miércoles, 26 de mayo de 2010

ACERCA DE LOS SUCESOS DE MAYO DE 1810




“La tea que dejo encendida,

nadie la podrá apagar".


Pedro Domingo Murillo
La Paz, enero 29 de 1810.



-LA REVOLUCION DE MAYO DE 1810-



En momentos en que se efectúan aprestos oficiales para conmemorar los doscientos años de la independencia que obtuvieron las colonias que integraban el español Reino de Indias, nos pareció necesario indagar un poco más a fondo, el contenido real de aquel movimiento que hace eclosión en mayo de 1810.

Como resultado de esa indagación constatamos, en aras de una estricta verdad histórica que, el movimiento juntista producido en las colonias integrantes del Reino de Indias, en el año 1810, si nos atenemos a los documentos oficiales producidos y suscritos por sus principales actores, de ellos no es posible deducir el que éstos se proponían proclamar una independencia política del Reino de Castilla – que era en quien descansaba la soberanía legal de estas colonias – sino que, la rebeldía proclamada, estaba dirigida contra las autoridades peninsulares que, en ausencia de Fernando VII se habían abrogado el derecho de pretender ejercer jurisdicción soberana sobre las posesiones castellanas en el continente americano.

Preservar la posesión territorial y la unidad política del Reino de Indias, para la Corona de Fernando VII (posesiones amenazadas de invasión y anexión por parte de Napoleón) fue el objetivo principal manifiestamente perseguido por los juntistas americanos de 1810.

Y, el argumento jurídico argüido para legitimar la designación de las autoridades locales, se basó, esencialmente, en el pensamiento suarizta, según el cual, la acefalía real devuelve al pueblo el usufructo de su soberanía particular.

Para ello dispusieron, además, del manifiesto proclama que, con fecha 28 de febrero de 1810, dirigió la propia Junta Suprema de Cádiz - constituida ella misma con igual fundamento jurídico – a “Los Pueblos de América” (provincias hermanas y remotas) exhortándolas a que: reconocieran su legitimidad; aceptaran la supremacía del
Consejo de Regencia; colaborasen con decisión para apoyar la lucha empeñada a favor de Fernando VII y contra Napoleón; y, finalmente, a constituir gobiernos populares representativos, tomando como modelo el de su propia formación.

Los acontecimientos producidos el 19 de abril en Caracas, el 22 de mayo en Cartagena de Indias, el 25 de mayo en Buenos Aires, el 20 de julio en Bogotá, el 18 de setiembre en Santiago de Chile y el 21 de setiembre de 1810 en Quito, donde los cabildos abiertos establecen juntas de gobierno que reemplazan a los gobernantes designados desde la metrópoli, representan el traslado al territorio americano de la confrontación interna que ya existía en España en torno a la lealtad o no al rey Fernando XVII, implicando ello, en estas latitudes, una verdadera lucha civil, llevada adelante en sus inicios, por los españoles americanos contra los españoles europeos.

Aprovechando la imposibilidad concreta de que la metrópoli pudiera enviar tropas para apoyar y defender a los insulares designados para gobernar sus colonias, esta
guerra civil desatada en España en paralelo con la lucha por su independencia, se traslada y extiende por todo el territorio hispanoamericano porque, en realidad, esta contienda entre partidarios de Fernando VII y partidarios de la Regencia, también permite exteriorizar la vieja rivalidad establecida entre los intereses económicos de los españoles americanos (criollos) y los de los españoles peninsulares y, asimismo, la resistencia a acatar tanto las disposiciones de los gobernantes designados por un Consejo de Regencia (catalogado de usurpador de las prerrogativas del rey), como las de los funcionarios venidos desde la península para controlar el comercio entre las colonias y Europa.

Esta es, en el Reino de Indias, una guerra civil desatada entre dos sectores integrantes de una misma elite urbana, representando, cada uno de ellos, intereses económicos opuestos.

Fue el sector criollo integrante de la elite urbana que dominaba las actividades en las capitales virreinales, el que encabezó estos movimientos, que, tras la bandera de la
lealtad a Fernando VII, perseguía dos objetivos esenciales, nunca oficialmente proclamados: desplazar a los españoles peninsulares de sus funciones estatales, e, instalar un sistema de comercio libre.

Esto no lo encontramos en ningún documento oficial, aunque sí lo hallamos en la propaganda oficial de algunos de sus líderes y, además, los hechos inmediatos derivados de la constitución de estas juntas de gobierno americanas, así lo atestiguan clara y oficialmente.

La unidad en el accionar de las élites criollas se estableció precisamente, no sólo por un sentimiento de lealtad a Fernando VII, sino también por una generalizada coincidencia en esas dos aspiraciones: sustitución de los funcionarios enviados desde la metrópolis por otros designados por los criollos y. el establecimiento del “comercio libre” cuyas ventajas propalaba Inglaterra.

Cada uno de estos bandos trató de obtener las adhesiones necesarias a los efectos de extender su influencia, y a estos efectos, las elites criollas estuvieron dispuestas a abrir a otros sectores una participación limitada en el poder, pero sin que ello implicara cambios políticos relevantes.

La necesidad de contar con otros apoyos internos, imprescindibles para extender la potestad jurídica de las nuevas autoridades a las restantes provincias, abrió el paso a sectores sociales que ascendieron en prestigio y relevancia política como consecuencia de su directa participación en los ejércitos revolucionarios: los terratenientes y los militares. Sectores que luego, en el momento del triunfo revolucionario, reclamaron su parte en el reparto de las posiciones económicas, sociales y políticas del nuevo poder.

El inmediatismo de las nuevas autoridades metropolitanas, empeñadas en obtener el reconocimiento de sus provincias, derivó muchas veces, en la justificada resistencia de aquellas provincias que vieron amenazado su propio derecho de establecer libremente sus autoridades, cuando se les quería imponer gobernantes en cuya elección no habían participado. Tal lo que les ocurrió claramente a las autoridades porteñas con respecto a Córdoba, Paraguay, Alto Perú y Banda Oriental, aunque en estos dos últimos casos, se adujeron motivaciones distintas.

Los documentos oficiales en torno al movimiento juntista americano en 1810 nos demuestran que allí donde existía desconfianza hacia el gobernante (caso del virrey Liniers en Bs. Aires), o donde éste había sido sustituido por el Consejo de Regencia, en forma que se consideraba ilegal, las juntas erigidas en 1810 consideraron que aquéllos carecían de legitimidad para ejercer el gobierno en estos lares.

Ahora bien, la sustitución de las autoridades designadas por la Regencia, presentaba a los indianos una disyuntiva en cuanto a cómo constituirse, una vez desvinculados de España, pero permaneciendo bajo el mando de Fernando VII. Se entendió que ello podía darse como un único reino integrado por todos los territorios de los antiguos virreinatos, o instituyéndose cada virreinato como reinos independientes entre sí.

Consecuentemente, ante estas dos posibilidades, se conformaron el partido de los “unitivistas” (partidarios del mantenimiento y fortalecimiento del Reino de Indias) y el de los “disgregativistas” (favorables al desconocimiento y disolución de la unidad
de este reino, movimiento que tanto responde a las oposiciones de intereses contrapuestos entre virreinatos y provincias creados por la propia organización colonial, como también a algunas ambiciones políticas individuales).

No existen documentos que avalen la idea de que ya existía, al menos entre quienes fueron los actores más importantes de dichos sucesos, un anhelo de soberanía nacional absoluta. Si tal aspiración alentaba en la mente de alguno de sus dirigentes, como sí lo fue excepcionalmente el caso de Miranda (a cuya inspiración se deben los motines independentistas sofocados en 1805), ése no fue el espíritu predominante entre los voceros oficiales del movimiento juntista de 1810.

Las juntas de gobierno americanas que surgieron a partir de mayo de 1810, para su formal legitimación no hicieron uso de fórmulas revolucionarias surgidas de la Revolución Francesa ni de la Revolución Independentista de las colonias inglesas de la América del Norte, sino que se apegaron a viejas instituciones españolas y al derecho del españolísimo Francisco de Suárez quien, ya en 1613 había afirmado que el derecho de los príncipes no era divino y que, descansando en el pueblo el origen de toda soberanía, ésta retrovertía a él en caso de la desaparición del rey.

Efectivamente, ante la acefalía del trono de Castilla y ante la disolución de la Junta Central de Sevilla decretada por un Consejo de Regencia al que se consideraba falto de legitimidad para su soberanía, los cabildos hispanoamericanos – donde los peninsulares solían ser mayoría – fueron sustituidos en sus atribuciones, por cabildos abiertos cuyo funcionamiento excepcional también estaba previsto y fue en éstos donde las elites criollas lograron establecer supremacías que, muchas veces con el apoyo de las milicias urbanas locales, decidieron el cese de los gobernantes designados por la península y su sustitución por las Juntas de Gobierno instaladas a imitación de la Junta de Cádiz.

Toda la documentación oficial relacionada con los sucesos de mayo de 1810 se encarga de probar, por un lado, la falta de toda intención de obtener una soberanía absoluta del reino de Castilla, mientras que, por otra parte, manifiesta expresa y libremente, la ratificación de su lealtad a la figura de Fernando VII.

Ciertamente, toda la documentación histórica disponible muestra, inequívocamente, que en Hispanoamérica, en Mayo de 1810, no existió ninguna encubierta declaración de independencia, sino, por lo contrario, una clara manifestación de fidelidad a la figura de Fernando VII.

Todos los documentos oficiales hablan de una expresa lealtad a Fernando VII y, cualquiera haya sido el motivo de ello, esta perduró demasiado tiempo, como para adjudicar tal posición a una mera necesidad táctica, destinada a contemplar el hecho de que momentáneamente Inglaterra se había constituido en aliada de España.

Efectivamente, Inglaterra, eterna rival económica de España , en un principio había alentado en secreto los propósitos separatistas dirigidos por Miranda en 1805, pero ahora, aliada de España en oposición a Napoleón, se mostraba más propicia a sustituir la unión a España por una cierta ligazón de estas colonias a alguna corona real europea, que a fomentar la absoluta independencia política de estas colonias y, por otra parte, se oponía férreamente a cualquier posibilidad de que el conjunto de tales colonias españolas pasase a conformar una única entidad nacional republicana, a semejanza de lo ocurrido en sus excolonias en la América del Norte.

Debido a los planes de invasión de estas colonias, manifestado por Napoleón, los nuevos gobernantes americanos necesitaban, imperiosamente, aparte de una estable adhesión local, de un reconocimiento internacional por parte de una potencia que, como Inglaterra, podía convertirse en una aliada comercial que facilitara los créditos necesarios para el pertrechamiento militar de los ejércitos americanos.

Pero Inglaterra, vieja rival económica de España, apenas superado el peligro napoleónico, deshizo su transitoria alianza con España, pasando entonces a alentar más abiertamente los movimientos iniciados en mayo de 1810, a pesar de de que éstos se inclinasen ahora hacia su absoluta soberanía y hacia la forma republicana de gobierno, cosas ambas con las que, en un principio, poco había simpatizado.

El hecho de que los movimientos juntistas, jurantes de lealtad de Fernando VII, se transformasen progresivamente en movimientos independentistas no obedecen a una causalidad mecanicista sino que ello derivó de graves errores políticos cometidos por las Cortes Generales en setiembre de 1810.

En primer lugar, estas Cortes - integradas por un centenar de diputados – debíendo contar con la presencia de veintisiete diputados americanos, sesionaron con la presencia de uno solo de ellos, siendo los otros veintiséis, sustituidos por españoles peninsulares que, además, no habían sido elegidos por los pueblos americanos.

En segunda lugar, las Cortes se inclinaron por consentir la autoridad de la Regencia.

Y, en tercer lugar, su ley fundamental , de fecha 24 de setiembre de 1810, rompió con la organización de los reinos, establecida en 1519 por Carlos V, en virtud de la cual, América (Reino de Indias) quedaba separada del reino de España, aunque permaneciendo ambos reinos gobernados por el mismo monarca, el de Castilla . En efecto, al expresar en esa ley que “… los diputados que componen este Congreso representan la Nación española y se declaran legítimamente constituidos en Cortes generales y extraordinarias y que reside en ellas la soberanía nacional”, abrogándose una soberanía inexistente sobre el Reino de Indias – acéfala la Corona, la soberanía vuelve a los pueblos de América – declararon establecida la unidad de los dominios de España, en los dos hemisferios, en una sola y única Nación.

Algunos días después este concepto vuelve a ser legalmente ratificado por otra ley que declara el “inconcuso (libre de dudas y contradicciones –aclaración de Inocente) concepto de que los dominios españoles en ambos hemisferios forman una misma y sola nación”.

Estas disposiciones de las Cortes, violatorias de la ley fundamental del Reino de Indias de 1519 - considerada por los americanos como uno de sus derechos más esenciales – había establecido el que la concesión de estas tierras quedaba “limitada a los reyes don Fernando y doña Isabel, a sus descendientes y sucesores legítimos y no comprende a los peninsulares, ni a la Península”.

Estas actuaciones de las Cortes fueron decisivas para inclinar la balanza hacia el, hasta entonces, minoritario partido en pro de una independencia absoluta, se lograra ésta, en forma unida o desunida, siendo esto último lo que lo luego terminó sucediendo, rompiendo los moldes territoriales y organizativos vigentes, yéndose hacia un reajuste de las fronteras y límites establecidas en la creación de las antiguas capitanías y virreinatos, con regímenes decididos por los particulares intereses de cada nuevo estado emergente.

Fueron, pues, entonces, por un lado los sucesos europeos y, por otra parte, los avatares propios del proceso revolucionario – revolucionario, en tanto desconocedor de las autoridades constituidas en la península ocupada por las tropas napoleónicas, pero no en relación con la vinculación que este Reino de Indias seguía profesando con Fernando VII – y no sólo los efectos de la Revolución Independentista de las excolonias inglesas en la América del Norte y los de la Revolución Francesa, los que se encargaron de hacer germinar un deseo y de provocar la adquisición de conciencia en torno a las conveniencias que parecían derivar, casi mecánicamente, de la proclamación de una soberanía absoluta.

Efectivamente, aquel generalizado viento de lealtad a la Corona de Castilla, que se esparció por el Reino de Indias durante el año 1810, escapó a los controles de sus dirigentes y terminó provocando una tempestad política, económica y social que
derivó finalmente en una guerra por la independencia absoluta que significaría también la derrota de los partidarios del monarquisno y la instauración de regímenes republicanos representativos, amén de provocar la ruptura de la Monarquía nacional y dual de España y América, la fragmentación del anterior cuerpo político hispanoamericano en varios Estados, la quiebra del orden económico y social anteriormente vigente en beneficio de locales privilegiadas oligarquías patricias y, el pasaje de la dependencia económica de manos del imperio español a las del imperio británico.

Finalmente, es preciso recordar que, entre la proclamación de una independencia y el momento de su concreción, suele existir generalmente un lapso de tiempo ( a veces más breve a veces bastante extenso), y que, las primeras proclamas oficiales de independencia absoluta, con respecto a España, comenzaron a surgir recién, a partir de 1813, lográndose su obtención, mayoritariamente, hacia 1820.

El lapso de tiempo transcurrido entre 1810 y las respectivas oficiales proclamaciones de independencia de las antiguas colonias españolas en América, estuvo ocupado por un proceso de decantación ideológica, política y social, en que los actores que asumieron la responsabilidad de la conducción del proceso revolucionario, fueron marcando junto con la evolución de un sentimiento de lealtad a la Corona castellana y a la monarquía hacia uno de independencia y republicanismo, y de un absolutista centralismo metropolitano a un federalismo interprovincial más democrático, los distintos intereses económicos y sociales que representaron las sucesivas cúpulas políticas que se alternaron en los distintos gobiernos encargados de continuar, hacia nuevas metas, aquel proceso iniciado en 1810.

El movimiento juntista hispanoamericano de 1810, al que consideramos como revolucionario puesto que ello implicó un abierto y total desconocimiento a las autoridades designadas desde la península, para nada supuso el intento de obtener soberanías absolutas y, tal objetivo, precisó de la actuación de otros agentes políticos, que representaban objetivos totalmente distintos a los que preconizaban los dirigentes que alumbraron el movimiento mayo.

Quienes asumieron los gobiernos una vez concluida la lucha por la independencia política, cayeron en el imperdonable error de haber consentido el que las incipientes naciones quedaran bajo el dominio económico de otro imperio: el inglés.

Doscientos años después, nuestros pueblos sufren aún las consecuencias de vivir bajo el dominio de un imperio global, convertidos en sociedades telegobernadas por una elitocracia internacional, desde una metrópolis ubicada en los territorios del conjunto de los países centrales.

Inocencio de los llanos de Rochaltam.

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