos pensadores teóricamente tan racionalistas.

El hombre, naturalmente, no es ni bueno ni malo, sino que lleva en sí el germen, la potencialidad de ambas posibilidades; es el medio físico y social el que influye para facilitar o dificultar el desarrollo y la expansión de una u otra potencialidadg.

Personalmente creemos que ningún hombre es totalmente bueno o totalmente malo.

Si somos capaces de ser imparciales, podremos comprobar cómo aún en aquellos peores criminales, en aquellos personajes más siniestros de la historia de la humanidad, siempre puede descubrirse algún aspecto positivo de su afectividad, de su razonar y de su accionar y, viceversa, cómo en aquellos hombres más virtuosos, más sabios, en aquellos revestidos de una aureola de mayor amor, inteligencia y bondad, podemos descubrir algún sentimiento, algún razonamiento o algún acto que, precisamente, demuestra lo que somos, todos seres imperfectos, pero, cada uno a su vez, perfectible en menor o mayor escala.

Analizar las causas de esta existencia nuestra tan signada por la violencia, nos lleva a analizar los elementos que influyen en la conducta humana, y en ella, ha nuestro modesto entender, los instintos juegan aún un rol muy importante.

Freud y aquellas escuelas psicológicas que lo han tomado como ejemplo. han introducido una teoría afín a aquella categorización de la racionalidad humana acuñada en el siglo XVII.

Freud y sus seguidores, al sostener que el hombre carece de los instintos que le son comunes a todo ser animal, insisten en el endiosamiento del hombre.

Error muy propio de todo aquel ser humano que, consciente o inconscientemente, persiste en el intento de querer situarse él mismo, totalmente por encima del resto de los ejemplares del reino animal.

La ciencia ha dejado de estar dirigida a la obtención de un conocimiento destinado a satisfacer las necesidades vitales del conjunto de la humanidad.

La ciencia, al haber sido mercantilizada, al haber sido puesta al servicio prioritario de los importantes intereses económicos que la financian, orientan y dirigen, ha perdido riguridad académica para devenir a pseudociencia.

El científico de hoy suele vender su capacidad de investigación en un mercado que también aspira a mercantilizar la ética, el conocimiento, las explicaciones científicas y las teorías académicas.

En tal contexto nos sobran razones para negarnos a aceptar cualquier afirmación presuntamente científica que no haya sido sometida previamente a su correspondiente verificación, a través de un análisis objetivo y minucioso, y más aún en el caso de una ciencia que, como la psicología -en comparación con otras ciencias de la naturaleza- puede afirmarse que aún tiene su ser envuelto en los primeros pañales.

No nos vamos a perder en torno a las discusiones psicológicas que existen con respecto a si el ser humano posee o no, instintos similares a los del resto de los animales.

Preferimos basarnos fundamentalmente en los aportes hechos la biología, la fisiología, la etología y la sociología, sin desconocer la importancia que entraña el funcionamiento psicológico en el ser humano (mujer o varón), ser físico y espiritual.

Soma y psiquis constituyen una unidad bisubstancial, indisolublemente unida, sin que una parte predomine sobre la otra, por lo que, en realidad, de su simultáneo funcionamiento fisiológico y psíquico -y del medio físico y entorno socio/cultural en que éste se realiza- depende la conducta humana.

Los sentidos corporales actúan como radares directamente conectados con el psiquismo interior y con el entorno exterior.

La vida biológica de cada ser humano, como integrante de un determinado agrupamiento social en un medio físico e histórico dado, conforma la personalidad individual de cada mujer y varón y, tal personalidad particular se expresa, precisamente, en su conducta social.

En definitiva, la vida no es otra cosa que una constante interacción entre el ser y su entorno vital.

Todos los animales vivos, incluido el ser humano, accionan movidos por determinados "resortes", con el exclusivo objetivo de satisfacer sus naturales necesidades vitales; no obstante la cultura puede motivar que, en nuestra psiquis, se desarrolle el sentimiento de otras necesidades no tan naturales.

Toda la conducta humana está condicionada por dos clases de factores: unos internos o biológicos, derivados de su composición físico-psíquico; y, otros externos, ambientales, sociales y culturales, provenientes de los estímulos que provoca el medio.

Cada individuo tiene su particular modo de ser.

Cada manera de ser tiene su propia forma de manifestarse conductualmente y, son estas exteriorizaciones las que pueden someterse al estudio de la psicología.

Porque esa conducta, en definitiva, no hace otra cosa que expresar públicamente nuestra esencia más íntima, nuestra más recóndita manera de ser.

La conducta humana, desde el punto de vista de la fisiología aparece influenciada por instintos, reflejos, impulsos y hábitos.

Ahora bien, los instintos se distinguen de los hábitos, de los reflejos y de los impulsos.

Mientras que el instinto es algo innato -exclusivo resultado de una herencia genética- el ´habito resulta menos arraigado por ser automatismos adquiridos en el desarrollo del ciclo vital, como consecuencia de la repetición de determinados actos y, por su parte, los reflejos, en especial los condicionados, son reacciones fisiológicas derivadas de determinados modos de conducta aprendidos con el objetivo de adaptar mecánicamente el organismo a su medio ambiente, mientras que los impulsos -que compelen a la realización de determinadas acciones que se suelen caracterizar por su mayor violencia- son el resultado de reacciones totalmente emocionales, algunas de ellas vinculadas al proceso vital-endotímico.

Parecería que Freud sostuvo que el hombre, a diferencia del resto de los animales, en vez de estar influenciado por instintos, lo estaba por pulsiones.

Para nosotros el uso de los términos tiene una importancia menor que el de los hechos, más cuando, en todo caso, ahora resulta que la pulsión derivaría precisamente de la existencia de los instintos.

Pensamos que el hombre -mujer o varón- tiene instintos, y que su conducta, aunque no está determinada total y mecánicamente por ellos, refleja eso sí, en numerosas oportunidades, la prevalencia de su influencia por sobre la de un pensamiento racionalmente elaborado y por sobre las normas acordadas para garantir una convivencia social armónica.

Desde el punto de vista biológico, los instintos -genéticamente transmitidos- se caracterizan por un comportamiento espontáneo, innato e invariable, comunes a todos los individuos de una misma especie, respondiendo a fines de los que el propio sujeto no logra hacer conciencia.

Se trata de un mecanismo nervioso, organizado jerárquicamente, y responsable de conductas que, respondiendo a ciertos estímulos claves provenientes de su interior y de su exterior, están destinadas a asegurar la conservación de la vida y la perpetuación de la especie.

Pero, con relación a los estímulos externos, mientras en los seres humanos sus instintos están influenciados no sólo por el medio natural circundante, sino también por la cultura del medio social y la particular experiencia de vida, en el resto de los integrantes del reino animal, el instinto sólo depende para su accionar, de aquellos estímulos provocados por el medio físico que los rodea.

Otra diferencia importante entre unos y otros, deviene del hecho de que sólo el hombre ha logrado elaborar un pensamiento racional, que también actúa sobre sus instintos.

He ahí sí las diferencias entre las condicionantes a que los instintos están sometidos, en el ser humano, y en el resto de los animales.

¿Cuál es la causa fundamental que ha hecho que hasta el presente no haya sido posible erradicar de nuestra sociedad esa "manía" de dominar a los demás que siente el ser humano, pretendiendo zanjar sus diferencias con los otros seres humanos a través de actos de violencia agresiva: gritos de insulto, amenazas verbales, advertencias de represalias, agresiones a golpes, uso de armas, privaciones de libertad y/o atentados contra la vida, haciendo que el hombre sea considerado como el peor enemigo del hombre.

Si somos tan racionales ¿porqué no somos capaces de cuidar los bienes naturales finitos? ¿Porqué nos cuesta tanto convivir en armonía con nuestro prójimo?

En realidad ya no nos conformamos con la ley del Talión, sino que, a cada agresión, ahora preferimos responder con otra mayor

Creemos que una de las causas de nuestras conductas violentas proviene de etapa primera en que el hombre, en medio de condiciones naturales muy adversas, debió luchar contra los otros grupos de homínidos a los que disputó la obtención de los alimentos, las fuentes de agua y los espacios geográficos necesarios para asegurar su sobrevivencia.

La inseguridad despierta miedos y, el miedo, al activar el natural instinto de conservación, provoca una lógica animosidad hacia quienes aparecen como peligrosos contendientes.

El miedo obra como un despertador de ese instinto de sobrevivencia que nos coloca en una situación progresiva de alerta, defensa y ataque a todo lo que se visualiza como competidor o enemigo.

Los antepasados del "homo sapiens" no aceptaron coexistir en compañía de otros animales que compitieran por los mismos espacios vitales, es decir, por los mismos resguardos de las adversidades climáticas, por los mismos recursos alimentarios o por las mismas vertientes hídricas. Fue una lucha que finalizó con el exterminio de los demás grupos de homínidos.

De ahí creemos que deriva no sólo ese espíritu de dominación que nos embarga, sino también, esa tendencia a aniquilar, a extinguir a todo adversario que nos enfrente.

El ser humano no parece aceptar leales competencias ni tampoco el convivir en paz con sus iguales; por eso siempre buscamos la forma de colocarnos por encima de ellos y el poder de someterlos.

Actuamos así porque nos sentimos inseguros.

La inseguridad naturalmente despierta miedos, y el miedo, al activar nuestro instinto de conservación, nos sume en una belicosa animosidad hacia quien aparece como su causante.

No nos agrada sentirnos iguales a los demás.

No aceptamos ningún tipo de igualdad que ponga en peligro nuestra sensación de superioridad; por eso siempre enarbolamos alguna presunta primacía que justifique el accionar violento que logre y asegure nuestro dominio.

Es un fenómeno que ninguna de las civilizaciones ha podido erradicar.

¿Por qué?

Porque el pertenecer a la especie humana no implica que hayamos dejado de ser animales; sólo somos animales con un poco de racionalidad.

Para sentirnos seguros de nosotros mismos, en primer lugar, a nuestra autoestima le agrada que se nos presente como seres racionales, además de seres creados por Dios para dominar el mundo y, por lo tanto, superiores al resto de las especies animales y al resto de la humanidad.

Pero, en realidad, objetivamente, no somos tan distintos de ellos como pretendemos; ni de los animales ni de los demás seres humanos.

Sólo somos relativamente racionales y, mientras no partamos de esa verdad, jamás llegaremos a comprender esas irracionalidades del pensamiento y del accionar humano.

El miedo siempre funciona como un alerta que aguijonea nuestro instinto de sobrevivencia y, la fuerza del instinto, si nos descuidamos, termina doblegando el poder de nuestra inteligencia.

En la vida actual, la frustración se presenta como uno de los factores que más comúnmente nos lleva asumir las actitudes más violentas. Porque la frustración, al hacernos sentir inferiores, hiere nuestra apetencia de dominio, convertida en inconsciente necesidad vital a través del inextinguido instinto de sobrevivencia.

Las investigaciones científicas más recientes se han encargado de demostrar que la mayor parte de nuestras actitudes cotidianas, más que responder a elecciones resultantes de una intención consciente originada en un pensamiento racional, en realidad, están muy determinadas por aquellos instintos que son alentados por el entorno.

Efectivamente, resulta que, la mayor parte de la conducta humana responde generalmente en forma automática a reacciones instintivas ante las señales dadas por el entorno social, en tanto que nosotros pretendemos que actuamos consciente y libremente como fruto de un pensamiento totalmente racional.

Además de la necesidad, también la codicia, la lujuria, la ambición, la envidia, la frustración, el odio y la venganza son pasiones que actúan impulsándonos a no respetar los legítimos derechos de los demás, llevándonos a cometer actos de violencia dirigidos contra las personas o destinados a apoderarnos de sus bienes y, cuando decimos bienes, no sólo nos referimos a los bienes materiales, sino que, ante que nada, incluimos entre ellos, las libertades y derechos naturales de cada ser humano, en especial esos que fueron reconocidos por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 mes de diciembre de 1948, comenzando por el derecho a la vida y a la dignidad de toda persona humana.

El dominio que unos hombres ejercen sobre otros, aunque no se ejecuten a través de la violencia o la coerción física, sino que se concretan a través del engaño o la astucia, de la presión psicológica o social, no dejan de ser actos que violentan el libre ejercicio de las libertades y derechos inalienables que son propios de todo ser humano.

Ejemplo de ello es la presión que, acompañada o no por algún tipo de violencia física, algunos agentes sociales ejercen sobre ciertas personas para que éstas acepten compartir determinadas ideas, adoptar ciertas posturas o asumir algunas actitudes que, de no sufrir tal peso, ellas nunca lo harían.

Los medios formadores de opinión ejercen en este sentido una presión indirecta, pero no menos real, para lograr que la mayoría de la población se incline a favor o en contra de ciertas ideas, hechos, conductas, actitudes, y/o individuos.

Por su parte, el desempleo, es decir, la falta de puestos de trabajo, es una forma de violencia sistémica, arma del dominio económico, destinada a forzar a los trabajadores a conformarse, por terror al paro forzado, a recibir una paga inferior a la que realmente les corresponde de acuerdo al valor producido con la tarea realizada.

Pero, además, en la medida en que por ausencia de adecuadas políticas económicas pro-activas y de la insensibilidad e inacción de la sociedad el desempleo se extiende indefinidamente en el tiempo, ello desemboca en una marginación social que se produce como resultado del conformismo fatalista y la desmoralización que termina embragando a quien se halla en tal situación.

La sociedad contemporánea, pese al crecimiento económico logrado se caracteriza, entre otras cosas,no sólo por no haber sabido dar trabajo formal, estable y honrosamente pago a todos sus integrantes, sino que, a través de las revoluciones industriales y al proceso de robotización de la maquinaria industrial y agrícola, el número de las personas sin empleo es cada vez mayor, en especial en aquéllas que proceden de "sectores de vulnerabilidad" donde la posibilidad real del acceso a la educación que el mercado de trabajo reclama es algo prácticamente imposible.

Allí donde el desempleo pasa de ser una situación fugaz para convertirse en algo permanente, se va perdiendo la confianza en la educación como medio de superación personal y de movilidad social, y la esperanza de que el trabajo sea el medio más idóneo para vivir honradamente, con todas las necesidades básicas satisfechas.

En ese contexto es lógico que en estas personas se desarrolle la anomia, es decir, que entre quienes son marginados del aparato productivo y de los bienes y derechos de la sociedad, es fácil que se produzca un paulatino y creciente desconocimiento de las normas morales institucionales que rigen en esa sociedad.

Es ilógico pretender que, aquéllos que son marginados por una sociedad se sientan obligados a actuar como si realmente fueran integrantes de ella que están en un mismo pie de igualdad, es decir, beneficiarios de iguales derechos y libertades y sujetos a unas mismas obligaciones, cuando en concreto, objetivamente, ello no es así.

Indefectiblemente, quienes son sometidos a una marginación socio-económica terminan desarrollando una cultura diferente, acompañada de una moral distinta que, a sus ojos, legitima su particular manera de observar, de pensar, de objetivar la realidad y, consecuentemente, de actuar por fuera de los cánones que se les pretende imponer.

Entendemos que no es lógico pretender que quienes son ignorados por la sociedad, es decir, aquellos a quienes por la vía de los hechos la sociedad ha dejado en el desamparo, sean respetuosos con quienes integran tal sociedad.

El respeto es algo que no se logra imponer, sino que, es algo que se debe ganar.

Hemos dejado sin patria aquellos a quienes negamos participar del patrimonio común.

Si no los tratamos como nuestros semejantes, como nuestros iguales, ya que pregonamos que vivimos en una república democrática, ¿por qué deben ellos vernos y tratarnos como sus iguales?

En realidad, si no utilizamos un doble discurso, debemos concluir que sólo quienes están real y plenamente integrados en una sociedad, en una efectiva igualdad de derechos y libertades están legítimamente obligados a respetar las normas que aquélla se da.

Sé que esto suena muy fuerte, pero ello es lo lógico en una sociedad racionalmente organizada.

Ahora que, una sociedad que permanece inoperablemente insensible ante la marginación que sufre una parte de sus miembros no es precisamente una sociedad que pueda ufanarse de su racionalidad.

Y, una sociedad capitalista es esencialmente una sociedad irracional porque su objetivo primordial es la acumulación de capital y, esto sólo puede lograrse a través de la apropiación de bienes que son producidos por otros, o que pertenecen a otros, a través de un arbitrario apoderamiento que, pese a que únicamente puede ser posible a través del ejercicio de algún tipo de violencia, el mismo no es penalizado por ninguna de las leyes vigentes.

Creemos que para garantir la real vigencia de los derechos humanos establecidos por las Naciones Unidas, tal ejercicio debería ser considerado un crimen.

La explotación del ser humano sólo se logra a través de alguna forma de violencia, y ello también debería estar declarado como un crimen por la legislación vigente.

Lamentablemente, suele ocurrir que hay leyes totalmente injustas, leyes moralmente inaceptables, si es que no se practica una doble moral.

En realidad, desde hace muchos siglos la legislación, ha estado, y, aún sigue estando, puesta al servicio de los económicamente más poderosos, por lo que resulta que hay apropiaciones que no son delito y otras que sí lo son.

Entonces, si quien acumula capital lo hace apropiándose de bienes que en realidad no le pertenecen, es decir, cuando los miembros más influyentes de una sociedad acumular fortuna apoderándose de bienes ajenos (porque son valor producido por otros o pertenencia de otros) él y ellos mismos están dando pie a que los demás tampoco sean respetuosos de esos bienes que ellos mismos poseen gracias a una legislación que deja desamparada, en forma totalmente arbitraria e injusta, al sector mayoritario de la sociedad.

Para colmo, esas mismas personas suele exhibir esa riqueza mal habida para hacer alarde de su poder, de su pretendida superioridad, presentándose como dioses que están por encima de todo lo demás, y con derecho a todo.

En medio de esta realidad no nos debería extrañar que, en nuestra sociedad, predomine la violencia y que la apropiación de bienes ajenos termine convirtiéndose en la "moneda" dominante.

Desde hace ya demasiados siglos resulta que hay apropiaciones que no son delito y otras que sí lo son, así como algunas violencias constituyen un crimen y otras no.

Ahora bien, ni la violencia ni el delito pueden erradicarse en base a una violencia mayor, ejercida por particulares y/o por agentes del Estado, como elemento de disuación y/o represión.

Tampoco alcanza con un mayor nivel de educación, ni un mejor reparto de la riqueza.

Tanto la violencia como el delito son fenómenos sociológicos que también se dan en el ámbito de los profesionales universitarios y en el de las clases más pudientes.

Nos resistimos a aceptar como algo insuperable el actual clima de violencia y criminalidad social.

Entendemos que para ello es imprescindible tratar de erradicar aquellos factores que promueven dichos males.

Como modificar el comportamiento que viene impulsado por factores genéticamente heredados no es algo que, aparentemente, pueda remediarse al nivel universal en un tiempo cercano, el esfuerzo por lograr disminuir la actual violencia imperante debería centrarse en el cultivo de una cultura muy distinta a la que impera hoy en día y, para ello, resulta indispensable sustituir el actual irracional sistema productivo-económico-social que la alienta, por uno menos inequitativo y más racional, donde la prioridad para lograr el crecimiento económico sea a través del
desarrollo integral de la persona humana y no de la mera acumulación de capital.

No nos resignamos a aceptar que ello sea un imposible.

Creemos que es posible construir una sociedad menos violenta y criminal que ésta en que nos ha tocado vivir.

Para ello es necesario, antes que nada, terminar con el culto de que aquellos que tienen más poder económico tienen derecho legítimo al ejercicio de mayores derechos y disfrute de superiores libertades que los demás, y para concretarlo, hay que instrumentar las formas legales pertinentes para lograr impedir que, en la práctica, sean estos sujetos privilegiados los que, directa o indirectamente, impongan por la vía de los hechos el nombre de aquellos candidatos a gobernantes que pueden ser propuestos para ser electos y las leyes que éstos deben aprobar.

Hacerlo realidad deberá ser obra del conjunto de la sociedad.

No nos desanime el hecho de que hoy no la podamos concretar.

Lo importante es que desde ya, con fe y tesón,comencemos a trabajar para lograr satisfacer esa necesidad democrática.

Montevideo, mayo 25 de 2011.