miércoles, 26 de mayo de 2010

ACERCA DE LOS SUCESOS DE MAYO DE 1810




“La tea que dejo encendida,

nadie la podrá apagar".


Pedro Domingo Murillo
La Paz, enero 29 de 1810.



-LA REVOLUCION DE MAYO DE 1810-



En momentos en que se efectúan aprestos oficiales para conmemorar los doscientos años de la independencia que obtuvieron las colonias que integraban el español Reino de Indias, nos pareció necesario indagar un poco más a fondo, el contenido real de aquel movimiento que hace eclosión en mayo de 1810.

Como resultado de esa indagación constatamos, en aras de una estricta verdad histórica que, el movimiento juntista producido en las colonias integrantes del Reino de Indias, en el año 1810, si nos atenemos a los documentos oficiales producidos y suscritos por sus principales actores, de ellos no es posible deducir el que éstos se proponían proclamar una independencia política del Reino de Castilla – que era en quien descansaba la soberanía legal de estas colonias – sino que, la rebeldía proclamada, estaba dirigida contra las autoridades peninsulares que, en ausencia de Fernando VII se habían abrogado el derecho de pretender ejercer jurisdicción soberana sobre las posesiones castellanas en el continente americano.

Preservar la posesión territorial y la unidad política del Reino de Indias, para la Corona de Fernando VII (posesiones amenazadas de invasión y anexión por parte de Napoleón) fue el objetivo principal manifiestamente perseguido por los juntistas americanos de 1810.

Y, el argumento jurídico argüido para legitimar la designación de las autoridades locales, se basó, esencialmente, en el pensamiento suarizta, según el cual, la acefalía real devuelve al pueblo el usufructo de su soberanía particular.

Para ello dispusieron, además, del manifiesto proclama que, con fecha 28 de febrero de 1810, dirigió la propia Junta Suprema de Cádiz - constituida ella misma con igual fundamento jurídico – a “Los Pueblos de América” (provincias hermanas y remotas) exhortándolas a que: reconocieran su legitimidad; aceptaran la supremacía del
Consejo de Regencia; colaborasen con decisión para apoyar la lucha empeñada a favor de Fernando VII y contra Napoleón; y, finalmente, a constituir gobiernos populares representativos, tomando como modelo el de su propia formación.

Los acontecimientos producidos el 19 de abril en Caracas, el 22 de mayo en Cartagena de Indias, el 25 de mayo en Buenos Aires, el 20 de julio en Bogotá, el 18 de setiembre en Santiago de Chile y el 21 de setiembre de 1810 en Quito, donde los cabildos abiertos establecen juntas de gobierno que reemplazan a los gobernantes designados desde la metrópoli, representan el traslado al territorio americano de la confrontación interna que ya existía en España en torno a la lealtad o no al rey Fernando XVII, implicando ello, en estas latitudes, una verdadera lucha civil, llevada adelante en sus inicios, por los españoles americanos contra los españoles europeos.

Aprovechando la imposibilidad concreta de que la metrópoli pudiera enviar tropas para apoyar y defender a los insulares designados para gobernar sus colonias, esta
guerra civil desatada en España en paralelo con la lucha por su independencia, se traslada y extiende por todo el territorio hispanoamericano porque, en realidad, esta contienda entre partidarios de Fernando VII y partidarios de la Regencia, también permite exteriorizar la vieja rivalidad establecida entre los intereses económicos de los españoles americanos (criollos) y los de los españoles peninsulares y, asimismo, la resistencia a acatar tanto las disposiciones de los gobernantes designados por un Consejo de Regencia (catalogado de usurpador de las prerrogativas del rey), como las de los funcionarios venidos desde la península para controlar el comercio entre las colonias y Europa.

Esta es, en el Reino de Indias, una guerra civil desatada entre dos sectores integrantes de una misma elite urbana, representando, cada uno de ellos, intereses económicos opuestos.

Fue el sector criollo integrante de la elite urbana que dominaba las actividades en las capitales virreinales, el que encabezó estos movimientos, que, tras la bandera de la
lealtad a Fernando VII, perseguía dos objetivos esenciales, nunca oficialmente proclamados: desplazar a los españoles peninsulares de sus funciones estatales, e, instalar un sistema de comercio libre.

Esto no lo encontramos en ningún documento oficial, aunque sí lo hallamos en la propaganda oficial de algunos de sus líderes y, además, los hechos inmediatos derivados de la constitución de estas juntas de gobierno americanas, así lo atestiguan clara y oficialmente.

La unidad en el accionar de las élites criollas se estableció precisamente, no sólo por un sentimiento de lealtad a Fernando VII, sino también por una generalizada coincidencia en esas dos aspiraciones: sustitución de los funcionarios enviados desde la metrópolis por otros designados por los criollos y. el establecimiento del “comercio libre” cuyas ventajas propalaba Inglaterra.

Cada uno de estos bandos trató de obtener las adhesiones necesarias a los efectos de extender su influencia, y a estos efectos, las elites criollas estuvieron dispuestas a abrir a otros sectores una participación limitada en el poder, pero sin que ello implicara cambios políticos relevantes.

La necesidad de contar con otros apoyos internos, imprescindibles para extender la potestad jurídica de las nuevas autoridades a las restantes provincias, abrió el paso a sectores sociales que ascendieron en prestigio y relevancia política como consecuencia de su directa participación en los ejércitos revolucionarios: los terratenientes y los militares. Sectores que luego, en el momento del triunfo revolucionario, reclamaron su parte en el reparto de las posiciones económicas, sociales y políticas del nuevo poder.

El inmediatismo de las nuevas autoridades metropolitanas, empeñadas en obtener el reconocimiento de sus provincias, derivó muchas veces, en la justificada resistencia de aquellas provincias que vieron amenazado su propio derecho de establecer libremente sus autoridades, cuando se les quería imponer gobernantes en cuya elección no habían participado. Tal lo que les ocurrió claramente a las autoridades porteñas con respecto a Córdoba, Paraguay, Alto Perú y Banda Oriental, aunque en estos dos últimos casos, se adujeron motivaciones distintas.

Los documentos oficiales en torno al movimiento juntista americano en 1810 nos demuestran que allí donde existía desconfianza hacia el gobernante (caso del virrey Liniers en Bs. Aires), o donde éste había sido sustituido por el Consejo de Regencia, en forma que se consideraba ilegal, las juntas erigidas en 1810 consideraron que aquéllos carecían de legitimidad para ejercer el gobierno en estos lares.

Ahora bien, la sustitución de las autoridades designadas por la Regencia, presentaba a los indianos una disyuntiva en cuanto a cómo constituirse, una vez desvinculados de España, pero permaneciendo bajo el mando de Fernando VII. Se entendió que ello podía darse como un único reino integrado por todos los territorios de los antiguos virreinatos, o instituyéndose cada virreinato como reinos independientes entre sí.

Consecuentemente, ante estas dos posibilidades, se conformaron el partido de los “unitivistas” (partidarios del mantenimiento y fortalecimiento del Reino de Indias) y el de los “disgregativistas” (favorables al desconocimiento y disolución de la unidad
de este reino, movimiento que tanto responde a las oposiciones de intereses contrapuestos entre virreinatos y provincias creados por la propia organización colonial, como también a algunas ambiciones políticas individuales).

No existen documentos que avalen la idea de que ya existía, al menos entre quienes fueron los actores más importantes de dichos sucesos, un anhelo de soberanía nacional absoluta. Si tal aspiración alentaba en la mente de alguno de sus dirigentes, como sí lo fue excepcionalmente el caso de Miranda (a cuya inspiración se deben los motines independentistas sofocados en 1805), ése no fue el espíritu predominante entre los voceros oficiales del movimiento juntista de 1810.

Las juntas de gobierno americanas que surgieron a partir de mayo de 1810, para su formal legitimación no hicieron uso de fórmulas revolucionarias surgidas de la Revolución Francesa ni de la Revolución Independentista de las colonias inglesas de la América del Norte, sino que se apegaron a viejas instituciones españolas y al derecho del españolísimo Francisco de Suárez quien, ya en 1613 había afirmado que el derecho de los príncipes no era divino y que, descansando en el pueblo el origen de toda soberanía, ésta retrovertía a él en caso de la desaparición del rey.

Efectivamente, ante la acefalía del trono de Castilla y ante la disolución de la Junta Central de Sevilla decretada por un Consejo de Regencia al que se consideraba falto de legitimidad para su soberanía, los cabildos hispanoamericanos – donde los peninsulares solían ser mayoría – fueron sustituidos en sus atribuciones, por cabildos abiertos cuyo funcionamiento excepcional también estaba previsto y fue en éstos donde las elites criollas lograron establecer supremacías que, muchas veces con el apoyo de las milicias urbanas locales, decidieron el cese de los gobernantes designados por la península y su sustitución por las Juntas de Gobierno instaladas a imitación de la Junta de Cádiz.

Toda la documentación oficial relacionada con los sucesos de mayo de 1810 se encarga de probar, por un lado, la falta de toda intención de obtener una soberanía absoluta del reino de Castilla, mientras que, por otra parte, manifiesta expresa y libremente, la ratificación de su lealtad a la figura de Fernando VII.

Ciertamente, toda la documentación histórica disponible muestra, inequívocamente, que en Hispanoamérica, en Mayo de 1810, no existió ninguna encubierta declaración de independencia, sino, por lo contrario, una clara manifestación de fidelidad a la figura de Fernando VII.

Todos los documentos oficiales hablan de una expresa lealtad a Fernando VII y, cualquiera haya sido el motivo de ello, esta perduró demasiado tiempo, como para adjudicar tal posición a una mera necesidad táctica, destinada a contemplar el hecho de que momentáneamente Inglaterra se había constituido en aliada de España.

Efectivamente, Inglaterra, eterna rival económica de España , en un principio había alentado en secreto los propósitos separatistas dirigidos por Miranda en 1805, pero ahora, aliada de España en oposición a Napoleón, se mostraba más propicia a sustituir la unión a España por una cierta ligazón de estas colonias a alguna corona real europea, que a fomentar la absoluta independencia política de estas colonias y, por otra parte, se oponía férreamente a cualquier posibilidad de que el conjunto de tales colonias españolas pasase a conformar una única entidad nacional republicana, a semejanza de lo ocurrido en sus excolonias en la América del Norte.

Debido a los planes de invasión de estas colonias, manifestado por Napoleón, los nuevos gobernantes americanos necesitaban, imperiosamente, aparte de una estable adhesión local, de un reconocimiento internacional por parte de una potencia que, como Inglaterra, podía convertirse en una aliada comercial que facilitara los créditos necesarios para el pertrechamiento militar de los ejércitos americanos.

Pero Inglaterra, vieja rival económica de España, apenas superado el peligro napoleónico, deshizo su transitoria alianza con España, pasando entonces a alentar más abiertamente los movimientos iniciados en mayo de 1810, a pesar de de que éstos se inclinasen ahora hacia su absoluta soberanía y hacia la forma republicana de gobierno, cosas ambas con las que, en un principio, poco había simpatizado.

El hecho de que los movimientos juntistas, jurantes de lealtad de Fernando VII, se transformasen progresivamente en movimientos independentistas no obedecen a una causalidad mecanicista sino que ello derivó de graves errores políticos cometidos por las Cortes Generales en setiembre de 1810.

En primer lugar, estas Cortes - integradas por un centenar de diputados – debíendo contar con la presencia de veintisiete diputados americanos, sesionaron con la presencia de uno solo de ellos, siendo los otros veintiséis, sustituidos por españoles peninsulares que, además, no habían sido elegidos por los pueblos americanos.

En segunda lugar, las Cortes se inclinaron por consentir la autoridad de la Regencia.

Y, en tercer lugar, su ley fundamental , de fecha 24 de setiembre de 1810, rompió con la organización de los reinos, establecida en 1519 por Carlos V, en virtud de la cual, América (Reino de Indias) quedaba separada del reino de España, aunque permaneciendo ambos reinos gobernados por el mismo monarca, el de Castilla . En efecto, al expresar en esa ley que “… los diputados que componen este Congreso representan la Nación española y se declaran legítimamente constituidos en Cortes generales y extraordinarias y que reside en ellas la soberanía nacional”, abrogándose una soberanía inexistente sobre el Reino de Indias – acéfala la Corona, la soberanía vuelve a los pueblos de América – declararon establecida la unidad de los dominios de España, en los dos hemisferios, en una sola y única Nación.

Algunos días después este concepto vuelve a ser legalmente ratificado por otra ley que declara el “inconcuso (libre de dudas y contradicciones –aclaración de Inocente) concepto de que los dominios españoles en ambos hemisferios forman una misma y sola nación”.

Estas disposiciones de las Cortes, violatorias de la ley fundamental del Reino de Indias de 1519 - considerada por los americanos como uno de sus derechos más esenciales – había establecido el que la concesión de estas tierras quedaba “limitada a los reyes don Fernando y doña Isabel, a sus descendientes y sucesores legítimos y no comprende a los peninsulares, ni a la Península”.

Estas actuaciones de las Cortes fueron decisivas para inclinar la balanza hacia el, hasta entonces, minoritario partido en pro de una independencia absoluta, se lograra ésta, en forma unida o desunida, siendo esto último lo que lo luego terminó sucediendo, rompiendo los moldes territoriales y organizativos vigentes, yéndose hacia un reajuste de las fronteras y límites establecidas en la creación de las antiguas capitanías y virreinatos, con regímenes decididos por los particulares intereses de cada nuevo estado emergente.

Fueron, pues, entonces, por un lado los sucesos europeos y, por otra parte, los avatares propios del proceso revolucionario – revolucionario, en tanto desconocedor de las autoridades constituidas en la península ocupada por las tropas napoleónicas, pero no en relación con la vinculación que este Reino de Indias seguía profesando con Fernando VII – y no sólo los efectos de la Revolución Independentista de las excolonias inglesas en la América del Norte y los de la Revolución Francesa, los que se encargaron de hacer germinar un deseo y de provocar la adquisición de conciencia en torno a las conveniencias que parecían derivar, casi mecánicamente, de la proclamación de una soberanía absoluta.

Efectivamente, aquel generalizado viento de lealtad a la Corona de Castilla, que se esparció por el Reino de Indias durante el año 1810, escapó a los controles de sus dirigentes y terminó provocando una tempestad política, económica y social que
derivó finalmente en una guerra por la independencia absoluta que significaría también la derrota de los partidarios del monarquisno y la instauración de regímenes republicanos representativos, amén de provocar la ruptura de la Monarquía nacional y dual de España y América, la fragmentación del anterior cuerpo político hispanoamericano en varios Estados, la quiebra del orden económico y social anteriormente vigente en beneficio de locales privilegiadas oligarquías patricias y, el pasaje de la dependencia económica de manos del imperio español a las del imperio británico.

Finalmente, es preciso recordar que, entre la proclamación de una independencia y el momento de su concreción, suele existir generalmente un lapso de tiempo ( a veces más breve a veces bastante extenso), y que, las primeras proclamas oficiales de independencia absoluta, con respecto a España, comenzaron a surgir recién, a partir de 1813, lográndose su obtención, mayoritariamente, hacia 1820.

El lapso de tiempo transcurrido entre 1810 y las respectivas oficiales proclamaciones de independencia de las antiguas colonias españolas en América, estuvo ocupado por un proceso de decantación ideológica, política y social, en que los actores que asumieron la responsabilidad de la conducción del proceso revolucionario, fueron marcando junto con la evolución de un sentimiento de lealtad a la Corona castellana y a la monarquía hacia uno de independencia y republicanismo, y de un absolutista centralismo metropolitano a un federalismo interprovincial más democrático, los distintos intereses económicos y sociales que representaron las sucesivas cúpulas políticas que se alternaron en los distintos gobiernos encargados de continuar, hacia nuevas metas, aquel proceso iniciado en 1810.

El movimiento juntista hispanoamericano de 1810, al que consideramos como revolucionario puesto que ello implicó un abierto y total desconocimiento a las autoridades designadas desde la península, para nada supuso el intento de obtener soberanías absolutas y, tal objetivo, precisó de la actuación de otros agentes políticos, que representaban objetivos totalmente distintos a los que preconizaban los dirigentes que alumbraron el movimiento mayo.

Quienes asumieron los gobiernos una vez concluida la lucha por la independencia política, cayeron en el imperdonable error de haber consentido el que las incipientes naciones quedaran bajo el dominio económico de otro imperio: el inglés.

Doscientos años después, nuestros pueblos sufren aún las consecuencias de vivir bajo el dominio de un imperio global, convertidos en sociedades telegobernadas por una elitocracia internacional, desde una metrópolis ubicada en los territorios del conjunto de los países centrales.

Inocencio de los llanos de Rochaltam.

domingo, 16 de mayo de 2010

LA DEMOCRACIA JAQUEADA





LA ELITOCRACIA O EL PODER DE LAS ÉLITES




Instinto y razón, impulso y pensamiento, necedad e inteligencia, ignorancia y conocimiento, torpeza y habilidad, maldad y bondad, egoísmo y generosidad, individualismo y solidaridad, codicia y respeto, ambición y mesura, diferencia e igualdad, opresión y libertad, odio y amor, guerra y paz, son algunos de los más importantes polos opuestos que dinamizan la actividad del ser humano.

Toda la sociedad humana no es sino el resultado del choque entre esos diferentes factores que, emanados en diversos orígenes y, en busca de fines distintos, no aseguran, a priori, ni omnipotencias ni absolutas primacías.

Todo ser humano nace llevando en su interior un igual potencial de mal y de bien.

Está fundamentalmente en nuestra propia voluntad el decidir cada opción: el árbol a plantar, el fruto a recolectar, la pieza a cazar, el pez a pescar, el instrumento a idear, el terreno a cultivar, el grano a cosechar, el producto a fabricar, la materia a estudiar, la vivienda que nos ha de cobijar, la pareja que nos ha de acompañar, los hijos a criar, la educación a impartir, la estrofa a entonar, la música a escuchar, la danza a bailar, el deporte a practicar, el libro a escribir, en resumen, cada una de las actividades que acometemos y cada una de las metas que nos proponemos alcanzar.

Así como cada ser humano es el principal responsable de su particular destino, cada sociedad – así ha sucedido mayoritariamente por lo menos en los últimos dos mil quinientos años – ha resultado ser responsabilidad de esa minoría dominante, erigida en su “dueña”, la conformación de las sociedades humanas.

Estas clases sociales, numéricamente minoritarias, que se hicieron del poder económico, político, militar y cultural de las sociedades de sus respectivas épocas han sido y son, en definitiva, las principales responsables del modelo de sociedad que construyeron para defender sus intereses, de acuerdo con su real saber, entender y querer.

A lo largo de la historia podemos detectar cómo la diversidad de elementos positivos y negativos que caracterizan la vida del ser humano - la del conjunto y la de cada uno de ellos - así como la característica imprevisibilidad de la conducta humana, han hecho fracasar los mejores proyectos destinados a impedir el que un número minoritario de sus integrantes pudiera establecer cualquier tipo de dominio sobre la mayoría de los componentes de dicha sociedad.

Constatamos así que, todos los modelos democráticos ensayados hasta hora han tenido que afrontar el idéntico peligro inminente a que está expuesta toda sociedad humana: el que una pequeña minoría, a través de su habilidad, su astucia o su fuerza, culmine imponiendo su dominio sobre el resto de esa sociedad.

Ahora bien, quienes categorizan a un gobierno de ser menos o más democrático – hay quienes afirman que los hay plenamente democráticos – deberían comenzar por definir qué es lo que entienden por democracia y cuáles son los parámetros utilizados para efectuar tal calificación.

Así, por ejemplo, hay quienes afirman que “votar es gobernar”; en consecuencia, efectuar periódicamente elecciones ya es sinónimo de democracia.

El término democracia (demos-kratos=pueblo-gobierno), fue introducido por los griegos para referirse al sistema político instalado en Atenas, en el que el gobierno era ejercido directamente a través de la soberana “Asamblea del pueblo” de la que no podían participar todos sus habitantes sino solamente aquellos hombres libres que poseían determinado capital. Era un gobierno de muchos, pero no, un gobierno de todos; dicho sistema perduró desde el año 510 hasta el año 332 antes de Cristo.

El término república (res-publica=cosa pública), por otra parte, aparece en la historia tanto para referirse a ese mismo sistema existente en algunas ciudades griegas, como para el sistema de gobierno instalado brevemente en Roma hacia el año 510 (a.C) cuando a la caída de la monarquía etrusca le sucedió una república popular, que terminó siendo sustituida, algún tiempo después, por el gobierno de la aristocracia romana.

Herodoto, fundador de la historiografía crítica, ya distinguía entre las distintas formas de gobierno que habían existido.

Pericles, (495 a 429 a.-c.), estratega y político griego, fue actor importante en la “democratización” del gobierno ateniense, habiendo propiciado en su momento la defensa de la libertad de opinión y la necesidad de la igualdad de las leyes.

Platón, (428 a 347 a.C.), escritor y uno de los más importantes filósofos de la época, autor, entre otras obras, de “La República”, se constituyó en un crítico acerbo del modelo de democracia ateniense, entendiendo que ella se había convertido en el reino de los sofistas, pero también criticó los distintos modelos de gobierno que se habían ensayado hasta entonces.
Postuló, en cambio, la conveniencia de un gobierno ejercido por una minoría integrada por los hombres más sabios, para quienes el gobernar constituía, más un deber, que un derecho. Para este autor, unos hombres están hechos para regir y otros para gobernar.
Para Platón, las virtudes morales, son en definitiva, la que deben regir el alma de los gobernantes, evitando que se desvíen y queden sometidos a bajas pasiones (como la ambición y/o la intriga) que los lleven a ser malos gobernantes. Para Platón “El gobierno será perfecto cuando en él aparezca la virtud de cada individuo, es decir, cuando sea fuerte, prudente y justo”.

Aristóteles, (384 a 322 a.C.), discípulo de Platón, definió a la democracia como “el poder de gobernar detentado y ejercido por el pueblo”, entendiendo por pueblo al cuerpo de ciudadanos libres nacidos dentro de los límites del Estado”. Su crítica a la democracia fue más moderada que la de su maestro, al sostener que la democracia era un régimen de gobierno popular regulado por leyes atendiendo al bien común, aunque demasiado expuesto a desviarse hacia una demagogia que precisamente termina aniquilando dicho bien común.
Para él no sólo importaba la cantidad de los gobernantes, sino también, en igual medida, la calidad de los mismos, reclamando de éstos su cualidad de sabios racionales y el apego a la moral, a la virtud.
En su “politeia”, plantea que el deber del estado consiste en “formar ciudadanos en la virtud” reivindicando, al igual que Platón, el rol fundamental de la educación en esa tarea de formación.
Definió a la democracia (“gobierno de los pobres” en oposición a la oligarquía, “gobierno de los ricos”) como: “El poder de gobernar detentado y ejercido por el pueblo”. Entendió que el error de la oligarquía consistía en hacer de la desigualdad un principio general y, el de la democracia, el establecer una tendencia hacia la igualdad absoluta.

Debemos tener presente que estas opiniones sobre las distintas formas de gobierno fueron formuladas sobre el análisis de las experiencias del pasado inmediato que ambos conocían. Por eso es que, por ejemplo, al hablar de democracia Aristóteles rescata de ella valores positivos: “… es cierto que son esenciales a toda democracia la libertad y la igualdad, cuanto más completa sea esta igualdad de derechos más existirá la democracia en toda su pureza…”. Pero ese rescate parcial de las ventajas de la democracia no fue óbice para que terminara considerándola como una forma desviada de gobierno, entendiendo que el gobierno del pueblo propendía únicamente al bien de las clases bajas y no al bien común. Por ello es que finalizó proponiendo, como modelo recto de gobierno, un régimen misto donde las instituciones inferiores fueran democráticas, aristocrática la minoría directora y, monárquico el poder supremo.

En conclusión, tanto Platón como Aristóteles, culminaron proponiendo gobiernos elitistas y convirtiendo a la democracia en una mala palabra que no osó usarse durante casi 200 años, habiendo sido sustituida por el término república, que significa algo bastante distinto a democracia, al menos, en el lenguaje de la modernidad.

Según se narra en los “Evangelios” en cierta circunstancia en la cual los fariseos pusieron a prueba a Cristo, al preguntarle sobre si los judíos debían obedecer a la ley mosaica o a la del César (Judea estaba bajo dominio romano), aquél les respondió:”Dad al César lo que es César y a Dios lo que es de Dios”.
Contraviniendo tal juicio, en el siglo primero de la era cristiana, siendo Nerón Emperador de Roma, Pablo de Tarso, que se proclamaba apóstol de Cristo, fue quien reintrodujo la idea dominante en los reinos de la Antigüedad, afirmando que sólo “Dios es el origen de toda autoridad” y, que, por lo tanto, “…quien se resiste al poder del gobernante se resiste al poder de Dios”, y, con tal fundamento, a partir de que el catolicismo fue reconocido como la religión oficial del imperio romano, el poder de los reyes y emperadores estuvo vinculado a su legitimación por el poder eclesiástico .

Este pensamiento que se fue afirmando durante la Edad Media y que culminó después desembocando en el absolutismo monárquico, recién encontró cuestionadores de tal soberanía, cuando dieron frutos las ideas renacentistas.

No obstante el despotismo ideológico que caracterizó a la Edad Media, nos encontramos con dos religiosos que, en sus aportes filosóficos referidos a la teoría política, se atrevieron a alzar voces discrepantes.

Así, el franciscano Guillermo de Ockham (1280/88-1349), importante filósofo inglés, considerado precursor de la filosofía y epistemología moderna, efectuó en sus obras dos contribuciones fundamentales relativas al origen de la soberanía de los gobernantes al afirmar, primero, que el poder de los príncipes viene de Dios, pero a través de los hombres y, segundo, que los hombres tienen derecho a modificar la potestad del príncipe. De esta forma se adelantó a establecer la necesidad de que lo religioso estuviese separado de lo secular.

Posteriormente, Francisco Suárez (1548-1617), jesuita español, teórico de una escolástica remozada, se atrevió a cuestionar las afirmaciones de Pablo de Tarso que habían sido avaladas por el tomismo dominante, afirmando que si bien el poder de gobernar había venido directamente de Dios, éste lo había depositado originalmente en la comunidad y no en el príncipe, por lo que, en realidad, el natural sujeto primigenio de toda autoridad era exclusivamente el pueblo.

Por esos mismos años, Jean Bodín (1529/30-1596), pensador francés, hijo de una rica familia burguesa, efectuó otros importantes aportes a la teoría del origen del Estado.
Como según él, Dios no era sino un fundamento indirecto del Estado, éste no podía estar determinado por la Iglesia - aunque sí debía respetarla - sino que debía surgir de un acuerdo entre los hombres.
Este autor sostuvo que el origen de la autoridad radicaba en un pacto que se da entre las diversas familias que componen la elite de la sociedad, para determinar la forma de autoridad más adecuada a una sociedad dada, entendiendo, por lo tanto, que el poder político debía ser el resultado de ese pacto, concretado el cual, la persona que detentara la autoridad, debía tener todo el poder y ser obedecida por todos, ya que, sólo a través de una autoridad fuerte se era capaz de asegurar el orden, la seguridad y la prosperidad económica de una nación. Pero, si tal soberano no respetaba las leyes divinas, la Iglesia y el bien de la sociedad, resultaba legítimo el desobedecerlo.
Aquí se inicia la fundamentación del pacto como origen legitimador de la autoridad, del necesario poder absolutista del monarca, y también, del derecho a la desobediencia en determinadas circunstancias, a la vez que se adjudica a una elite el poder de designar al gobernante.

Las ideas democratizadoras recién fueron retomadas con fuerza, hacia finales del siglo XVII cuando, como corolario del Renacimiento humanista, comienza a hacerse sentir la influencia del racionalismo. Pensadores como Hobbes, Althussius, Spinoza, Locke, Montesquieu, Voltaire y Rousseau, se encargaron de enriquecer aquellas reflexiones sobre el origen de la soberanía y el ejercicio de la potestad de legislar y gobernar.

Uno de los emprendimientos derivados del Renacimiento humanista fue la revisión del derecho romano, tarea que se produce en circunstancias de que se están delineando los nuevos Estados Nacionales consolidados en el siglo XVI.
Estos estados modernos, van concentrando aquella soberanía dispersa que caracterizó a los gobiernos feudales. El poder de los nobles y el de algunas ciudades que gozaban de fueros propios, va siendo asumido por el nuevo estado, casi siempre monárquico, encargado de defender las fronteras territoriales, elaborar las leyes, impartir justicia, imponer y cobrar los impuestos necesarios para solventar una administración centralizada cada vez más compleja y burocrática, así como para financiar el costo de un ejército que dependiente del poder central comienza a profesionalizarse.

En ese contexto surgieron reformadores protestantes, como Lutero y Calvino, que, aunque contrarios al papado, siguieron justificando una relación entre la religión y el poder de los reyes, aunque éste procediera de una decisión de los hombres, en tanto que otros planteos, también religiosos, como en el caso de los jesuitas católicos y los protestantes hugonotes, rechazaron el poder absoluto. Finalmente, otros filósofos, en una actitud más racionalista, acuñaron un pensamiento más novedoso, justificando un poder fuerte y centralizado en base a argumentos de utilidad y practicidad.

Los siglos XVI y XVII, en medio de las guerras religiosas que sacudieron a Europa, propiciaron un clima más favorable para acentuar un creciente debate en torno a la libertad frente a Dios, a la Naturaleza y al poder del estado, produciéndose una renovación de las ideas filosóficas; ello culminó en el siglo XVIII, alumbrando el reclamo de una libertad necesaria para la obtención de la felicidad individual, entendida ésta, no como algo subjetivo, sino precisada objetivamente como el estado espiritual resultante del logro de la plena realización personal, consecuencia del propio esfuerzo de desenvolverse en un ambiente propicio al completo desarrollo de todas las potencialidades individuales, en todos los órdenes de la vida, resultado que sólo era posible en un sistema político donde existiera una verdadera libertad personal que lo habilitara y asegurara.

A partir de ese momento, determinados derechos de los hombres, comenzaron a ser percibidos desde una base totalmente racional como un conjunto de principios amparados en normas de derecho natural (iusnaturalismo), destinado a hacer posible una convivencia humana pacífica.
Los autores contractualistas, tomaron como punto de inicio de la fundamentación de su pensamiento, un estado de naturaleza transformado a través de un acuerdo, pacto, o contrato, ajeno a toda voluntad divina y realizado entre los hombres para transformar sus comunidades en una sociedad civil o política, organizada en torno a una forma de gobierno - encargado de elaborar normas o leyes que no podían contradecir los derechos naturales - con el exclusivo objeto de asegurar la paz, la libertad, la propiedad y el bienestar.

El pensamiento de Locke surgió en una Inglaterra convulsionada por una revolución filosófica que, a posteriori de los descubrimientos científicos de Newton, enfrentando el racionalismo clásico e innatista postulado por Descartes, con un empirismo surgido de los aportes teóricos de Bacon y Hobbes, cuya formulación fue finalmente sistematizado por el mismo Locke, fundador del empirismo anglo-sajón y padre del liberalismo político. Sus postulados encontraron una aplicación práctica, tras los acontecimientos políticos de 1649 y 1688 que culminaron en un sistema de gobierno político liberal, que abolió el absolutismo y estableció un régimen parlamentarista e instauró la división de los poderes del Estado.
Para Locke, la tendencia de los hombres a hacerse justicia por mano propia, favorece un estado de guerra que destruye el estado de naturaleza, caracterizado por la paz, la benevolencia y ayuda mutua, viola la ley fundamental de naturaleza - entendida como manifestación de la voluntad de Dios – según la cual nadie debe dañar a otros en su vida, su salud, su libertad y sus bienes legítimamente adquiridos a través del trabajo.
Desatado el estado de guerra de todos contra todos éste sólo puede ser detenido a través del por político. Por lo tanto, a los hombres dotados naturalmente de la razón y la libertad, les asiste, también por ley natural, el derecho de imponer a los demás el cumplimiento de la ley natural primera, y esto se concreta en la institución del Estado, a través de un pacto social.
Instaurar el Estado supone establecer "… un juez terrenal con autoridad para decidir todas las controversias…y, dicho juez es legislatura…".
Al establecer que el pueblo depositaba su la soberanía en el Parlamento, este autor se alzó contra el absolutismo, precisando que “…la monarquía absoluta,…, es, ciertamente, incompatible con la sociedad civil, y excluye todo tipo de gobierno civil. Pues el fin que dirige la sociedad civil es evitar y remediar esos inconvenientes del estado de naturaleza que necesariamente se siguen del hecho de que el hombre sea juez de su propia causa.”
Para Locke “La comunidad viene a ser un árbitro que decide según normas y reglas establecidas, imparciales y aplicables a todos por igual, y administrada por hombres a quienes la comunidad ha dado autoridad para ejecutarlas.” Para él, el poder del Estado consiste en el legítimo primer “derecho a hacer leyes”… y, un segundo derecho, el de ”…hacer la guerra y la paz. Y ambos poderes están encaminados a la preservación de la propiedad de todos los miembros de esa sociedad, hasta donde sea posible.”
Si el propósito fundamental del establecimiento de una sociedad civil es la salvaguarda de la propiedad”, y,en tal propiedad de los bienes poseídos Locke incluye la vida y la libertad aparte de las posesiones físicas, “el organismo que regule como salvaguardarla constituirá el organismo más importante de la misma.”
Locke puso un énfasis muy especial en esto: “…no hay ni puede subsistir sociedad política alguna sin tener en sí misma el poder de proteger la propiedad”, añadiendo que era precisamente, para salvaguardar con mayor consistencia la propiedad, el que los hombres libres, los propietarios, habían acordado asociarse en una sociedad civil, y para ello habían renunciado a su propia defensa y al poder de castigar los delitos contra la ley natural.
Entendió_Locke, por tanto, que tal sociedad política había surgido de un pacto entre propietarios y, en consecuencia, el poder de legislar debía estar en poder de los propietarios, y de tal calidad derivaba el derecho a elegir gobernantes y a ser gobernante.
De esta manera frente a la minúscula élite intelectual que acompañaba a los déspotas ilustrados, Locke opuso el peso de un sector numéricamente algo superior, la de los “propietarios ilustrados” a quienes concedió la legitimación de ejercer el poder de gobernar. Pero, este autor, también admitía la continuidad del rey, como símbolo de unidad nacional.

Kant en Alemania y Montesquieu en Francia se encargaron de divulgar las teorías lockeanas.

Se inicia, pues, a fines del siglo XVII, uno de los períodos más prolíferos en materia filosófica a través de “La Ilustración”, cuyo fruto más trascendente fue en Europa, la Revolución Francesa. Tanto ésta, como la Revolución Independista de las Colonias Inglesas en la América del Norte, se constituyeron en los acontecimientos que provocaron las más amplias repercusiones político-filosóficas tanto en el territorio europeo como en el americano.

Puede decirse que la Gloriosa Revolución de Inglaterra inició la producción de un pensamiento ilustrado que, para nada debe confundirse, con el espíritu del despotismo ilustrado, puesto que aquélla, precisamente consistió en una reacción contra éste.
La Ilustración transmitió y popularizó las ideas de Bacon y Descartes, de Bayle y Spinoza y, más especialmente, las de Newton y Locke, trasmitiendo la filosofía de la ley natural y del derecho natural. Fue una especie de fe - casi religiosa - en que el paso del tiempo se encargaba de mejorar las condiciones de vida, de que cada generación contribuía con su labor a una vida mejor para sus sucesores, y de que toda la humanidad participaría por igual de dichos beneficios.
El progreso social se convirtió en la idea dominante que daba sentido al desenvolvimiento de la sociedad humana, por lo que, ser útil a ella, se convirtió en la prioridad número uno, y se entendió que, el Estado, era el más importante instrumento de tal progreso.
Pero, si hay un concepto que expresa clara y unánimemente el sentido de la Ilustración - pese a la diversidad de corrientes involucrados en tal fenómeno - ese fue el concepto de Razón, la que, privada eso sí de todo carácter de innato, se forma y perfecciona, llegando a confundirla con esa actividad que, operando sobre los datos percibidos por los sentidos, es capaz de organizarlos y estructurarlos.
Es una razón idéntica en todos los hombres, autónoma y autosuficiente, capaz: de prescindir de la tutela de la tradición y de la autoridad; de perfeccionar las ciencias y las artes; y, de producir la comodidad y el bienestar del ser humano.
La luz de una libertad tolerante se abría paso para destruir la intolerancia y el fanatismo propios del oscurantismo que había predominado en la Edad Media.
El escepticismo y el antidogmatismo en la religión, el liberalismo y antiautoritarismo en lo político y, la confianza en el progreso de la humanidad se alzaron con vigor, frente a los postulados del Antiguo Régimen.

Voltaire, Montesquieu, Diderot, D´Alembert y Rousseau, hombres cultos, informados en las distintas artes y ciencias, libres de prejuicios y, a su vez, tolerantes, se nos presentan como los típicos ejemplares del filósofo francés ilustrado.
“La Enciclopedia Francesa” se encargó de concretar el espíritu pedagógico, laico y universal que animó a La Ilustración, a los efectos de cumplir su principal objetivo: la difusión del saber y la creación del nuevo tipo de hombre: el hombre libre y crítico.
Todo el pensamiento de esta época estaba relacionado, de alguna forma, con el problema de la libertad, por ello el rol educador asumido por “La Ilustración” implicó un abierto enfrentamiento con las ideas, los valores y las instituciones tradicionales.

Pero, las preocupaciones de los filósofos ilustrados, eran bastante dispares.

Montesquieu, muy influenciado por Locke y, admirador del sistema parlamentario inglés, centraba su interés en la libertad política práctica, por lo que trató de establecer las mejores garantías contra el absolutismo monárquico que reinaba en Francia.

Voltaire, que no era ni liberal ni demócrata, era partidario de un gobierno fuerte e ilustrado, convencido como estaba de que sólo unos pocos hombres podían llegar a ser ilustrados, prefería renunciar a la libertad política a cambio de que fuese garantida la libertad intelectual que era lo que a él más le interesaba.

Rousseau, sin duda alguna, precursor del romanticismo europeo, fue quien infundió sentimientos a las ideas y tareas de La Ilustración.
Para él la libertad consistía en fundirse voluntariamente con la naturaleza y nuestros iguales, por lo que pretendió que los hombres se liberasen de los artificios civilizatorios y de las presiones que la sociedad ejercía sobre ellos.
Para este autor la Voluntad General de la sociedad era el verdadero poder soberano de la sociedad; soberanía “absoluta”, “sagrada” e “inviolable” que no estaba determinada precisamente por el voto de una mayoría, puesto que lo que para él, lo que generalizaba la voluntad, no era el peso del número de las voces sino el “común interés que les une”.
De ahí que subrayase la necesidad de la igualdad de afectos, es decir, la común posesión de un mismo sentido de pertenencia a una comunidad, de compañerismo (fraternidad), de ciudadanía responsable y de íntima participación en los asuntos públicos.
Rousseau, que había sostenido que "los hombres nacen buenos pero son pervertidos por la sociedad", desconfiaba de la probidad y de la lealtad que podían demostrar y mantener los representantes y, por ello, para su modelo de república democrática, preconizó la democracia directa, pese a las dificultades ya existentes en su época, para poderla instrumentar eficazmente.
Este autor, fue quien a través de sus novelas “educativas” ("Julia o la nueva Eloísa" y "Emilio o la educación"), más contribuyó en el cumplimiento de los dos objetivos de La Ilustración.

Por otra parte, en plena Revolución Francesa, Francois Noël Babeuf, también conocido por “Gracchus”, teórico de la “República Igualitaria” también advirtió que, la desigualdad económica anularía la igualdad jurídica que derivaba del voto universal, en un sistema representativo.

Fue entonces, a partir del “Siglo de las luces”, el que los filósofos occidentales definieron a la democracia como el sistema gubernamental en que “la elección y control del gobierno radica en el cuerpo ciudadano, es decir, en la nación”, entendiendo por nación al cuerpo electoral.

Pero, finalmente, los procesos revolucionarios pro-democráticos triunfantes, estuvieron más influidos por el pensamiento de Locke, Montesquieu y Voltaire que por el de Rousseau, de ahí que en aquella época los cuerpos electorales no revistieron el carácter universalista que predomina en la actualidad, luego de las luchas sociales del siglo XX.
Por lo contario, los cuerpos electorales durante el siglo XVIII, XIX y parte del XX, estuvieron constituidoa, a través de constituciones censatarias, por integrantes selectos, es decir, por una elite compuesta por aquellos ciudadanos que, como resultado de poseer determinado capital material, estaban obligados a pagar ciertos impuestos y, de esta calificación ciudadana, se extraía la capacidad de ser, o no ser, elector y/o elegible.

Pero las ideas que sirven a un sistema productivo-económico, no responden a una cuestión meramente moral, sino que deben funcionar como apuntaladotas de dicho sistema, por lo que, en definitiva, todo el desarrollo intelectual de La Ilustración estuvo apuntalado, financiera y políticamente, por la clase social, la burguesía, cuya mayor importancia económica no era respetado por un régimen feudal que estaba productivamente agotado.
La participación en el proceso revolucionario de los otros estamentos sociales que por entonces constituían el tercer estado, sólo fueron tolerados en tanto su apoyo resultó imprescindible para derrotar al Anciano Régimen.

El intento ocurrido en las primeras etapas de la Revolución Francesa, tendiente a implantar el voto universal con el fin de asegurar la efectiva participación del conjunto de los sectores populares fracasó, consolidándose la instauración del sistema censatario, el que excluyó totalmente a la mayoría de la población de toda capacidad de incidir directamente sobre cualquier decisión gubernamental.

Triunfante, entonces, un sistema de gobierno basado fundamentalmente en los principios sostenidos por Locke, Montesquieu y Voltaire, el poder devino legalmente al estamento social de los propietarios ilustrados, y sobre esta base fue que tanto en Europa como en América, todas las constituciones (contratos sociales o cartas magnas) juradas, se encargaron de establecer la presunta legitimidad de aquellos gobernantes, asegurando a dicho estamento social (numéricamente minoritario frente al conjunto de las demás clases sociales) la calidad de únicos electores y elegibles, por lo que, el proceso inicialmente democratizador, sólo terminó incubando una verdadera burgocracia que se encargó de amputar toda real posibilidad de democratizar al conjunto total de la sociedad.

Tal cierre legal a toda participación popular en la designación de los gobernantes y la parcialidad elitista de éstos, convirtieron el proyecto original de democracia en una mera burgocracia, y, esta situación, unida a los problemas económicos de entonces, alentó los procesos de revoluciones sociales que sacudieron a Europa durante el siglos XIX y parte del XX y la posterior aparición de los regímenes totalitarios de distinto índole que pretendieron sustituir la voluntad del soberano.

Burlado el concepto de la primacía de la soberanía popular (entendido el pueblo, como el conjunto de los habitantes de un país) y la necesidad de que los gobernantes debían obrar para el bien común de la nación (a cuyos efectos la legitimidad original de la autoridad debía estar enlazada con una acción gubernamental también legitimante), el proceso democratizador culminó desembocando en una fase degenerativa, llevada adelante por una elite económica que se enquistó en el poder político, fagocitando la esencia substancial de un sistema verdaderamente democrático, privando de todo sentido y eficacia a las garantías
establecidas en un pacto social que obligadamente necesitaba de la íntima ligazón entre cada uno de todos los miembros de la sociedad con el conjunto de ella y a ésta con cada uno de sus integrantes, única modalidad que aseguraba, armoniosa y equilibradamente, el bien colectivo y el individual.

Sobre la base de ese pacto era que se entendió que el cuerpo ciudadano – naturalmente impedido de vivir en permanente estado de asamblea popular, tanto por el crecido número de habitantes, como por la extensión de su circunscripción geográfica y la diversidad de las tareas que debían cumplirse cotidianamente – acordaba trasladar, y sólo transitoriamente, una parte de sus tareas soberanas al “principal” electo para legislar, ejecutar y judiciar, en el entendido de que el designado para ello, asumía su rol con el compromiso de sólo accionar con el objetivo de lograr el bien común, es decir, el bien de todos, sin que ello implicara concesiones de privilegios para individuos o grupos sociales, por lo que, con tal finalidad, el pueblo retenía exclusivamente para sí, el soberano resorte de revocación que le permitía, en caso de que la actuación del principal resultara contraria a dicho bien común, proceder a su sustitución en el momento que pueblo lo considerase oportuno.

Consecuencia de que la práctica anuló la teoría, es que nuestras actuales presuntas democracias, en realidad, no lo son. El proyecto democrático fue sustituido primero por la burgocracia y luego por la elitocracia actual.

En los actuales autodefinidos gobiernos democráticos, la participación del cuerpo ciudadano ha quedado limitada a su intervención en un proceso electoral pluripartidista, calificado de libre sin que tal calidad esté clara y precisamente establecida.

Por otra parte, como resultado de la falta de un instrumento legal (a ser ejercido directamente por el pueblo), destinado a ejercer un control permanente sobre los representantes electos y sus acciones gubernamentales, las iniquidades sociales heredadas de regímenes políticos y/o modelos productivo-económicos anteriores no sólo no han sido eliminadas sino que, en la mayoría de los casos, éstas se han incrementado, es decir, se ha reducido comparativamente el número de los dominadores y se ha incrementado el dominio de éstos.

A nuestro modesto y leal saber y entender, el mantenimiento y/o el incremento de las desigualdades en una sociedad determinada demuestra que ella no está democráticamente gobernada, porque, desde el punto de vista de la razón pura, no resulta lógico entender que la mayoría de los electores vota, conciente y libremente, por aquellos representantes que saben que los van a traicionar o por proyectos de gobierno que saben que no apuntan a solucionar sus problemas más significativos.

¿Cuándo, cómo y porqué el pueblo quedó impedido de asumir la soberanía del poder político?

En el transcurso de las grandes revoluciones pro-democráticas de los siglos XVII, XVIII y XIX, aparecieron determinadas elites (vinculadas al saber y a la economía) que, representando intereses opuestos a los de la mayoría de la población, lograron hacerse del poder político, por medio de la astucia, el engaño o la fuerza, impidiéndole al pueblo el ejercicio de su rol de principal magistrado, pretendiendo gobernar para el pueblo, pero, sin el pueblo.

Efectivamente, fue en el transcurso de los procesos llevados adelante por la Revolución Gloriosa, la Revolución Independista de las Colonias Inglesas en la América del Norte y la Revolución Francesa, que fueron surgiendo elites integrantes de los sectores productivos que se apropiaron de las cúspides de mando de las fuerzas armadas, y de los partidos políticos, para a través de éstos lograr apropiarse de las instituciones encargadas de gobernar y de dictar las nuevas constituciones.

Lo mismo sucedió durante el proceso independentista operado en las colonias españolas de su Reino de Indias durante el siglo XIX, y, un fenómeno similar se detecta también en el transcurso de la descolonización operada en Asia y África a posteriori de la Segunda Guerra Mundial.

Todas estas elites no se distinguen por estar integradas por personas poseedoras de una capacidad intelectual superlativa, ni por poseer sangre nobiliaria, ni por estar inspirados o iluminados por alguna todopoderosa divinidad.

¡No! Los integrantes de esta aristocracia elitista, electos por cooptación, sólo se caracterizan y distinguen por: su indeclinable adhesión afectiva a ella; por poseer una gran cohesión capacitante para el efectivo accionar común; y, por un cerrado espíritu de equipo.

Finalizada la mal denominada “Guerra fría”, la elitización de la clase gobernante quedó rápidamente globalizada.

Un primer paso caracterizó el accionar común de todas estas élites.
A contrapelo de los postulados de La Ilustración y, en especial, a la importancia benéfica que Rousseau le había asignado al papel de la educación (o tal vez conscientes del peligro que ello entrañaba para sus intereses), todas ellas se encargaron de imponer un criterio de discriminación cultural, afirmando que la mayoría de los sectores populares, si bien habían constituido un aporte importante al triunfo de los procesos revolucionarios, carecían de los conocimientos, la información, la motivación y la capacidad racional necesarias para tomar y/o formar parte de la toma de las complejas decisiones que debe tomar un gobierno, reeditando la idea del Despotismo Ilustrado según la cual, en el gobierno “Se debe hacer todo por el pueblo, pero, sin el pueblo”.

El segundo paso dado por las elites gobernantes fue asegurarse de que la mayoría de los integrantes el pueblo, es decir, de quienes pertenecían a los sectores sociales no privilegiados, no llegase a disponer de la instrucción, educación, formación y motivación necesarias tanto para poder discernir y juzgar adecuadamente los actos de los gobernantes como también para convertirse en un postulante ideal para ocupar cargos de gobierno.

Las políticas educativas implantadas han buscado, por el contrario, limitar el conocimiento y capacitación de estos ciudadanos a los efectos de que aceptasen el convertirse en un todo sólo gobernable, y nunca gobernante, limitando su papel, como máximo, al ejercicio de una participación sufragista destinada a dar un marco de cierta legitimidad al proceso electoral a través del cual se designaban aquellos candidatos propuestos por las aquellas mismas elites que previamente se habían apoderado de las direcciones de los partidos políticos.

Efectivamente, fue la aristocrática elite del poder, la que se encargó eficazmente de que la mayoría de los integrantes de cada nación, quedasen relegados a un papel secundón, teniendo sólo el derecho de participar periódicamente, en elecciones (que, de “libres” hasta ahora tienen realmente muy poco), para optar entre candidatos pertenecientes a más de un partido político, a aquellas personas que luego asumirán las funciones de un gobierno carente de real control ciudadano y, sin ninguna participación directa del cuerpo ciudadano en las acciones verdaderamente gubernamentales.

Así fue como, por la fuerza de los hechos, quedaron establecidas dos clases de ciudadanía.

Los ciudadanos de clase “A” integrada por los ciudadanos efectivamente aptos de ser elegibles para desempeñar funciones de gobierno y, los ciudadanos de clase “B”, compuesta por aquellos exclusivamente aptos para el papel de electores entre candidatos propuestos por la elite de la clase “A”.

La obligación de gobernar para el bien común de la nación quedó totalmente eliminada de la práctica de los gobernantes, avenidos en definitiva a gobernar en beneficio de los intereses de la y/o las clases directamente representadas en la elite partidaria-

La igualdad jurídica proclamada en los textos constitucionales se convierte en mera fantasía cuando ella debe enfrentar no sólo una gran desigualdad educativa sino, además, una tremenda desigualdad económica.

El poderío de las elites gobernantes, representantes de los grupos de mayor poder – fundamentalmente de las clases sociales dominantes -, resulta de un peso mucho mayor al del ejercicio del sufragio universal y, de este modo, la pretendida democracia se convierte en una falacia que oculta la verdad de la elitocracia.

Siendo una elitocracia y no una democracia el régimen de gobierno realmente vigente, resulta naturalmente lógico que la desigualdad económica, política, social y cultura siga un proceso de profundización inacabada que nos debería extrañar, dadas tales circunstancias, y ello es lo que ha convertido en una utopía la real libertad económica y política de los ciudadanos en el plano nacional, y, el de las naciones, en el plano internacional.

¿Cómo se constituyeron estas “oligarquías elitistas”?

Las elitocracias surgieron originalmente a partir de la asociación de personas - en su mayoría ligadas a instituciones masónicas – que detentaban posiciones de punta en las grandes empresas, en las fuerzas armadas, en la intelectualidad y en instituciones religiosas.

Posteriormente fueron ingresando a ellas las direcciones de los partidos políticos emergentes y quienes ocupaban posiciones jerárquicas en la burocracia estatal y en la prensa; después fueron incorporados los responsables de las universidades - convertidos actualmente en su guía intelectual - los dirigentes de los sindicatos más fuertes, los formadores de opinión, los gerenciadores de las grandes empresas (ejecutivos), los directivos de los grandes clubes sociales y deportivos y, finalmente, los de las Organizaciones No Gubernamentales más importantes.

¿Cuál es la finalidad de estas elitocracias?

Su finalidad es obvia: poder mantener un férreo control de todo aquel lugar donde se adoptan decisiones de impacto en la opinión pública.

Si bien ésta la sido la finalidad común a todas las elitocracias, también es cierto el que cada una de ellas se ha formado y evolucionado de acuerdo a las peculiares circunstancias históricas y al marco económico, social, político y cultural de cada país.

Pero todas, repetimos, han cumplido un mismo papel: gobernar manteniendo a la mayoría del pueblo (de los habitantes de cada país), totalmente alejado de aquellos ámbitos legales habilitados constitucionalmente para ejecutar los actos de gobierno.

Las nacientes elites nacionales de los países de América Latina, África y Asia, por su estrecha relación con las ya afirmadas elites de los países centrales, favorecieron la aparición del fenómeno del llamado “Tercer Mundo” (conjunto de países económicamente menos desarrollados) cuya dependencia con los países más desarrollado, en general se ha incrementado, dado que sus elites, estuvieron naturalmente al servicio de las oligarquías nacionales que ganadas por su codicia y ambición sectorial, abdicaron de todo interés realmente nacional, decidiendo anteponer la defensa de sus privilegios y capitales particulares a los intereses generales de sus países.

De ahí el similar destino que, salvo muy honrosas excepciones, han tenido prácticamente la totalidad de las excolonias de los países europeos.

La profundización del ensanchamiento de la brecha económica, política, social y cultural que separa a los estratos altos de aquellos estratos bajos que componen las sociedades nacionales y el fenómeno similar que se produce entre los países centrales y los periféricos, testimonia elocuentemente, tanto la inexistencia de reales democracias nacionales, como la existencia de un gobierno internacional no democrático.

El acto electoral, se ha convertido en algo rutinario, incapaz de concitar la adhesión fervorosa de los pueblos, porque éstos se sienten reiteradamente estafados en las expectativas depositadas en los gobernantes electos, prometedores de un futuro mejor que a lo sumo, si se produce, sólo beneficia a una minoría poco representativa.

Es que, los mejores envases no necesariamente garantizan los mejores contenidos y, la actual cáscara democrática que presentan los sistemas de gobierno vigentes, en realidad encubren la existencia de ilegítimos despotismos.

Crecientemente marginado el pueblo de toda posibilidad real de ser una unidad de ciudadanos instruidos, educados, motivados y formados en el ejercicio responsable de una real libertad de elección y de continuado contralor de los órganos de gobierno, la democracia, que es la forma de gobierno más inteligente que ha sabido idear la sociedad humana para autogobernarse, se ha convertido en un mero formato externo que, carente de substancia realmente democrática, apareciendo inútilmente desprestigiada (a no ser que se la haya desprestigiado ex profeso para que los pueblos renuncien a ella), como resultado de presentarse cada vez más como algo poco confiable.

Entonces, quienes definimos a la democracia como un proceso ininterrumpido de democratización de la sociedad humana, a través de un sistema de gobierno en que: éste es efectivamente designado en forma plenamente libre por el conjunto del pueblo, en que los gobernantes desempeñan sus tareas bajo el contralor del pueblo a los efectos de que las acciones gubernamentales favorezcan realmente a la totalidad de los componentes de la sociedad, cuando no sucede realmente así, estamos éticamente obligados a denunciar tal situación, precisando que estamos convencidos de que vivimos en una falsa democracia, encargada de encubrir la real elitocracia (gobierno de las elites) que nos domina.

La elitización de la política, es decir, el apoderamiento de los puestos claves en diversas instituciones gubernamentales y en los aparatos de los partidos políticos, por parte de un minúsculo estrato social integrado por micro fracciones aristocratizadas, cumple el objetivo de ejercer, tanto indirectamente – mediante variados instrumentos de dominio, como la educación y la información -, como directamente – a través de las estructuras de gobierno -, una influencia y un poder desproporcionados con respecto de su consistencia numérica, pero, acordes al poder económico detentado por determinados estamentos sociales.

Creemos que en toda sociedad donde, desde el punto de vista de la economía, se presentan extremos excesivamente diferenciados entre quienes lo poseen todo y los que carecen de todo, la clase social más privilegiada, sola o asociada con otros sectores sociales numéricamente minoritarios, termina siempre imponiendo su dominio político y cultural sobre el resto de la sociedad.

La desigualdad económica se encarga de engendrar las restantes desigualdades y, toda desigualdad económica sólo es posible a través de una acumulación de capital proveniente del apoderamiento de un valor producido por otros, cualquiera sea la vía utilizada para lograrlo y, que una determinada vía haya sido legalizada por un gobierno no democrático, no implica el que ella esté amparada por un valor moral sano, justo, legítimo.

La necesidad de un régimen de gobierno afín al modelo productivo-económico dominante, es decir, el capitalismo, es lo que hizo que la democracia (gobierno del, con y para el pueblo) haya dejado de ser, en el contexto de tal modelo una meta alcanzable a través de un proceso democratizador, para terminar convirtiéndose en una real utopía, capaz de aparentar presentarse como un ideal tan inalcanzable, que ha provocado el hecho de que la mayoría de la intelectualidad actual se incline por reducir el concepto de democracia a la realización de elecciones donde compiten diversos partidos para la provisión de los gobernantes.

Porque, en realidad, todos nosotros formamos parte de sociedades nacionales telegobernadas por una elitocracia supranacional que opera con la complicidad de las elitocracias nacionales.

Este poder elitista, esta elitocracia real, es la responsable visible del jaque continuado a que la democracia real ha estado sometida desde el siglo XIX hasta la actualidad.

Ello es así porque una real democracia, tanto desde sus fundamentos teóricos como desde sus objetivos prácticos, está en las antípodas de los fundamentos y objetivos del sistema capitalista de producción.

Es una real utopía sí, toda posibilidad de vivir en democracia, dentro del vigente sistema productivo-económico.

La democratización de la sociedad requiere, obligadamente, de un sistema económico menos irracional que el actual, a los efectos de que sea efectivamente compatible con la inteligencia que caracteriza a la democracia.

El mantenimiento del absolutismo de las elites es el primer obstáculo a superar para el inicio de una transición democrática que haga fructificar los ideales y derechos pregonados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos aprobada por la Asamblea de la Organización de las Naciones Unidas, en París, el 10 de diciembre de 1948 y, para ello, es necesario modificar el actual sistema productivo-económico y universalizar una educación que propicie una misma ilustración básica, compatible para la formación de ciudadanos capacitados para el ejercicio responsable de sus derechos y el cumplimiento de sus obligaciones y, seres humanos adiestrados para el desempeño eficaz de las tareas requeridas por el nuevo modelo productivo.

Conscientes de que, efectivamente vivimos en una fantasía política, estamos democráticamente obligados a expresarlo públicamente, puesto que, el primer deber de quien profesa reales ideales democráticos, es defender la esencia de la democracia.

Cumplir con dicha obligación moral y democrática es lo que, a través de estas líneas, ha realizado: Inocencio de los llanos de Rochsaltam.

Etiquetas:

sábado, 15 de mayo de 2010

POÉTICA DE AJENO CUÑO (2)




- ABUELO -


Yo te miraba
Agachado entre los surcos,
Usabas la azada como bastón,
Era blanca tu barba perfumada de tabaco
Y tus ropas remendadas olían a tiempo.

En aquellos veranos infantiles,
Amargué contigo bajo la parra,
A escondidas de la abuela
Trepé por la higuera
Atrapando brevas,
Y conocí en tus cuentos
Una época que no viví.

Ahora que no estás,
Ahora que tus palomas anidan
En lejanos parajes de Rocha,
Salgo a mirar tus árboles
-ramas inclinadas por las frutas-,
Escondo tu honda
En la insondable bolsa de mis nostalgias,
Y chiflo esa tristeza que escondía tu mirada.

Abuelo de boina al sol,
Te estoy mirando:
Estás pidiéndole un poco más de humo
Al pucho machucado entre tus labios;
Cargados de semillas tus bolsillos,
Los ojitos puestos en horizontes claros.

Pero…
Sólo en las cosas de tu quinta
Hoy te puedo encontrar otra vez.

…………………

martes, 11 de mayo de 2010

ARTIGAS EN EL PARAGUAY-



"...
y hasta las piedras saben
adónde va ...
Poema "A don José"
del maestro Ruben Lena.

Los historiadores uruguayos, no.






Los escritores de la historia nacional de nuestro país, casi por unanimidad, se han inclinado a presentar a José Artigas, Jefe del movimiento insurreccional iniciado en la Banda Oriental del Río de la Plata en febrero de 1811, como alguien que, sintiéndose implacablemente perseguido y completamente derrotado, hubiera decidido buscar un voluntario exilio definitivo en otro país, y que fue con esa finalidad, y no con ninguna otra que, en setiembre de 1820, se internó en territorio paraguayo, acompañado de unos cien fieles guerreros, en su mayoría indígenas.

A nuestro modesto entender, sin ser un historiador, sino, siendo simplemente un apasionado por la historia, y, en especial, por la historia nacional, ante la evidencia de que, al respecto no existen datos concretos, sino, una muy subjetiva interpretación de determinados hechos históricos, hemos llegado a la conclusión de que, José Artigas, Jefe de los Orientales y Protector de los Pueblos Libres, lejos de haberse internado en territorio paraguayo porque las deserciones, las traiciones, las derrotas militares, y la anarquía que comenzaba a instalarse en algunos sectores del “pueblo en armas” que lo acompañaba lo hicieran sentirse definitivamente vencido, sino que, en realidad, su ingreso al Paraguay se realizó para, contando con fuerzas adicionales y un mayor pertrechamiento bélico, poder reiniciar la lucha para desalojar a los portugueses, tanto del territorio de la Banda Oriental como de la parte que ya habían ocupado en territorio paraguayo, para luego, contando con el apoyo de otras provincias, proseguir la lucha en pro de la absoluta independencia de España y, la fundación de una república federada que uniera a todas las provincias que habían integrado el Virreinato del Río de la Plata, según el modelo ideado por los independentistas norteamericanos.

Sólo quienes no se han compenetrado con la personalidad de nuestro héroe, o quienes obran de muy mala fe, pueden llegar a pensar que él dejaba a sus paisanos “en la estacada”, abandonando él, la lucha que había sido decidida por el pueblo oriental. De acuerdo a todos sus antecedentes, esa decisión la hubiera sometido, indefectiblemente, al juicio de una soberana asamblea popular y, ello, no ocurrió.

La firmeza tanto de sus convicciones como de su carácter, motivadora de que algún analista de su epopeya se haya referido a él, atribuyéndole poseer una “sublime terquedad” capaz de provocarle fatales errores políticos, impiden hacerse a la idea de que Artigas pudiera abandonar al pueblo que le fue siempre fiel, a la suerte de un dominio extranjero.

Es irracional pensar que quien tuvo el coraje de enfrentar simultáneamente a los ejércitos de España, Portugal y el gobierno de Buenos Aires, se dejara amilanar y huyera, ante las fuerzas que, circunstancialmente lideró Francisco Ramírez, durante un par de años.

Su propio existir en Paraguay nos habla no de una persona abatida, sino todo lo contrario: un ser entero, intacto tanto en su sensibilidad ante las necesidades de los más pobres como en su manera de ser y de concebir la hermandad americana hasta el último día de su vida.

Artigas no ingresó al Paraguay en el ocaso de su combatividad, sino en la plenitud de él, buscando que el Paraguay, libre de la dictadura del Dr. Francia, se reintegrase al conjunto de las Provincias que habían formado el Virreinato del Río de la Plata, para formar unidas, una república federal.

Su intención era proseguir la lucha contra el traidor Ramírez, contra el invasor portugués y, contra el autoritario centralismo practicado por el gobierno porteño. Demasiado menguado de pertrechos armados y, circunstancialmente disminuido el conjunto de soldados que le acompañaban, confiaba en los recursos que Yedros y sus amigos paraguayos le iban a proporcionar, una vez que hubieran sustituido a Francia en el gobierno del Paraguay.

Su plan era: primero,derrotar a Francisco Ramírez, aquel protegido suyo que lo había traicionado para ganarse la ayuda del gobierno de Buenos Aires; reinstalar entonces un ampliado Protectorado de Pueblos Libres que albergarse fuera de Buenos Aires, una Asamblea Nacional Constituyente, donde fueran mayoría genuinos representantes de todas las provincias que habían formado el Virreinato del Río de la Plata; expulsar luego, definitivamente, al invasor portugués, tanto del territorio de la Banda Oriental, como del de Paraguay; y finalmente, anulada toda ingerencia extranjera constituir, en la unidad del total de dichas Provincias, un único Estado soberano (libre de todo poder europeo), republicano, democrático y federal.

Si no hubiera sido su intención, reponerse de las fatigas, liberar los orientales presos en Brasil, y obtener nuevos auxilios para proseguir la lucha ya empeñada, no le hubiera ordenado a su mejor oficial, Andrés Latorre, que aguardase su retorno en la provincia de Santa Fe, cosa que éste cumplió fielmente durante varios años.

Artigas podía ir al Paraguay porque, pese a la enemistad que lo separaba del dictador Francia, él allí tenía numerosos compañeros de ideas y, además, estaba muy bien conceptuado a nivel popular. Ya en el año 1819, es decir, previo a su llegada, ya habían sido apresados en Asunción cantores populares que entonaban coplas de elogio a su persona.

Artigas fue un personaje bien conocido y muy bien conceptuado fuera de fronteras, al extremo de que, Miguel de Unamuno llegó a expresar con respecto a su posible voluntario ostracismo, que: “Artigas no era un carácter para exilarse en ningún momento ni mucho menos para aceptar voluntariamente la hospitalidad vitalicia de un déspota como Francia.” Resulta extraño y muy llamativo, el cómo los historiadores uruguayos se empeñan, oficial y mayoritariamente, en presentarlo como un vencido fugitivo, en tanto que en Paraguay, los nativos le otorgaron un título honorífico sólo otorgado, en aquella época, a Francia y a Solano López, sus héroes nacionales.

A esa altura de los acontecimientos, como resultado de las intrigas tejidas en el entorno de ambas personalidades por los agentes británicos, ambos terminaron desconfiando de las reales intenciones que animaban al otro.

Artigas desconfiaba de que Francia hubiera resuelto no enviarle auxilios en su defensa del suelo oriental porque en secreto se estaba entendiendo con Buenos Aires, y Francia desconfiaba de que Artigas, obedeciendo a Buenos Aires, invadiera el Paraguay. Ambas cosas fueron inventos de agentes británicos, cuya intención era, precisamente, apoyar al gobierno de Buenos Aires del que, casualmente, ambos desconfiaban por igual y eso sí, con toda razón.

Pero también los separaban a ambos, cuestiones fundamentales en materia política.

Francia había renegado de su inicial federalismo, propiciando un sistema de gobierno autoritario sobre la base de una “República de los naturales”, asentada sobre el modelo de comunidad agraria heredado de los jesuitas, y entendió que, para defenderse de los peligros avizorados del exterior (Portugal y Buenos Aires), lo más conveniente era encerrarse en sus fronteras, aislándose del acontecer de fuera de ellas. Por ese motivo fue que Francia se mostró indiferente al devenir de la lucha entre el gobierno de Buenos Aires y el de las otras provincias que estaban bajo la protección de Artigas, y también se negó a unir fuerzas para enfrentar al invasor portugués.

Tal posición chocaba abiertamente con el sistema republicano democrático, integracionista y federal ideado por Artigas, donde la legitimidad de la autoridad del gobernante se asentaba, única y exclusivamente, en la soberana y libre decisión de los pueblos, manifestada a través de los cabildos y de las asambleas populares.

En esta discrepancia conceptual tenía asiento el apoyo de Artigas a los opositores a Francia.

Quien señaló principios, ideales, derechos y normas que aún no han sido llevados a la práctica, quien fue el precursor de las instituciones realmente democráticas en la América del Sur logrando la mejor armonización, en un mismo proyecto, de una selección de las mejores ideas aportadas por los intelectuales occidentales durante el siglo XVIII, era imposible que llegara a conciliar con un personaje tan autoritario como Francia, el dictador eterno.

Artigas viajó entonces a Asunción, el 5 de setiembre de 1820, ignorando que, casi en esa misma fecha, la programación de un complot dirigido a derrocar a Francia, había
sido descubierto a causa de la delación efectuada por un cura que violó el secreto de la confesión. Como consecuencia de esta delación, tanto su amigo Yedros, como Cavallero, Cabañas, Montiel y otros líderes del movimiento contra el dictador, ya habían sido arrestados. En julio de 1821, varios de ellos, incluido Yedros, fueron fusilados por orden de Francia.

El fracaso del intento del derrocamiento de Francia, para instalar en Asunción un gobierno paraguayo democrático, y el posterior fusilamiento de sus mejores amigos en Asunción, postergó indefinidamente el programado regreso, incluso una vez finalizada la Cruzada Libertadora que encabezara Juan Antonio Lavalleja, la que epilogó, como es sabido y debido a la presión ejercida porla diplomacia británica, con la impensada creación - sobre una porción del antiguo territorio de la Banda Oriental, con cabeza política en Montevideo - de un estado unitario, políticamente separado del resto de las Provincias Unidas del Río de la Plata, cosa a la que Artigas siempre se había opuesto, empecinadamente.

Quedaba así definitivamente enterrado, por imposición de Inglaterra y por la defección de unos pocos pero muy malos americanos (incluidos varios “copetudos” orientales que siempre habían sido sus enemigos declarados y, unos pocos de los que inicialmente lo habían acompañado), todo cuanto el Jefe de los Orientales y Protector de los Pueblos Libres había soñado, todo por lo cual él tanto había combatido.

Estos hechos, y no otros, fueron los que convirtieron su refugio transitorio, en un exilio definitivo.

Tal vez, con un gobierno oriental de libres y con una Banda Oriental unida en alianza federativa con las demás provincias, a pesar de su derrota militar, hubiera regresado para disfrutar, junto a los suyos, de una realidad prometedora porque, en definitiva, al menos hubieran triunfado sus ideales políticos.

Pero, retornar, habiendo sido derrotado en todos los planos y a un tipo de país que siempre había rechazado y, donde gobernaban realmente aquellos que siempre estuvieron en contra suyo, nunca entró en sus planes.

Por eso tuvo la suficiente dignidad como para poder rechazar las escasas invitaciones que le fueron hechas para regresar a tierra oriental, prefiriendo quedarse en aquella adoptiva patria paraguaya, convirtiéndose en padre de los más pobres, con cuya suerte aquí y allá, estuvo siempre consubstanciado.

Su defensa de los más infelices, y su revolucionario proyecto social, fue algo que el patriciado montevideano jamás le perdonó a aquel insigne hijo de familia patricia.

Por eso, su persona y su lucha fueron ignorados hasta fines del siglo XIX, cuando - necesitando un elemento nucleador que pudiera unir a las dos partes políticas en que quedó dividido el injerto de la novel República Oriental de Uruguay - la elite intelectual montevideana recurrió a su figura para convertirla en el héroe nacional de un país que jamás quiso y cuyos gobernantes jamás se afanaron por dar cumplimiento a su ideario.

Su figura e incluso parte de su ideario es usado, pero sólo con fines proselitistas, y por parte de quienes, realmente, nunca han pensado en cumplir su ideario.

En resumen, José Artigas, cuando en 1820 decidió internarse en el Paraguay no fue para cobijarse a la sombra del dictador Francia en el Paraguay, sino al solo y exclusivo efecto de encontrar la ayuda que necesitaba para poder reiniciar la lucha contra sus enemigos: los imperios europeos, los hombres del gobierno porteño y “Pancho” Ramírez, en el círculo de sus amigos paraguayos, decididos demócratas y, por lo tanto, firmes opositores a quien en ese momento, precisamente, ejercía un férreo despotismo sobre el suelo paraguayo

Es por esta su conocida relación con Yedros, líder del grupo demócrata, que Artigas, inmediatamente de arribado a Asunción, es encarcelado en un convento, y, si también no fue fusilado allí, fue porque era una figura demasiado importante y, por lo tanto, más valiosa viva, que muerta.

Finalmente, recalcamos que, José Artigas - desde el punto de vista de la realidad de los hechos históricos analizados en su debido contexto, nada tuvo que ver con la conversión de la Provincia Oriental - en un estado nacional independiente, separado del resto de las Provincias Unidas que conformaron el Virreinato del Río de la Plata.
En todas las oportunidades que le fue planteada tal alternativa él la rechazó con total firmeza y contundente argumentación.

La creación del actual estado uruguayo, responde a una imposición de la diplomacia británica, aceptada por otros actores, brasileños, porteños y orientales y, tal hecho constituye una fragante traición a las ideas y a la lucha del Jeje de los Orientales y Protector de los Pueblos Libres.

Finalmente sus ideas, al menos parcialmente, terminaron triunfando, pero, ello aconteció, en la forja de la nación argentina.

Inocencio de los llanos de Rochaltam.

viernes, 7 de mayo de 2010

POÉTICA DE AJENO CUÑO







-Algún día -


Si mis alpargatas andaran
Como caballo apurado por duro rebenque,
Hoy estaría más allá
Y, más lejos aún.


El corazón es el freno de los sueños.
Pero, un día de éstos,
Monto el viento, domo el reloj,
Y amanezco en algún pago que no conozco.

miércoles, 5 de mayo de 2010

LA SOCIEDAD HUMANA



- LA SOCIEDAD HUMANA -



Nos habíamos comprometido a compartir, en la oportunidad más inmediata, nuestras reflexiones llanas en torno a las formas organizativas en que el ser humano se organiza en torno a determinados objetivos comunes.

Con respecto a las características con que se suele definir al ser humano, al observar con detenimiento las actitudes contradictorias que observamos tanto en los hombres (mujeres y varones) como en sus sociedades, hay dos de ellas que nos resultan difíciles de aceptar.

Ellas son, la racionalidad y la sociabilidad, entendidas como un don dado por la naturaleza.

Es muy probable que en forma inconsciente, en algún momento anterior, hayamos incurrido en el error de expresar que, el ser humano, por su propia naturaleza, es un animal gregario, un animal con tendencia natural a vivir colectivamente.

En tal caso, cometimos un error puesto que, no existen pruebas documentales que testimonien con plena veracidad que, efectivamente, desde el momento de su aparición sobre la tierra, los primeros homínidos se hayan conformado de por sí, como animales naturalmente gregarios. Esto último sólo es una teoría que, al menos por ahora, carece de la debida fundamentación comprobatoria.

Los homínidos constituyeron una familia de primates catarrinos que comprendía al hombre actual, al hombre fósil y a sus directos antepasados. A comienzos del Mioceno (tercer período de los cuatro en que se divide la Era Terciaria) esta familia se independizó de los póngidos.

Los rasgos más característicos de los homínidos son: el bipedismo y, como consecuencia directa de ello, la liberación de las extremidades anteriores; reducción de los caninos; hueso nasal saliente y, considerable aumento de la capacidad craneana. Su grupo original parece haber dado lugar al surgimiento de una serie de líneas. Los miembros de los homínidos conocidos, incluidos nosotros, no parecen haber estado relacionados en forma directa. Todas las líneas de homínidos, exceptuando aquella de la que el hombre se originó, se fueron extinguiendo.

Los homínidos parecen haber evolucionado a través de tres etapas diferentes: el “homo hábiles”, el homo erectus” y, finalmente, el “homo sapiens”, categoría a la que pertenecemos.

El hombre, pues, pertenece a una especie de mamífero que se caracteriza por: poseer una corteza cerebral muy desarrollada en tanto que los demás órganos de su cuerpo están muy poco especializados; manos prensiles de cinco dedos, con el pulgar oponible a los demás; pies con cinco dedos, poco adecuados para asir; plantígrados de postura erguida; pelaje corporal muy involucionado. Único representante vivo del género, es omnívoro, lo que se puede observar en su estructura dental e intestinal.

El hombre, biológicamente, no se diferencia de los demás animales pero, el gran desarrollo de su cerebro y otras características corporales le han permitido elaborar conceptos y pensamientos abstractos, así como hablar y utilizar instrumentos; el conjunto de estas peculiaridades hacen del hombre un animal muy especial.

El racionalismo, corriente filosófica europea que predominó durante el siglo XVIII se encargó de postular al hombre (mujer o varón) como un ser totalmente racional. Corrientes filosóficas posteriores pusieron en entredicho la infabilidad y la totalidad de tal racionalidad.

Nosotros entendemos que, la tan mentada racionalidad humana, no deja de ser una capacidad inestable, precaria. Porque, precisamente, el ser humano también se caracteriza por su imprevisibilidad. Es decir, nadie puede predecir de qué forma va a reaccionar un ser humano ante determinada eventualidad, cualesquiera sean las peculiaridades de la cultura, del medio ambiente y entorno social en que se ha desarrollado su existencia.

Si el ser humano fuera tan racional como muchos pretenden ¿cómo se explica esa arcaica tendencia, que ha sido imposible de desarraigar, responsable de que el hombre se distinga por su ancestral tendencia a zanjar las diferencias que se originan en su convivencia con sus semejantes, agrediendo, ya sea con palabras, con golpes, con un arma hiriente, cuando no, lisa y llanamente, provocándole la muerte, a todo aquel que llega a considerar su enemigo?

Si somos tan naturalmente sociables y racionales ¿por qué nos cuesta tanto el convivir armoniosamente con los demás? Puestos a filosofar, también incluso debemos admitir lo mucho que, a veces, nos cuesta el vivir en paz con nosotros mismos.

Entonces, el hombre ¿es un ser naturalmente sociable, como han sostenido tantos autores o, o es un ser originalmente asocial, como ha mantenido un número menor de estudiosos?

Nosotros compartimos la teoría que sostiene que, en sus inicios, los homínidos fueron animales poco comunicativos, carentes de necesidad alguna de establecer lazos productivos utilitarios o lazos afectivos surgidos del mantenimiento de relaciones reproductivas. Los hallazgos arqueológicos tienden a favorecer la presunción de que, si bien desde su origen pueden haberse inclinado a vivir en horda salvaje, por otra parte, los antepasados del homo sapiens no practicaban la monogamia.

Es cierto que, la horda puede ser considerada como una forma organizativa rudimentaria, pero ella no tiene nada que ver con una forma asociativa libremente consensuada y establecida con un objetivo a largo plazo, racionalmente elaborado.

Entraría dentro del fenómeno animal más generalizado, el que, si bien los primeros homínidos fueran muy poco amistosos entre sí, disputándose belicosamente alimentos y parejas, ante la lucha despiadada que debieron llevar adelante para subsistir exitosamente debido al enfrentamiento a que les sometían las otras ramas de homínidos que les disputaban iguales espacios vitales, tanto con relación a los lugares más adecuados para protegerse de las inclemencias climáticas, como con relación a una mayor y mejor disponibilidad de alimentación, hayan evolucionado desde la disgregación original hacia una vida más en común entre todos aquellos que estaban directamente emparentados por vínculos sanguíneos. Claro que, las familias de entonces estaban conformadas de forma muy distinta a lo que luego pasó a considerarse clásicamente como el núcleo familiar monogámico, célula básica de la sociedad humana.

Entonces, debemos dar una respuesta a esta incógnita, el hombre ¿es un ser naturalmente social como han sostenido tantos autores, o, por lo contrario, es un ser asocial, como han defendido un número menor de estudiosos de la sociología humana?

Personalmente nos inclinamos a pensar que, la sociabilidad del ser humano no es sino una reacción transformada luego en hábito, costumbre progresivamente adquirida, desarrollada y afirmada como el comportamiento social más adecuado para que el colectivo pudiera enfrentar con mayores posibilidades de éxito exitosamente el desafío que por la subsistencia que les enfrentaba al resto de los homínidos. El concepto de que una asociación - ensayada tanto para obtener una mayor disponibilidad de alimentos, como para defenderse de los ataques de los otros homínidos – arrojaba un resultaba positivo, debe haberse abierto paso lentamente, en aquellos cerebros primitivos, a través de una larga sucesión de peripecias vividas que les demostraron las ventajas comparativas que resultaban de una vida en colectivo, más allá de los inconvenientes que surgían de la nueva forma de vida en comunidad.

Tampoco se puede afirmar que en sus orígenes,, el “homo sapiens” fuera un ser naturalmente libre dado que, su conducta individual estaba aún sujeta a esos instintivos impulsos primarios, propios de todo ejemplar animal. Ellos no hacen otra cosa que el activar, inconscientemente, acciones reflejas, determinadas por estímulos mecánicos que se despiertan a partir de la constatación de la presencia de determinados elementos constitutivos de la realidad circundante. No son opciones, sino que son, simplemente, reacciones fijadas y repetidas mecánicamente como consecuencia de una inmodificada memoria conductiva, que se trasmite genéticamente de generación en generación.

Al igual que sus directos antepasados homínidos, las primeras generaciones de “homo sapiens”, salvo esa sujeción a la voluntad de las leyes naturales, disponían de la más amplia posibilidad de hacer lo que sus instintos sugerían, en el momento y lugar en que se les antojare, sin tener oportunidad de pensar antes ni de reflexionar después, sobre las consecuencias, positivas o negativas, que derivaban de la irrestricta satisfacción de sus caprichos personales, sólo y en tanto, éstos no violentasen las leyes naturales.

No disponiendo de la capacidad de optar, ellos estuvieron reducidos a la más absoluta obediencia a sus naturales instintos primarios.

La libertad sólo existe allí donde hay posibilidad de elegir, entre dos o más opciones distintas, el comportamiento a seguir. Y, el elegir entre lo mejor y lo peor, presupone haber adquirido la capacidad de elaborar un pensamiento reflexivo, racional.

Quiere decir que, la libertad, entendida como la posibilidad real de efectuar una elección libre, voluntaria y conveniente, sólo se corresponde con el arribo, por parte de una sociedad humana dada, a un cierto estadio de cultura, y nunca, antes de ello.

¿Qué estadio de cultura?

Un estadio de cultura donde el ser humano no sólo había aprendido a conocer, al menos parcialmente, las propiedades de algunos elementos naturales, pudiendo comenzar así a fabricar utensilios primero, y toscas herramientas después, sino que había sido capaz de inventar un vocabulario de símbolos, es decir, un lenguaje articulado con el cual pudo efectuar sus primeras abstracciones y comunicarse algo más eficazmente con sus congéneres.

Todos los saltos cualitativos del ser humano tienen una característica común: nacieron del empeño por lograr satisfacer sus necesidades naturales más perentorias.

Es lógico pensar que, arribado a cierto grado de desarrollo cultural, por muy precario que él hoy nos pueda parecer, una vez asociados, los humanos dispusieron de una cierta capacidad de asegurar la adquisición o la elaboración de todos los bienes más imprescindibles, de manera tal que, los medios de producción, tanto los materiales como los inmateriales, permitieron disfrutar de una abundante, permanente y libre disponibilidad al conjunto de los integrantes del colectivo.

En ese primer estadio civilizatorio, la forma de posesión de los bienes era comunitaria, es decir, no estuvo concebida para fomentar la concentración del uso y/o propiedad de los bienes de capital individual y, la organización de la división del trabajo era tal, que, entre ambas, impidieron, durante un período de tiempo indeterminado, el surgimiento de una situación que posibilitara una individual apropiación y distribución del excedente producido que llegara a producir una estructura social creadora de una estratificación jerárquica, basada en cuestiones de poder económico, militar, religioso, cultural, social.

La ausencia de estratificación social, supuso una sociedad cerrada a la creación de situaciones propicias a imaginar, proponer, admitir, desarrollar, consolidar y/o defender, cualesquiera forma de dominio que uno o varios hombres, actuando aislada o agrupadamente, pretendieran imponer con cualquier pretexto o excusa, para establecer unas relaciones interpersonales, donde unos pocos hombres menoscabasen la libertad del resto de sus congéneres, con la finalidad de obtener algún tipo de ventaja, privilegio o primacía, personal o grupal, que directa o indirectamente, creasen las condiciones capaces de facilitar la aparición y afianzamiento de cualquier tipo de irreversibles desigualdades sociales.

La riqueza material siempre ha producido poder y éste, indefectiblemente, ha conducido al ejercicio de todo tipo de dominio. Pero, este círculo de riqueza, poder, dominio, va ineludiblemente unido a una contraparte circular, de pobreza o miseria, debilidad y sometimiento. Así fue como el hombre se convirtió en amo del hombre y transformó una sociedad de una cierta igualdad en otra sociedad de desigualdades, cada vez más complejamente estructuradas. A diferencia de Rousseau, que creyó que el origen de la desigualdad había partido de la mayor habilidad e ingenio para los juegos y las artes, nosotros, personalmente, estamos convencidos de que las diferencias de riqueza material tuvieron su origen, no en la propiedad individual, sino en el hecho de que algunas sociedades otorgaron una recompensa material especial a aquellos sujetos que demostraron un ingenio y habilidad superior en el arte de la caza, la pesca, la recolección, la sanación de los enfermos, y/o en la guerra.

Así como la necesidad despertó el ingenio creador de los hombres, la escasez de determinados elementos materiales, favoreció el uso de la fuerza, para saldar la disputa por poseerlos. La abundancia favorece la generosidad, en tanto que, la escasez predispone hacia el egoísmo, y las diferencias engendran, o avivan, sentimientos de envidia, de codicia y de odio.

La cultura ha logrado, en cierta forma, mejorar las condiciones en que vive, al menos, una parte de la humanidad, pero no ha logrado elevar el espíritu de los seres humanos, en especial el de aquellos que se mueven en los ámbitos donde se ejerce el poder de dominar a los demás.

El ser humano, mujer o barón, a raíz de las diferencias establecidas, se niega a admitirlas, y es por ello que, podemos ver cómo en la actualidad, consume gran parte de su esfuerzo en el intento de construir una apariencia que disimule la verdad de lo que es. Confunde el tener, con el ser. Importa el ser, el tener es secundario, porque el tener no asegura el ser, mientras que, el ser, posibilita el tener. Nuestras democracias, son mera apariencia.

La cultura humana se caracteriza no sólo por la capacidad de transformar la naturaleza y fabricar utensilios (cosa que algunos otros animales también saben hacer) sino por esa aparente exclusiva capacidad de captar y expresar significados no sensoriales, símbolos en base a los cuales el ser humano elabora su pensamiento abstracto. El ser humano no sólo posee sensibilidad, curiosidad y facultad de objetivación racional, sino que, también posee la capacidad de imaginar y, es como consecuencia de esta última facultad, que el ser humano acopió un patrimonio de conocimientos, técnicas, creencias, arte, moral, Derecho y todas las costumbres, hábitos y facultades adquiridas por el ser humano en tanto miembro de una determinada sociedad.

Ahora bien ¿qué es la cultura?

Es el patrimonio social, intelectual y material – casi siempre heterogéneo, a veces relativamente integrado y, otras veces, por lo contrario, internamente antagónico – generalmente durable, aunque sujeto a continuas transformaciones, de carácter variable de acuerdo con la naturaleza de sus elementos y de las épocas.

Dicho patrimonio está constituido por: abstracciones, valores, normas, definiciones, señas, símbolos, lenguajes, modelos de comportamiento, técnicas mentales y corporales referidas a las funciones cognoscitivas, afectivas, valorativas, expresivas, regulativas y manipulativas; la objetivación, los soportes y los vehículos materiales o corporales de sus elementos constitutivos; los medios materiales para la producción y la reproducción social del hombre (producidos y desarrollados por entero mediante el trabajo y la interacción sociales, transmitidos y heredados por la mayor parte de las generaciones pasadas, también de otras sociedades, y, sólo en una parte muy menor, originalmente producidos o modificados por las generaciones vivas) que los miembros de una sociedad determinada comparten, en diversa medida, o a los cuales otros pueden acceder en forma selectiva o apropiarse bajo ciertas condiciones.

De allí que, en definitiva, la cultura comprenda al conjunto de los elementos materiales y espirituales que, en nuestra contemporaneidad, nuestras sociedades heredan, recrean y crean, compaginándola con las culturas de las sociedades con las que ellas interrelaciona, y de las cuales termina integrando, al menos algunos elementos, a sus propios patrimonios.

Para hablar de la libertad humana es necesario que exista una vida humana en una sociedad con determinada cultura, puesto que es ella, quien, en definitiva, de alguna manera, tiende a conformar la personalidad de las personas, sobre la base del genotipo de cada una, y es la sociedad la que establece la escala de valores sobre la que edifica su convivencia.

Si aceptamos como válida la afirmación de que la libertad humana no es otra cosa que la facultad de poder autodeterminar nuestra forma de ser es decir, de, pensar, actuar e interrelacionarnos con los demás, deberemos concluir, si somos honestos con nosotros y con nuestros congéneres que, tal facultad nos parece bastante alejada de toda actual realidad, objetivamente valorada, es decir, libre de prejuicios ajenos y de subjetividades propias.

Ahora bien, antes de avanzar en las reflexiones sobre la sociedad debemos aclarar qué entendemos por sociedad.

Hablar de sociedad nos vuelve a enfrentar a la necesidad de especificar claramente el significado que le damos a dicha palabra, puesto que, podemos detectar que el término sociedad ha sido usado indistintamente, tanto para designar a la humanidad, a un pueblo o una nación, como también a agrupaciones de individuos que se han conformado como tales, sin ninguna garantía del derecho positivo, con la exclusiva finalidad de realizar, mediante la mutua colaboración voluntaria, algún fin determinado, como por ejemplo, una asociación de exalumnos.

Para las “ciencias del derecho” una sociedad es un contrato consensual por medio del cual dos o más personas (físicas o jurídicas) constituyen, mediante un protocolo específico, un ente dotado de personería jurídica, generalmente, con la finalidad de obtener beneficios, y para lo cual, cada socio aporta una determinada cantidad de capital y/o servicios.

El matrimonio, por otra parte, desde el punto de vista jurídico, es una sociedad conyugal, constituida entre ambas partes, por ministerio de la ley, salvo expreso pacto en contrario.

La historiografía también nos habla de la existencia de sociedades constituidas en secreto (fuera del conocimiento público y carente de todo respaldo legal), funcionando con integrantes y fines desconocidos para todo elemento ajeno a ellas.

Tenemos, además, sociedades civiles sin fines de lucro, sociedades dedicadas a distintas actividades productivas, económicas y financieras y también, sociedades de beneficencia.

Finalmente, han existido y existen, comunidades humanas, entendidas como grupos sociales caracterizados, generalmente, por un vínculo territorial y de convivencia, o por una afinidad de intereses, por el compartir aspectos culturales, creencias religiosas, elementos ideológicos, o, por hablar una misma lengua o dialecto.

Para nosotros – y tal vez en nuestro personal pensamiento pese excesivamente la condición biológica del ser humano – las sociedades humanas son agrupamientos de sujetos, constituidas en un ser colectivo por voluntad propia, libre de imposiciones de otros humanos, fruto natural de una creciente tendencia hacia la vida sedentaria y gregaria, surgido de una misma idea compartida con relación a la satisfacción de determinada necesidad, y resultado lógico de haber alcanzado determinado grado de evolución económica, cultural y social en su largo proceso primario de lograr sobreponerse al estilo de vida propio del resto de los homínidos hasta llegar a la etapa de “homo sapiens”.

Tal tipo de agrupamiento tuvo en su inicio un único objetivo, el reparto organizado de las tareas naturalmente imprescindibles para lograr satisfacer las necesidades biológicas más inmediatamente elementales: alimentarse y cobijarse de las inclemencias climáticas, para lograr sobrevivir y, reproducirse, con la finalidad de asegurar la supervivencia de la especie, tal como lo hacen las colonias de hormigas y abejas, por ejemplo.

Estos agrupamientos primitivos, sin planeamiento a largo plazo, se constituyeron como sociedades simples, acuerdos verbales de buena voluntad, que echaron las bases rudimentarias del derecho consuetudinario.

En cambio, nosotros entendemos que, una asociación humana tendiente a conformar la vida dentro de una clan, una tribu, un pueblo, una nación – incluso aún tratándose de colectivos nómades - presupone ya una organización de carácter duradero, consensuada entre personas que no sólo se comprometen dentro de límites prefijados, a concertar sus esfuerzos con vistas a conseguir unos mismos objetivos a corto, mediano y largo plazo, sino que, para ello, aceptan una unidad básica de conducta social y, una determinada estructura, especialmente destinada a asegurar el mantenimiento del orden social acordado a los efectos de asegurar la perdurabilidad de dicha asociación.

Ahora bien, en la exposición de nuestras reflexiones sobre las actuales formas organizativas adoptadas por la especie humana, hemos decidido utilizar indistintamente el término sociedad y el de asociación, que es el utilizado en nuestra constitución nacional, porque, en definitiva, el presente análisis versará, en lo fundamental, sobre las actuales sociedades de los estado-nación contemporáneos, a los que, mayoritariamente, todos nosotros hemos quedado ligados, de alguna manera, generalmente, incluso desde antes de nuestro nacimiento.

Porque, si bien es cierto que las asociaciones humanas están constituidas por sujetos individuales, todos nosotros, de alguna manera, somos fruto de estas sociedades. La independencia individual, en nuestra sociedad, no es fácil de obtener puesto que, aparte del esfuerzo de voluntad que ello implica, también ello resulta, económicamente oneroso y socialmente engorroso.

Reconocer las influencias poderosas que la sociedad ejerce sobre nosotros no impide establecer que, en definitiva, una parte importante de nuestro pensamiento y de nuestra conducta, depende también de nosotros mismos. No hagamos a la sociedad, la única responsable de nuestras decisiones, porque ello, objetivamente, no es así.

Pensamos, personalmente – teóricamente libres de todo preconcepto psicológico – que, cada ser humano encara su existencia enfrentado a tres situaciones totalmente distintas entre sí, pero, igualmente presentes en la vida de cada mujer y de cada hombre.

Primeramente, mi voluntad o mi anhelo de ser ese yo independiente - en teoría, pensado exclusivamente por mí –, es decir, libre de toda influencia externa a mi físico y mi intelecto, conformado sólo por los atributos, capacidades, habilidades y aptitudes con que, en potencia, la madre Naturaleza me ha dotado, a través de la combinación resultante de la conjunción de los genomas aportados por mis padres, fruto fértil de su relación sexual.

Esa aspiración, anhelo y voluntad de ser ese yo ideado por mí mismo, deberá enfrentar y conciliar primeramente las condiciones positivas y negativas que surgen de la herencia pasivamente recibida.

Pero, no sólo el medio natural actúa sobre mí, también el medio social en que se desarrolla mi existir ejerce una importante influencia que, tanto puede potenciar como anular las dotes naturalmente recibidas. Por tanto, tal vez pueda, o tal vez no pueda, lograr ser ese sujeto a que aspiro.

Pero, en definitiva, el que realmente pueda concretar ese modelo de persona a que aspiro, depende también, en forma muy importante, de mi voluntad, de mi decisión, de mi esfuerzo, de mi empeño, de mi temple, de mi constancia, de mi obstinación en un accionar coherente con aquel anhelo surgido y afincado en mi interior. Es decir, depende también de mi personalidad. Descargar en los demás, toda la responsabilidad de mi conducta, resulta muy cómodo, pero es un pensamiento totalmente subjetivo, derivado del intento de evitar asumir las propias responsabilidades.

Ahora bien, el ser humano, desde el vientre materno y hasta el momento de su fallecimiento es un ser en constante proceso de formación, de educación, debido a que no vive aislado, sino que lo hace en comunicación directa con otros de su semejanza.

El hecho de cortar el cordón umbilical, a través del cual mi organismo se conectaba con el de mi madre a los efectos de poder desarrollarme como embrión humano, implica su sustitución por un distinto vínculo material, afectivo y social. A partir de ese momento, mi alimentación, mi afectividad, mis reacciones psíquicas, mi salud, mi lenguaje, mi gesticulación, estarán influenciados ahora, por el tipo de relación que logre establecer con quienes estén en el círculo humano más cercano: madre, padre, (o falta de ellos quienes actúen como sus sustitutos), hermanos, otros familiares, vecinos, amigos y más posteriormente compañeros de estudio y de trabajo.

Quiere decir que, mi desarrollo físico, psíquico, emotivo e intelectual queda, al menos parcialmente, bajo las influencias del ambiente físico, afectivo, social y cultural en que se va desarrollando mi existir. También incidirán en mí, el medio natural, la geografía, el clima, los sonidos, y, lo apacible o intranquilo del medio educativo, productivo, económico, político, social y cultural en que transcurran las diferentes etapas de mi periplo vital.

Primero el hogar y luego, los centros educativos, los ambientes de trabajo, los centros culturales, los agrupamientos sociales, los clubes deportivos, las actividades de esparcimiento, los eventos artísticos, la ocupación de los momentos de ocio, los oficios religiosos, los partidos políticos, son todos momentos donde uno va recibiendo su formación, a veces de manera explícita, otras de forma implícita, una instrucción de vida o de academia , educación informal y formal que incidirá en nuestras ideas, convicciones, gustos, valores y conductas, guiando nuestros pasos, sin que muchas veces logremos percatarnos de que, en realidad, estamos siendo, más lo que otros quieren que seamos que lo nosotros mismos aspirábamos ser.

Entre el querer y el poder hay una buena distancia. Pero, la mayor dificultad para eliminar tal distancia proviene de nosotros mismos, de nuestra personal resignación a limitarnos a ser lo que otros desean que seamos.

Autodeterminar nuestro destino solo es posible a partir de la inquebrantable fe, voluntad y decisión de oponernos, tenaz, férrea e inquebrantablemente, a todo intento de dominio que proviene del medio externo a nuestra personalidad de ser libre.

El pleno desarrollo de las potencialidades albergadas en cada ser humano entraña una permanente lucha empecinada, sin treguas ni límites temporales, entre el sujeto individual y el sujeto social. Pero, el ser libre en sociedad, requiere la capacidad de ser sujetos sociales, que hacen su aporte al crecimiento y desarrollo de la sociedad que integran, gracias a la creatividad que emana, precisamente, de su diferencial creativo y cultural, resultado de no ser el producto acabado de una enculturación masificante.

Nada más lejos de la libertad y del progreso humano que, un pueblo reducido a la condición de masa.

Lamentablemente para los pueblos, los valores sociales dominantes, es decir las nociones de lo que socialmente es bueno o malo, cierto o falso, justo o injusto, están establecidos por quienes ocupan posiciones de poder y con la finalidad de defender los intereses del sector social que integran, por lo que, los intereses del común quedan totalmente desprotegidos.

Las sociedades en que vivimos están dirigidas por élites de poder, más empeñadas en lograr un mayor dominio sobre sus integrantes que, en facilitarles el necesario y adecuado uso de sus naturales alas, a través del cual, cada mujer y cada varón puedan desarrollar un vuelo individual libre, de manera tal que la satisfacción de las personales queden encuadradas dentro de las fluctuantes fronteras de la cultura dominante en cada sociedad, la que, desde el punto de vista de su acción, en realidad, para la mayoría de quienes integran la sociedad siempre resulta más una limitante que una habilitante de las libertades y potencialidades individuales.

Esa ansia de dominio que irracionaliza, desde el punto de vista del bienestar del conjunto de la sociedad humana, el pensamiento de quienes integran las élites de poder, es la responsable de la existencia de muchos de los conflictos más graves que agitan la vida de toda sociedad humana.

Cada uno de nosotros carga con demasiados impulsos instintivos, limitaciones, defectos y carencias propias, como para agregarle, además, el sobrepeso de unas sociedades dirigidas por seres dominados por un irracional afán de poder. Estos dirigentes pueden resultar sumamente racionales para ejercer su dominio, pero, desde el punto de vista del bienestar del conjunto de la sociedad, nosotros consideramos que resultan, totalmente irracionales.

La irracionalidad social de los hombres que dominan una sociedad, culmina provocando el aumento de la irracionalidad entre quienes la integran.

A la irracionalidad de nuestros instintos primarios, siempre latentes, se le suman entonces los efectos de vivir en una sociedad irracional.

¿Por qué consideramos que esta sociedad resulta irracional?

Porque el objetivo natural de toda asociación es un acercamiento entre dos o más individuos para un fin determinado, lo cual constituye una acción, un hecho social que disminuye la distancia que anteriormente separaba a dichas personas.

Quiere decir que, el fin natural de toda asociación humana es mejorar la condición de vida de todos quienes se asocian y no, el establecer una mejor condición de vida para unos pocos, a costa de una peor condición de vida para los demás.

La sociedad humana, entendida ésta como un estado-nación, ha sido incapaz de establecer relaciones fraternalmente solidarias, debido, al menos en gran parte, a los valores que fijan las relaciones sociales establecidas por las necesidades propias del modelo productivo-económico dominante.

El conjunto humano universal actual nos presenta una parte de seres humanos socialmente integrados al desarrollo del proceso productivo-económico vigente y, simultáneamente, otra parte, numéricamente importante también, que aparece como disociada (marginada) de los beneficios del mismo, por no decir, perjudicadas, como consecuencia de las relaciones sociales que se dan dentro de la economía capitalista.

La marginación social representa el costo social que tal crecimiento económico provocó y provoca, cada vez, de forma más acentuada. Cuanto mayor ha sido el crecimiento económico de un país, mayor ha resultado también la distancia económica, social y cultural que lo separa de los otros con quienes está en estrecha relación económica.

Y, lo mismos sucede al interior de cada nación estado.

Sin esta marginación, el crecimiento productivo-económico, tal como hoy lo conocemos, no existiría porque, de otra forma, no hubiera sido viable. La acumulación de capital individual sólo es posible a través de la expropiación de una parte del valor producido colectivamente, así como la acumulación del capital nacional sólo es posible a través de la expropiación de una parte del valor producido en el exterior.

Creo que, en definitiva, todo relacionamiento social presenta dos formas de conducta que, fundamentalmente, conducen a la asociación y a la disociación.

La asociación humana es una colectividad que se ha constituido - haya ello ocurrido voluntariamente desde sus bases, o haya sido ella instituida autoritariamente desde arriba - para realizar el intento de conseguir uno o más objetivos (fuera del alcance de la capacidad de ser obtenidos individualmente por quienes están interesados en ellos), a través de una presencia estable y actividades colectivas, aseguradas, al menos en parte, por una determinada forma organizativa.

En teoría, toda asociación debe determinar un cierto proceso de “acercamiento de las partes” (individuales o grupales), es decir, de acortamiento de la “distancia social” preexistente, constituyéndose, deliberadamente, en un medio capaz de establecer ciertos vínculos solidarios y, de mejorar su eficacia.

Sin embargo, así como la sociedad feudal europea tendía al mantenimiento de las posiciones sociales de la familia en la que cada individuo nacía, la sociedad capitalista, ha tendido, inexorablemente, más allá de una más amplia estratificación, a ensanchar las diferencias entre ambos extremos.

Sociabilidad, es el término con que la ciencia designa esa capacidad naturalmente adquirida y desarrollada por el ser humano inteligente que tiende a establecer relaciones sociales de cooperación, sobre la base de la satisfacción de determinadas necesidades y de compartir ciertos intereses . Es importante establecer el acicate que, para el desarrollo humano, han representado las necesidades que el hombre, a lo largo de su historia, ha debido tratar de solucionar.

Pero aquí debe acotarse que, demasiadas veces, la solución encontrada por el ser humano para solucionar determinado problema no hizo otra cosa que engendrar un problema mayor. Quiere decir que, no todas las soluciones encontradas han sido las más inteligentemente racionales.

En definitiva ser sociable no es otra cosa que poseer la habilidad de saber adaptarse (aunque este término los sociólogos lo usan para el colectivo y no para el individuo) exitosamente, a las exigencias de la sociedad en que el individuo realiza su periplo vital. Pero, tanto la sociabilidad como la adaptación no son estados permanentes, sino que ellos representan procesos, que van desde el acercamiento, pasan por la tolerancia y culminan en una fusión o compromiso.

La asociación humana ha sido viable, no porque el hombre (mujer o varón) sea un ser naturalmente sociable, sino, porque él ha resultado ser un ente socializable.

Ahora bien, una cosa es la habilidad de saber adaptarse a las necesidades que imponer el vivir en sociedad y, otra cosa bastante distinta, el fenómeno de ser socializado, es decir, de quedar resignado a soportar las normas arbitrarias e injustas que muchas veces impone la sociedad a través de la fuerza de un estado dirigido por elitocracias o gobernado autoritariamente.

La sociabilidad del ser humano, para que no sea un proceso castrador de las potencialidades del ser humano, debe ser un proceso formador de sujetos activos constructores de esa misma sociedad en que vive y no, individuos que quedan marginados, por pasividad propia o por discriminación censataria, de la efectiva participación en la gobernación de los intereses del colectivo que integra.

La organización social de los hombres es un proceso que, en todo tiempo y lugar, ha llevado a los seres humanos a asociarse con fines de cooperación productiva, de defensa, de diversión, de gratificación y control del impulso sexual, y, de ataque.

Ella surgió como respuesta a una necesidad individual compartida con otros congéneres y, cuya solución requería de una obligada concertación para realizar una actividad asociada tras de un objetivo compartido. Dicha actividad compartida funciona como un factor integrador y, ello a su vez puede conducir, generalmente así ocurre, a la creación de órganos centralizados de control.

Puede decirse que la organización social surgió del hábito de actuar conjuntamente, gracias al desarrollo de la capacidad de entenderse espontáneamente para actuar colectivamente.

Ahora bien, en toda sociedad, en toda asociación, existe una voluntad consciente de actuar en común.

Pero, la organización social, la estructuración de la sociedad, conlleva el sentido explícito de una acción concertada y claramente orientada a establecer una serie de relaciones relativamente estables, entre partes que se diferencian por la labor productiva que cada una de ellas realiza, lo que a su vez origina, la necesidad de establecer actividades determinadas en campos muy específicos, obligadamente complementarios los unos de los otros, como: la familia, la producción y economía, la educación, la política, la religión.

Todo relacionamiento social implica la posibilidad de conflictos de menor o mayor entidad.

La disociación, es decir el alejamiento entre las partes integrantes de una sociedad, derivado de un conflicto social irresuelto, puede llevar hasta el divorcio completo. De ahí deriva la marginalidad. La indiferencia de las autoridades ante determinados problemas económicos y sociales que afectan a una parte importante de la población de los países, ha provocado el fenómeno de la marginalidad, es decir, de la exclusión social, lo que no es sino la expresión de una ya gran disociación. La mayor disociación dentro de una sociedad se da cuando un conflicto involucionado, lleva a una de las partes a tratar de eliminar a su contraparte.

La marginalidad, es la situación en que se encuentran quienes son desplazados, dentro del fenómeno de la movilidad social, hacia la posición tan inferior que, aunque quedando en relación con el sistema social del que provienen – del que, en teoría, continúa teniendo análogo derecho formal o substancial a ambas cosas – en la práctica, son excluidos tanto de participar de las decisiones que gobiernan el sistema en sus distintos niveles –las que, en general, se adoptan en las posiciones centrales que ocupa la elitocracia – como del disfrute de los recursos, de las garantías, de los derechos que el sistema asegura a la mayor parte de sus miembros.

La marginalidad, generalmente, aparte de la morfología social, tiene también connotaciones espaciales (cantegriles, villas miserias, favelas, montes naturales). Dicha marginalidad se manifiesta en lo económico, lo político, lo territorial, lo educacional, lo cultural y lo moral, por lo que, en definitiva, una sociedad donde tal fenómeno no esté reducida a un número escaso y circunstancial de seres humanos, en definitiva es una sociedad compuesta por dos naciones

Aquellos individuos que, por inadaptaciones psicológicas, eligen el excluirse de una vida social, no deberían incluirse como seres marginados por la sociedad.

Los descubrimientos científicos y las innovaciones tecnológicas de las últimas décadas han aumentado el número de las personas que no pueden acceder a un mercado de trabajo formal y permanente, y tal masiva desocupación forzada, que disminuye las posibilidades de ingresos justos para quienes trabajan y no poseen especializaciones demandadas por el mercado laboral, favorece el aumento del número de los seres humanos que son excluidos de los derechos y beneficios que la magna ley les otorga, a pesar de quedar sometidos a las obligaciones que ésta les impone.

Ser marginado, implica no sólo el haber sido desplazado hacia la situación más desventajosa, quedando por debajo del nivel de subsistencia, medido éste con base en los parámetros de la sociedad de la época, de la cultura local, del grado de desarrollo social y tecnológico, sino que ello, generalmente conlleva la imposibilidad práctica de elevarse de esta situación, en especial cuando se trata personas integrantes de segundas generaciones que afrontan tal aberración social.
Í
El grado de civilización de una sociedad debiera medirse en base a la racionalidad o no, de quienes la gobiernan, y no sobre una mayor o menor creación de determinados bienes, puesto que esto generalmente se efectúa vulnerando los naturales derechos del hombre, causando daños irreparables en el medio ambiente natural y agotando los recursos naturales finitos.

Ningún hombre, por sí solo, acomete la locura de intentar exterminar una sociedad, en tanto que las sociedades sí que aparecen, a lo largo de la historia de la Humanidad, como empeñadas una y otra vez, sea a través de una forma más abierta y violenta o de una manera más solapada y menos cruenta, abocadas tanto a la tarea de exterminar a otras sociedades, como de eliminar toda posibilidad real de que, en su propia interna, puedan existir hombres efectivamente libres, .

La historia de la humanidad nos presenta un panorama, en algunos aspectos, inquietante. Los hombres han dedicado prolongados períodos de su vida individual, grupal, tribal, o nacional a guerrear, es decir, a deliberadamente dañar, cuando no a destruir y a aniquilar, a otros individuos, grupos, tribus o naciones.

En ese sentido, la modernidad, teórico reino de la racionalidad, no sólo no fue una excepción, sino que, ella alumbró el nacimiento de las guerras universales, es decir, de aquellas que enfrentaron a países geográficamente ubicados en distintos continentes, es decir, distanciados en el espacio físico de nuestro planeta.

El conflicto bélico, en definitiva, no es, generalmente, otra cosa que la expresión mayor de un conflicto de intereses económicos contrapuestos, es decir, la disputa por determinados bienes escasos que ambas partes contendientes necesitan poseer imperiosamente, para así poder satisfacer alguna de sus necesidades de expansión.

Ello no obstante, la modernidad también aparejó la construcción, o la estructuración de sociedades nacionales cada vez más complejamente estratificadas, económicamente más poderosas, ideológicamente más liberales, teóricamente más democráticas, pero incapaces de desminuir, y menos aún de eliminar, aquellas injusticias y arbitrariedades sociales, capaces de por sí, de constituirse en el motor de la desintegración de dichas sociedades.

¿Qué es lo que posibilita el nacimiento y la vida de una sociedad humana?

Compartimos la idea de quienes sostienen que, no existen elementos ciertos que permitan afirmar, con veracidad, el que los hombres posean una disposición innata que asegura su inserción natural en aquellos grupos con los va entrando sucesivamente en contacto, a partir de su nacimiento.

Por el contrario, en realidad, cada recién nacido, cada recién allegado, es un extraño al que es necesario educar con esfuerzo, renovando reiteradamente la necesidad de respetar determinadas normas de convivencia que son las que evitan la disgregación del grupo.

Pero cada individuo, con el transcurrir del tiempo, se forma una personalidad única, fruto de la integración de su genotipo con su historia personal, lo que determina la formación de necesidades, motivaciones y objetivos individuales, diferentes, al menos parcialmente, con las que poseen los otros integrantes del colectivo.

La socialización es el proceso instrumental que posibilita la compatibilización de las necesidades, motivaciones y objetivos individuales, con los de la colectividad.

La estructuración social es un nivel superior de la organización social y, ello requiere la existencia de un esquema de comportamiento, elaborado socialmente e impuesto por la institución gobernante bajo forma de normas (leyes), al conjunto de los individuos que integran tal colectivo.

A diferencia de una sociedad simple, que puede ser concretada con un objetivo bien acotado y por un tiempo relativamente breve, la organización de una asociación y su estructuración no son el resultado de un comportamiento reactivo, sino, principalmente, de un conjunto de acciones conscientes, tendientes a establecer relaciones permanentes. Dichas acciones tienen en cuenta las acciones de los demás, porque los sujetos que la integran poseen una cultura común y, por consiguiente, son capaces de interpretar acertadamente el sentido de las acciones propias y las de los demás, siendo por lo tanto aptos para preveer, al menos parcialmente, el resultado de ellas; los sujetos, entonces, se fijan metas y hacen opciones, no obligadamente racionales, entre distintas alternativas; las acciones conscientes, empero, no excluyen la presencia de comportamientos inconscientes que no necesariamente resultan congruentes con aquéllas.

La socialización del ser humano resulta de un conjunto de “procesos formativos” que acompañan a cada individuo a lo largo de todo su ciclo vital, en el curso de su interacción social (relacionamiento social) con una cantidad indeterminada de colectividades. Ellos comienzan a partir de la familia o de otra institución que la sustituya en los primerísimos años de su existencia, es decir, en la etapa en que el niño es psíquica y físicamente dependiente de los mayores, desarrollando un grado mínimo y, en ciertas condiciones, grados cada vez más elevados de capacidad de comunicación y de prestación, compatibles con las exigencias de su supervivencia psicofísica dentro de una determinada cultura, en un determinado nivel civilizatorio.

En su relacionamientos con los distintos tipos de grupo o de organización, cada ser humano recibe de ellos los medios necesarios para su sociabilidad, a través de formas de intercambio adecuadas a sus sucesivos estadios etáreos. Así es como la sociedad convierte al genotipo individual en un fenotipo social.

A través de las relaciones sociales, es decir, de la comunicación, conexión, vínculo e interdependencia entre los sujetos individuales o colectivos, sus partes son inducidas o forzadas a actuar de determinados modos, excluyendo otros, con independencia de sus preferencias y del hecho de que tengan o no conciencia de las condiciones que los vinculan.

Las primeras relaciones sociales se dan, como consecuencia de la relación sexual, en el ámbito del núcleo familiar, luego con el medio humano no familiar que nos rodea (en la actualidad, éste ya no se reduce al geográficamente más cercano, sino que, él ha adquirido dimensión internacional como consecuencia de la globalización), desde el campo de la educación, pasando por el del trabajo, la economía y la política, culminando en el de la justicia. La relación jurídica es un muy importante regulador del comportamiento y de la acción social.

Es así como cada hombre, mujer o varón, resulta “enculturizado”, es decir socializado, adaptado al medio social en que desarrolla su existencia, como resultado de tres acciones que la sociedad ejerce sobre él, a través de:

a) El aprendizaje de las prescripciones del papel que le corresponde asumir. Como resultado de ello, el individuo es convertido en un ser socializado, es decir, capacitado para pensar y actuar de conformidad con los valores y las normas dominantes en el sector social del que forma parte. Se espera que, como resultado de las enseñanzas aprendidas, el individuo encuentre suficiente gratificación para actuar de acuerdo a lo que se establece para el papel que asume desempeñar dentro de la sociedad.

b) La reducción del amplio margen de potencialidades que cada individuo posee en el momento de su nacimiento, a uno reducido a las conveniencias del grupo social del que forma parte.

c) El estrechamiento de la relativa autonomía que cada ser humano posee para enfrentar las variadas situaciones a las que se encuentra progresivamente expuesto en el transcurso de su vida y, el aminoramiento de la capacidad de desarrollar un modelo propio de comportamiento social, relevante y coherente, en el desempeño de los diversos papeles que deberá desempeñar durante su existencia.

La socialización del ser humano implica la formación del carácter social de los integrantes de cada sociedad.

Nos referimos a carácter social, entendiendo por tal, la manifestación observable del modo en que un individuo habitualmente modera y armoniza las tareas impuestas por sus pulsiones internas (instancias y tensiones procedentes de uno u otro elemento de su personalidad), ante la presencia de requerimientos o presiones procedentes del ambiente social en que vive.

En otras palabras, el carácter social, representa la forma en que la energía humana es modelada a través de la adaptación dinámica de las necesidades del hombre (mujer o varón), a las exigencias de una determinada sociedad, resultado así adecuadamente canalizada para que sirva como eficaz fuerza productiva en el orden social en ella dominante.

En definitiva, la acción concreta de las personas, no es sólo la consecuencia natural de la disposición psicológica formada en los individuos, sino que ella, es también, la resultante de las normas de conducta impuestas por: la tradición, la educación, las leyes, las presiones económicas y la fuerza del Estado.

Entre las disposiciones psicológicas de los individuos y las instituciones, los modelos culturales y los ordenamientos sociales, existen a menudo, incongruencias substanciales.

La uniformidad de los comportamientos sociales que es dable observar, o, la conformidad con las prescripciones establecidas, son debidas a las presiones del ambiente social, a través de las cuales se pretende obtener que las personas actúen como el sistema considera necesario que lo hagan, aunque en realidad no lo deseen así o sufran por lo que hacen, ya que los individuos, igualmente encuentran una cierta satisfacción psicológica en el hecho de actuar de acuerdo a lo establecido por el ordenamiento social vigente en el grupo de que forma parte.

Usamos el término ordenamiento social, para designar a la estructura de las relaciones sociales fundamentales de una sociedad, es decir, al conjunto institucionalizado de las relaciones y procesos que constituyen un determinado sistema social, o sea, un conjunto de posiciones ocupadas o papeles desempeñados por sujetos individuales o colectivos que interactúan - mediante comportamientos, acciones, actividades de naturaleza específica en el campo de la economía, de la política, de la educación, de la cultura, de la religión, etcétera - dentro de un marco de normas reguladoras, de leyes, y de otros tipos de vínculos, que limitan, todos, la variabilidad de los actos permitidos a cada individuo en su relacionamiento con los demás. Nos estamos refiriendo, entonces, a las relaciones entre clases y estratos sociales, así como entre distintas clases y segmentos de la población y del Estado, tal como se realizan históricamente en una determinada formación económico-social equilibrada, cristalizándose por largos períodos en distintos tipos de institución.

Dentro de esta acepción, mantener el ordenamiento social, no significa mantener la paz entre los ciudadanos, reprimir la delincuencia, canalizar hacia procesos de contratación institucional los fenómenos de conflicto que tienden a disgregar una sociedad. Mantener el ordenamiento social quiere decir aquí, conservar la estructura de las relaciones sociales existentes, aunque ello implique favorecer a cierta clase privilegiada que gobierna en el marco de un sistema global de dominio o, el mantenimiento en vigor de una forma determinada de gobierno en contra de toda posible alternativa.

Cuando se habla de sistema social, está siempre implícita la existencia de un determinado consenso social. Pero, el consenso, en definitiva, no hace sino resguardar los intereses del grupo que dispone de un poder mayor. Por eso los consensos sociales que podemos observar no logran evitar la presencia permanente de conflictos que, si no son sabiamente solucionados, terminarán destruyendo a la sociedad que persista en tal error.

La estructura del sistema social está constituida por la trama de relaciones sociales, relativamente estables, independientes de la identidad de los individuos o colectivos participantes que la conforman.

La forma efectiva en que en una sociedad se dan las relaciones sociales, en el campo de la producción de bienes y de la economía, constituye sin duda alguna, una de las causas históricamente determinante de la aparición del fenómeno de los procesos de diferenciación social que culminan provocando desigualdades sociales en el seno de las sociedades humanas.

Es a través de los procesos de diferenciación social que las partes integrantes de una población (grupo, sociedad o sistema social) adquieren gradualmente una identidad distinta, expresada en términos de actividad, función, cultura, poder, autoridad, estructura, u otras características, socialmente significativas y relevantes que, en su evolución y desarrollo, culminan produciendo la estratificación social.

El término estratificación social refiere a la objetiva disposición, o a la clasificación subjetiva, de arriba hacia abajo o viceversa, de una población, o a su ordenamiento en fajas continuas y superpuestas, llamadas estratos sociales, los cuales se distinguen entre sí, por un distinto monto de riqueza, de poder, de prestigio, o de otra propiedad socialmente relevante que cada uno de ellos posee.

La estratificación social expresa claramente las principales formas de diferenciación y de desigualdad existentes en un colectivo, implicando siempre dicho término, una noción de jerarquía donde, cada estrato se sitúa en relación con los otros, en una posición superior o inferior.

La existencia de clases sociales diferenciadas constituye una consecuencia y, es a su vez, la manifestación social de las diferencias previamente ocurridas en el terreno económico, jurídico, político y cultural.

Muchas de las diferencias objetivas existentes entre los miembros de una colectividad, especialmente en el terreno económico y jurídico, tienden a ser socialmente definidas como desigualdades.

Cuando conjuntamente se dan las condiciones que enumeramos a continuación, las diferencias sociales provocan acciones y reacciones destinadas a eliminarlas.

Esas condiciones son:

1) Diferencias que manifiesten la posesión de cantidades más o menos grandes de recursos sociales relevantes, o bien, una mayor o menor posibilidad de acceso a un estatus superior.

2) Que tales diferencias sean consideradas como producto de mecanismos de selección destinados a mantener un ordenamiento social dado, y no el resultado natural de los méritos o dotes individuales de unos y de la ausencia de méritos y dotes personales en los demás.

3) Que dichas diferencias, parezcan superables (al menos al principio) mediante acciones dirigidas a modificar los mecanismos de selección, o a eliminarlas, transformando más o menos radicalmente el ordenamiento social al cual se consideran congénitas.

4) Que ellas sean interpretadas por la conciencia social de los más desfavorecidos, o de sus portavoces intelectuales o políticos, como una injusticia.

Las diferencias sociales, fundamentalmente las económicas, culturales y jurídicas, terminan provocando el agrupamiento de aquellos individuos que comparten una similar posición, en la estructura históricamente determinada de las relaciones económicas y políticas fundamentales de una sociedad, o que desempeñan una similar función en la organización global de la misma, fenómeno que da lugar a la aparición de distintos estamentos y diversas clases sociales. Por ejemplo, empresarios y asalariados, o bien, dirigentes, intelectuales, campesinos, trabajadores, militares, profesionales universitarios.

Estas clases sociales tienden objetivamente a configurarse como organismos sociales, es decir, sujetos colectivos que, bajo determinadas circunstancias resultan capaces de realizar una acción unitaria. Aunque puedan resultar algo difusos los límites de poderío económico, cultural, político y jurídico, que distinguen a un estamento social de otro, resultan más claramente observables, aquellas diferencias que separan a una clase social de otra. No obstante ello, una vez aclarado el criterio establecido para su categorización, la línea divisoria se vuelve categórica, por lo que, cada individuo sólo puede pertenecer a un solo estamento y clase social. A pesar de estas diferencias categóricas, resulta que todos los sectores sociales (estamentos y clases), al menos en las sociedades contemporáneas, están en una relación de interdependencia, a menudo antagónica entre ellas, constituyendo una determinada estructura de clases sociales.

Uno de los aspectos más notables de la existencia de las clases sociales es el que, cada una de ellas tiende a desarrollar su propia cultura, la que, igualmente, no deja de compartir, un porcentaje, variable según sea el caso, de algunas de las diversas pautas de la cultura nacional, y ésta a su vez, a partir de la modernidad, de un creciente porcentaje de la cultura global.

Ahora bien, las sociedades humanas existen en medio de un entorno natural y, tanto éste como los seres humanos, son seres vivos y, por lo tanto, mudables. Debido a ellos, es decir, a los cambios de la naturaleza y a la sensibilidad y curiosidad humanas, siempre aparecen nuevas necesidades que, incentivando el ingenio, terminan ayudando al encuentro de nuevos conocimientos y a la elaboración de nuevas técnicas de producción.

Únase a ello el factor psicológico de la entidad humana y se encontrarán las fuerzas que impiden una estática social y promueven, en cambio, una dinámica social, de mayor o menor intensidad que, a lo largo de las etapas agita la existencia tanto dentro de cada una de las sociedades como al interior de sus clases sociales, de los estratos sociales de éstas y de cada uno de los individuos que la componen, promoviendo así un despliegue de potencialidades que, por su propia naturaleza, son innatas de cada estructura social determinada.

Observado a lo largo de su existir, el conjunto de las sociedades humanas nos muestra que ellas han experimentado diversas transformaciones, habiendo evolucionado, desde un estadio inicial donde la organización social era relativamente simple, la división del trabajo social limitada, la población poco numerosa y, la dependencia del ambiente natural muy grande, a un estadio en el cual, la organización social contemporánea presenta un notable grado de complejidad, la división del trabajo social es muy avanzada, la población es muchas veces mayor y, la dependencia del medio ambiente natural se ha reducido sensiblemente.

Cumplen así su ciclo natural, compuesto de, un estadio inicial de “crecimiento”, uno de madurez y, uno final, de declinación, crisis y eventual disolución, con lo que cada estructura social deja su lugar a otra.

Tales transformaciones se han realizado a través de una secuencia de estadios intermedios, caracterizados por cambios estructurales en varias esferas de la acción social, las que se han sucedido en un orden casi constante, estando correlacionados entre sí, aunque cada sociedad particular puede haberse salteado alguno de tales estadios, haberlos experimentado en forma distinta, o, en algún caso, haber regresado a un estadio precedente.

Las sociedades humanas han evolucionado no sólo como resultado de la interacción entre las distintas fuerzas sociales internas, sino que, a menudo, ellas también evolucionan como consecuencia de una comunicación más íntima con otras sociedades, que tanto pueden estar en su entorno más inmediato como en uno más lejano.

La evolución de las sociedades ha estado acompañada de un progresivo incremento de la complejidad horizontal y vertical de la organización social.

La diferenciación horizontal es claramente observable en la economía, en el derecho, en la educación, en la religión, en la política, mientras que, la diferenciación vertical está pautada por el incremento de los niveles y de los tipos de riqueza, de autoridad, de poder, es decir de las diferentes posiciones sociales, también conocidas como, estatus.

La evolución de una sociedad la podemos percibir en el tendencial crecimiento de sus dimensiones demográficas, en la incorporación de instrumentos de trabajo más sofisticados, en la evolución de las funciones intelectuales, en el incremento de su eficiencia económica, en el aumento de la reciprocidad de los intercambios de diversa naturaleza, en el desarrollo de los principios de la personalidad, del derecho, de los órganos de gobierno y de control.

Toda evolución social, entonces, ha sido precedida, luego acompañada y, finalmente seguida, de una evolución cultural, donde, la incorporación de nuevas técnicas de producción han jugado siempre un papel determinante, favoreciendo los cambios modificatorios de las formas de producir y de las relaciones de producción.

Pero, no toda evolución social implica, obligadamente, un progreso social.

La evolución de una sociedad sólo se convierte en progreso social, cuando se produce un cambio positivo en el terreno de la ética, y no simplemente cuando existe un desarrollo productivo-económico.

Sólo cuando la ética comienza a regirse por valores sociales más elevados (en relación con el respeto que se merece toda persona humana) se produce un crecimiento efectivo de todas las libertades, la igualación de deberes, derechos y oportunidades, la eliminación de las desigualdades irritantes, apareciendo una efectiva garantía del respeto de los naturales derechos de todo ser humano, para de esta forma lograr un estadio de cohesión y armonía entre todas las relaciones sociales.

La variabilidad del carácter propia de la personalidad individual de todo ser humano, es decir la cualidad de permanencia que caracteriza a la lucha entablada entre el dominio de los instintos o el de la razón, hace que toda sociedad nos presente señales de que su existir está siempre acompañado de conflictos de menor o mayor entidad.

Toda vez que, entre dos o más sujetos individuales o colectivos se produce una divergencia de objetivos, como consecuencia de que determinados recursos, objetiva o subjetivamente imprescindibles, resultan demasiado escasos para que todos los puedan conseguir, aparece una interacción social caracterizada por el hecho de que resulta indispensable a cada una de las partes, el neutralizar, desviar hacia otros objetivos o impedir la acción de la otra parte, aún si esto comporta infligir conscientemente un daño o sufrir costos relativamente altos frente al objetivo que se persigue.

La forma más aguda de conflicto social interno se presenta en un período revolucionario, cuando el logro de los objetivos de una parte se realiza a través de la eliminación de la contraparte como sujeto activo, o sea, quitándole todo poder e, incluso, todo derecho.

El conflicto mayor entre dos sociedades nacionales se da cuando se recurre a la vía armada para zanjar las diferencias.

Las desigualdades, las injusticias sociales que aparecen en una sociedad humana, sólo pueden producirse a raíz de la existencia de una relación de dominio.

El dominio no es otra cosa que una relación de superioridad o supremacía de un sujeto individual o colectivo (A), sobre uno o más sujetos individuales o colectivos (B,C, etcétera), en el ámbito de un sistema social integrado por A, B, C, etcétera, en el cual A, a pesar de todas las posibles apariencias en contrario, logra, en beneficio de su particular provecho, ejercer el control de los recursos materiales y no materiales conjuntamente producidos o adquiridos por el sistema, y los derechos inherentes a ellos, así como los procesos políticos correlativos a tales distribuciones, empleando para dichos fines, en combinaciones que varían según sean las condiciones objetivas de cada situación, diversas formas y dosis de poder, de autoridad, de influencia y de otros medios, capaces de condicionar ya sea el comportamiento o la orientación y la conciencia de los dominados, a través de los mecanismos de la socialización y del control social, usados efectivamente para lograr que B, C, y los demás, reconozcan como legítimo el arreglo en vigor (cosa que está sucediendo en los estados autocalificados de democráticos a través de un teórico libre contrato social), e impidiendo que B, C, u otros se sustraigan a ese arreglo distributivo o lleguen a modificarlo en una medida inaceptable para A.

El dominio, en definitiva, es el modo en el cual el control de la sociedad es efectivamente distribuido y ejercido en el cuerpo político, corresponda o no a la distribución y ejercicio de la autoridad formal del régimen.

Toda forma de dominio resulta de la combinación de un valor moral legitimante, el sujeto dominante y el modo de ejercer el dominio.

En realidad, en todos los principales campos en que se desarrolla nuestra existencia se dan otras tantas esferas de dominio, por lo que nos encontramos con diferentes tipos de dominio en la esfera de la familia, de la educación, de la economía, de la política, de la religión, de la cultura.

Típicos sujetos de dominio resultan quienes ocupan posiciones de punta en la dirección ejecutiva de las empresas, en las administraciones públicas y privadas, en las asociaciones económicas y políticas, en las organizaciones representativas de las clases sociales, en los partidos políticos, en las instituciones religiosas.

En toda sociedad donde alguien, en forma individual o colectiva (clase social dominante), ejerce alguna forma de dominio sobre el resto de las partes que la integran, existe un conflicto latente que, en algún momento, tenderá a lograr modificar tal situación, en beneficio de otra u otras partes, estableciendo una nueva interrelación que dará lugar o no, a una distribución más equitativa, o alguna nueva forma de dominio.

La clase social dominante aparece toda vez que, en una sociedad, como consecuencia de la posición que ocupa en el sistema productivo-económico o en el sistema político o, simultáneamente en ambos, o a causa de otros factores estructurales, llega a ejercer de hecho, determinado grado de dominio (mayor o menor), sobre el resto de las otras clases sociales, las que quedan dominadas a través de la organización estatal, el control de las fuerzas armadas, la propiedad o el control de los medios de producción, el sistema formal educativo, el monopolio de los medios de comunicación masiva y, la dirección de los partidos políticos.

Las prácticas de dominio no son otra cosa que el modo por el cual el control de la sociedad es efectivamente distribuido y ejercido en el cuerpo político, se corresponda o no con la distribución y ejercicio de la autoridad formalmente establecido en el contrato social.

El dominio de una clase económica no surge a partir de una institucionalidad jurídica legitimante, sino que, dicha institucionalidad - establecida siempre bajo la presión de la voluntad manifiesta de la clase que económicamente goza de mayor poder – es la encargada de garantizar jurídicamente el mantenimiento de la posición de dominio alcanzado de hecho por dicho grupo.

John Locke ya lo firmaba sin tapujos en el siglo XVII: la ley debe proteger los derechos de los propietarios y, sólo los propietarios tienen el derecho de legislar. De ese pensamiento derivaron las constituciones censatarias (como la establecida en nuestro país en 1830), las que estuvieron vigentes hasta comienzos o mediados del siglo veinte, según el caso de cada país.

La obstrucción jurídico-constitucional, al uso del instrumento democratizador que entraña el obligado recurso del sufragio universal como único elemento legitimante de la autoridad gubernamental, estuvo destinada al aseguro jurídico del dominio político de las clases económicas dominantes.

Así es como quedó jurídicamente legitimada, la posibilidad de que las clases superiores (superiores desde el punto de vista de que gozaban en exclusiva del privilegio de determinados derechos), la de los dueños o controladores de los medios de producción, pudieran retener y utilizar para su personal provecho, el excedente del valor producido por el trabajo de las clases inferiores (inferiores porque quedaban en una situación de inferioridad de derechos en relación con los de las clases superiores) y ello legalizó la explotación que un número minoritario de hombres, ejercían y siguen ejerciendo, sobre un número mucho mayor de ellos.

Poder disponer –individual o colectivamente – de una clara ventaja para el uso de los medios de producción (tierras, talleres, fábricas, etcétera) y/o de la fuerza de trabajo de quienes en ellos laboraban aparejó, para los integrantes de las clases dominantes, disfrutar de la práctica de realizar acciones, jurídicamente legitimadas, de coerción física, psíquica e ideológica sobre los miembros de las clases dominadas.

Porque, el dominio que ejerce una clase social no se limita al terreno económico, sino que éste, en el modelo productivo-económico dominante, indefectiblemente conlleva el dominio político y, a través de éste, se ejerce sobre las clases dominadas un efectivo dominio cultural, que se afirma a través del proceso educativo formal.

Sin ese dominio cultural no podrían mantener el poder político que actualmente poseen en las falsas democracias (falsas, porque, en realidad, vivimos en elitocracias) y, sin su poder sobre las organizaciones políticas, quedaría expuesta a la pérdida del dominio económico de que disponen.

Una vez asegurada jurídicamente la práctica de acciones dominadoras, los integrantes de las clases dominantes se avinieron, por una cuestión de economía, a preferir transformar, al menos en parte, los componentes objetivos de dominio en componentes subjetivos, cambiando poder por autoridad y control por influencia, de forma tal que el dominio se transfirió del exterior al interior de los individuos, logrando así la pacífica apropiación de la mente de los dominados. Esta es la esencia de las actuales falsas democracias..

La democracia es la forma de gobierno que asegura una asociación política y una unidad económica, basada en la teoría de que la totalidad de sus miembros tienen el mismo derecho y la misma posibilidad objetiva de intervenir en las decisiones de mayor relevancia colectiva, sea directamente, expresando en persona la propia voluntad, o indirectamente, mediante representantes elegidos libremente entre los votos de todos.

Pero esta forma de gobierno, hasta ahora no ha sido posible ser ejercido a cabalidad en ninguna de las sociedades humanas conocidas, por lo que, en consecuencia, todas las autodenominadas democracias existentes están ocultando diversas formas de dominio ejercido por una o más clases sociales, sobre el resto de las partes que integran la sociedad, a través de las elites gobernantes.

Nos hacemos responsables de la trascendencia que se deriva de afirmar que, en la actualidad no existen democracias y, ni siquiera procesos clara y terminantemente dirigidos al logro de la democratización de la sociedad, porque nos falta ¿valor? o ¿resignación? para inclinarnos ante el peso del pensamiento dominante que, naturalmente, no puede hacer otra cosa que sostener una visión que tiende al mantenimiento de un ordenamiento social favorecedor del sostenimiento de las posiciones alcanzadas por la o las clases sociales dominantes.

Nuestra afirmación se basa en dos aspectos fundamentales. Pese a que, se presenta a la democracia representativa como el valor legitimante del ordenamiento social, nos encontramos con que, ni los representantes son el resultado de unas elecciones realmente libres (dada la forma en que funcionan los partidos políticos, el nivel de formación de los electores y el marco de información con el que éstos deben formar su opinión para saber cuál es la opción más adecuada para los intereses de quien la efectúa), ni el resultado del ejercicio del gobierno representa un progreso hacia la democratización integral de nuestras sociedades.

Es que, en realidad, el valor que verdaderamente priorizan nuestras sociedades, todas ellas encuadradas dentro del modelo económico-social capitalista, es el interés del capital, mientras que, la democracia tiene como valor de base el respeto absoluto a la dignidad del ser humano.
.
Ahora bien, afirmar que toda forma de dominio es algo injusto o negativo, no es sino el resultado de una identidad cultural dada y responde a nuestra propia escala de valores que podrá ser o no compartida por unos pocos, por muchos o por la mayoría.

Aquí corresponde acotar que, si bien existe una cultura social y una cultura nacional, dentro de cada clase, sector o estamento social, cada individuo elabora, o, mejor dicho, adhiere a una cultura personal, en consonancia con las características de su personalidad

La personalidad es esa estructura, o conjunto organizado de elementos intrapsíquicos, que predispone a cada individuo a accionar y reaccionar de ciertos modos, según se la situación a que se enfrenta, pero sin llegar a constituirse en un modo recurrente de acción o de comportamiento. Integran ese sistema de elementos: las modalidades perceptivas y cognoscitivas, las disposiciones de la necesidad, los apegos afectivos, las pulsiones motivacionales, y las aptitudes que se desarrollan en el individuo a través de la interacción entre su dotación biológica, las particulares experiencias biográficas, los sistemas sociales en que está inserto y la cultura a la que está expuesto. Una parte de dichos elementos sólo opera a nivel de inconciencia o de semi-inconciencia. Quiere decir que, la personalidad, en definitiva, está constituida por una estructura profunda, formada por varios elementos y niveles no directa o igualmente observable, en la que se integran dinámicamente, los aspectos psíquicos y los aspectos socio-culturales.

Cada cultura observable en una sociedad nacional determinada no es otra cosa que un producto histórico que se desenvuelve mediante el desarrollo interno, capaz de adquirir ritmos diferentes a través de procesos de importación cultural y de aculturación acumulados durante siglos e incluso, en algunos casos, durante milenios.

Pero conviene aclarar que, en realidad, cada grupo, clase, profesión u otro segmento diferenciado de la sociedad nacional, tiende a desarrollar su propia cultura.
Si analizamos la afición a los diversos deportes que se practican en una sociedad, podemos observar claramente, como algunos apasionan o son practicados por integrantes de todos los sectores sociales, y alguno sólo preferido por determinado estamento social.

A su vez, toda cultura está conformada por innumerables elementos ideológicos y materiales que, incluso alcanzando una cierta integración recíproca, son en gran parte de origen heterogéneo, provenientes de otras sociedades y culturas remotas en el tiempo y en el espacio, de modo tal que, carece de todo sentido, para nuestras culturas contemporáneas, calificarlas de “puras”, “genuinas” o “autóctonas”.

Resulta entonces que, el volumen total de cultura que un individuo determinado, o de una generación dada, tiene a su disposición siempre es enormemente superior al producido por ésta. Eso sí, con la contribución que aporta cada generación, dicho volumen puede crecer con progresión aritmética, geométrica o exponencial, de acuerdo con el tipo de componente que se trate, produciéndose, al menos en la actualidad, con mayor rapidez en la tecnología y la ciencia que en las artes.

Todos los elementos inmateriales de la cultura, es decir, valores y símbolos, normas y lenguajes, son aprendidos por los seres humanos en base a su estructura biológica y fisiológica, tal como aprenden a hacer uso de los elementos materiales

Cada ser humano normal, al nacer, está capacitado para aprender gran parte de los elementos de todas las culturas, pero, con el paso del tiempo, el rango de la posibilidad de aprendizaje, en general, comienza a reducirse drásticamente. Pero, en definitiva, todo ser humano sólo es capaz de aprender una fracción menor de la cultura filosófica, religiosa o literaria acumulada durante todo el pasado de la humanidad.

Y, cada ser humano posee una cultura implícita a la que adhirió durante la socialización primaria, adquirida de forma inconsciente por parte de cada individuo y una cultura explícita, aprendida selectivamente y de forma deliberada.

Todas las nociones de positivo y negativo, de bueno y malo, de conveniente e inconveniente, de recto y tortuoso, de justo e injusto, de verdad y falsedad, pertenecen al mundo de la cultura de las sociedades humanas, con toda la diversidad de sus posibles ingenierías. Ni la moral ni la ética son elaboración de seres que nacen, crecen y viven por fuera de una sociedad humana, sino que son producto cultural de éstas.

Dichas apreciaciones varían de cultura a cultura, y dependen del momento histórico de cada pueblo y de la etapa económica que él atraviesa en un determinado momento. Lo que hoy es bueno aquí, en otro lugar o en otro momento histórico, fue o puede ser considerado malo, y, viceversa.

Pero, lo que realmente queremos resaltar para finalizar, es la irracionalidad que encontramos en la conducta de los hombres y en el funcionamiento de sus sociedades.

Nos estamos refiriendo, en estas líneas inmediatas, a la irracionalidad con que demasiadas veces se intenta dar soluciones a los conflictos sociales, sean éstos de carácter nacional o de índole internacional.

El conflicto social no es otra cosa que el surgimiento – entre dos o más sujetos individuales o colectivos - de una divergencia en torno a ciertos objetivos, en presencia de recursos demasiado escasos para que dichos objetivos puedan conseguirse simultáneamente por todas las partes. Ello lleva a que cada una de las partes considere, objetivamente necesario, o subjetivamente indispensable, neutralizar, desviar hacia otros objetivos, o impedir la acción de la otra parte, aún en el caso de que ello implique el conscientemente infligir un daño al otro, o sufrir costos relativamente elevados, con relación al objetivo perseguido.

El conflicto resulta ser una patología social que ha afectado a todo colectivo humano desde antes de la época propiamente histórica, siendo la consecuencia de factores disociantes tales como: la envidia y el odio, o la necesidad y la codicia. No obstante ello, el conflicto, algunas veces puede convertirse en un elemento capaz de lograr cierta reunificación, al menos temporal, si llega a canalizarse hacia una fórmula aliviadora de tensiones. Tal trabajo del conflicto no significa la desaparición de él, sino la reducción de su intensidad o de su escala.

Entre los factores objetivos que provocan conflictos a nivel de entidades colectivas o clase sociales podemos detectar:

1) la escasez de recursos de utilidad común, existentes dentro de un mismo campo social, o situación dentro los cuales los sujetos están obligados a actuar;
2) la explotación, o bien la apropiación para fines privados (o públicos, pero no reconocidos por la mayoría de los sujetos pasivos) del trabajo o de los recursos de otros;
3) la ausencia de oportunidades alternativas para conseguir el mismo objetivo, o un objetivo análogo, sin tener que enfrentarse necesariamente con la acción o los objetivos del otro;
4) un bajo índice de movilidad social, que cierra a los miembros de las clases o estratos inferiores, o de una minoría étnica o religiosa, la posibilidad objetiva de sustraerse por sus propias fuerzas, a las condiciones ex existencia impuesta por la sociedad a la que pertenecen;
5) el retraso con el que las instituciones se adecuan al cambio social, sobre todo a las transformaciones de la estratificación social inducidas por el desarrollo económico;
6) diversas formas de diferenciación en la distribución de los ingresos, en la organización de las empresas agrícolas e industriales, en la educación, en el sistema político, en la seguridad social, en la administración de la justicia;
7) la división técnica del trabajo y, en cierta medida, la división social, en cuanto modelos organizativos que sustraen o hacen difícilmente comprensibles a la mayoría, los procesos de decisión, el funcionamiento de las unidades productivas, el trabajo ajeno, la estructura de las comunidades locales y de la sociedad en su conjunto;
8) la ausencia o la ineficacia de una praxis política capaz de inventar y proponer, con el apoyo de un conjunto de ideas apropiado, objetivos productivos tales que induzcan a las partes en conflicto potencial, a concentrar sus esfuerzos sobre ellos mejor que sobre otros, alcanzables aisladamente u opuestos a éstos, logrando así acuerdos aceptables para todas las partes.

Generalmente, la existencia de estos factores objetivos, no bastan, por sí solos, a desencadenar un conflicto de real envergadura; para que esto último suceda es imprescindible la presencia de ciertos factores de tipo subjetivo, como:

a) la percepción generalizada de la diferencia social, como una real injusticia. Una determinada diferencia puede ser sentida como injusta, provocando una reclamación, cuando aquellos que reciben menos, consideran que lo que reciben es inferior a lo que les justamente les corresponde, o bien cuando ellos, o un tercer, o un tercer sector, consideran que los más favorecidos en realidad reciben más de lo que honestamente merecen;
b) el retiro de la legitimación, o bien, la decadencia de la autoridad de cargos, entes e instituciones, por una parte consistente de la población;
c) el establecimiento, por parte de los sectores más desfavorecidos de la población, de grupos de referencia adecuados para transformar su sentido de privación relativa en privación absoluta, lo que resulta un factor de la mayor motivación;
d) la unificación ideológica de distintos estratos, sectores, clases sociales, cuando ésta logra ser presentada como algo connatural a la estructura de la sociedad vigente.

Pero, pero que un conflicto potencial se transforme en un conflicto activo, es necesario que él transcurra por un estadio superior, donde entran a intervenir los factores organizativos. Entre ellos destacamos:

1) la mayor o menor habilidad de las partes en conflicto para alcanzar acuerdos más o menos amplios o limitados en el frente de su campo de conflicto. A menor habilidad, mayor riesgo de conflicto y, una vez que éste haya estallado, mayor será su intensidad;
2) la libertad de organización y de expresión de las oposiciones, por parte de las fuerzas disidentes, de los trabajadores, de las minorías políticas, étnicas, religiosas. Aquí la menor libertad supondrá un mayor peligro de que el estallido del conflicto resulte de una mayor envergadura que si el mismo fuera resuelto en un ámbito de mayor libertad. Los extremismos de una parte suelen despertar los extremismos de la contraparte;
3) la capacidad organizativa de las partes que tienen interés en mantener activo un conflicto, o sea, la capacidad de organizarse en partido o grupo de presión, de utilizar los canales apropiados del sistema político, de seleccionar y llevar a la dirección los elementos más adecuados para actuar en una instancia crítica y, de reclutar seguidores y proceder a la debida integración de los grupos internos.

En general, las consecuencias destructivas del conflicto, suelen ser tanto más
amplias y graves, y las posibilidades positivas tanto más reducidas e intrascendentes, cuanto menores sean en una determinada sociedad, la tolerancia hacia los conflictos, la difusión de instituciones encargadas de regular los conflictos, las oportunidades alternativas, y cuanto mayor sea la inclinación a reprimirlo con el uso de la fuerza en vez de tender a regularlo.

Toda sociedad humana alberga, en potencia, el riego de la posible aparición y desarrollo de conflictos naturalmente internos, pero, a su vez, también está expuesta a conflictos que le son impuestos desde su exterior, como consecuencia de que toda sociedad está siempre en relación con otras sociedades existentes dentro de un mismo país, y éste (sociedad nacional) con otros países de su entorno más cercano e, incluso desde hace algunos siglos, con naciones geográficamente muy alejadas.
La necesidad de resolver los conflictos existentes dentro de una comunidad local, aparejó el fenómeno de la creación de consejos de ancianos, jefes de tribus, caudillos o reyes de pequeñas naciones, a quienes se les reconocía dotados de la suficiente autoridad moral y sabiduría resolutoria, como para satisfacer adecuadamente los intereses de las partes contendientes.

En ese camino de establecer institutos o instituciones capaces de administrar los disensos y poder organizar una sociedad armoniosamente equitativa en el reparto de derechos y obligaciones, de aporte de esfuerzos y cosecha de beneficios, surgió la idea de establecer gobiernos democráticos. Pero la democratización de las sociedades, objetivo esencial de toda democracia verdadera, no se alcanza con una mera declaración de fe democrática suscrita y enarbolada por sus gobernantes, sino que ella sólo será posible de lograr, sustituyendo la educación elitista y el sistema de acumulación de capital vigente, a través de una perseverante democrática acción democratizadora, que instaure, en forma progresiva pero con suficiente rapidez, la democratización del sistema educativo y la instalación de un sistema de reparto del valor creado por una sociedad, de una manera mucho más equitativa.

Claramente, los estados-nación modernos nacieron con la finalidad expresa de administrar justicia en los disensos sociales internos y también de solventar las agresiones provenientes del exterior, causantes siempre del desencadenamiento de adicionales conflictos internos.

Ahora bien, es notorio que, toda presunta amenaza externa, no sólo implica la justificación del incremento del gasto de los recursos nacionales siempre escasos para su aplicación en el área específicamente militar, sino que, en un país donde se manifiestan fenómenos de desorganización o disgregación social, dicha amenaza se convierte rápidamente, cuando es debidamente manejada por el aparato publicitario gubernamental, en el mayor elemento de cohesión social nacional que se conozca

Por eso, aquellos regímenes políticos que se siente internamente debilitados a causa de haber perdido credibilidad ante sus ciudadanos, sea por su falta de solvencia para resolver los conflictos sociales autóctonos, sea por su incapacidad para conducir la economía doméstica, no dudan en agitar el fantasma de una agresión extranjera o el de una intromisión foránea en los asuntos internos de sus países. Asombra constar el éxito que logran con dicha maniobra tales regímenes. Los problemas objetivos desaparecen para una opinión masificada que fácilmente olvida los problemas objetivos que realmente perturban la vida organizada de tales sociedades.

Existen muchísimos conflictos dentro de una sociedad, pero los conflictos más graves que ella puede presentar son los que se dan entre clases sociales antagónicas y provocan una revolución y aquellos que se dan entre dos naciones o países con intereses tan totalmente opuestos, que culminan con un enfrentamiento armado.

Violencia y pacifismo son las caras opuestas de una misma sociedad humana, cuyo claroscuro más temible es precisamente esa doble faz, respondiendo la primera a la irracionalidad y la segunda a la racionalidad.

Entre las coordenadas de una y otra existe una competencia invisible que es de carácter moral, y ella es encargada de regular esa tensión - que hasta ahora no ha sido posible eliminar – derivada de la pugna de las primitivas inclinaciones naturales de la especie humana y el espíritu conciliador que responde a la conciencia de la vida en una sociedad pacífica, porque ha sido capaz de pacificar a sus integrantes.

Pero, nuestras sociedades, no se distinguen por ser intrínsecamente pacificadoras, sino que, por lo contrario, se caracterizan por la glorificación de las guerras libradas. No otra cosa es la aureola heroica que conserva el belicismo, la glorificación de los emprendimientos militares del pasado, sin ahondar en las reales razones que los promovieron y los verdaderos objetivos de ellos. La historia oficial de cada país se ha encargado de justificar todas las empresas belicistas emprendidas.

Esa preferencia por el culto de la fuerza es lo que favorece la presentación del guerrero, del militar, como un oficio saludable del que emana no sólo el heroísmo, sino también, la veneración popular durante sucesivas generaciones, con lo cual la memoria histórica dedica a la violencia una aureola de prestigio que empaña el papel progresista y humanista de los líderes pacifistas.

Esa glorificación de lo militar no hace otra cosa que mantener vivo el espíritu belicista, que cada tanto desemboca en nuevos conflictos bélicos, porque algunas de las sociedades nacionales contemporáneas no han perdido sus impulsos agresores y siguen obteniendo juicios indulgentes para empresas que siempre representan un cuadro de horror, que siempre pretende ocultar o disimular no sólo los sufrimientos de los contendores, sino el más numeroso y cruel que suelen padecer los civiles.

De tanto alabar a los belicistas, de tanto justificar el uso de la violencia para lograr las cosas más trascendentales, de tanto ensalzar a los guerreros imperiales como si sólo a través de ella fuera posible construir un Estado próspero, de tanto avivar los instintos nocivos que dormitan en el alma humana, de tanto educar para la violencia, ésta hoy florece en todos los ámbitos de la sociedad, porque se ha perdido la ecuanimidad, la tolerancia, el respeto al otro si es que resulta que nos es imposible amarlo. La violencia ahora no sólo está en los conflictos armados internacionales, o en las grandes revoluciones sociales, sino que la encontramos en todos los ámbitos de la vida cotidiana: no sólo en los negocios o en el deporte, también en el trabajo, el estudio, y hasta en la vida hogareña, y nos vamos acostumbrando a aceptarla, a través de la influencia que ejerce la radio, la televisión, la Internet, como si ella fuera un medio totalmente lícito para solucionar todos nuestros conflictos.

Una global sociedad humana constituida por Estados constituidos, en la mayoría de los casos, por la fuerza de las armas, violentando nacionalidades para imponer otra nacionalidad nueva, con un sistema económico extendido también gracias al apoyo de las armas, no es el mejor ejemplo, no es el basamento más adecuado para lograr arribar a una sociedad sin violencia. Quien siembra vientos…

Pero la violencia no sólo entraña la forma armada o el asesinato; el insulto verbal, el atropello físico, la violación sexual y la agresión psíquica, también pueden resultar mortales para la vida de nuestros semejantes. El niño que al año golpea a su madre, o que a los dos años insulta a su padre, hace uso de una violencia que le ha inculcado el medio social en que vive, y ¿qué comportamiento futuro podemos esperar de él? Y ¿qué conducta podemos esperar de niños y adolescentes que han vivido la experiencia de su violación sexual?

La Historia Universal rara vez se ocupa de los hombres pacificadores, de los que construyen naciones sin destruir a otras, y cuando lo hace, es para colocarlos en un escalón segundón, en un sitio de penumbra, en tanto que, por otro lado, generalmente se encarga de glorificar las campañas de los jefes militares, a quienes rara vez. Se le anotan defectos o errores. La actuación de alguno de ellos puede haber salvado la aniquilación de alguna nación, pero las guerras, en la inmensa mayoría de los casos, guerras de conquista, han dejado siempre un saldo irracional de muerte, sufrimiento físico y espiritual, destrucción y ánimos de revancha.

Puede afirmarse que el hombre ha sabido extrae de las grandes catástrofes, esas lecciones que ayudan a tomar las providencias necesarias para evitar que ellas se repitan. No creemos equivocarnos en lo más mínimo que la guerra es la mayor catástrofe que puede sufrir un pueblo, una nación, un país, una región, el mundo humano, y, sin embargo, nada efectivo se ha hecho para impedir que ellas, en menor o mayor escala, se sigan produciendo.

La Historia, bien escrita y mejor enseñada, debería servir, precisamente, para evocar esas tragedias y repasar sus sufrimientos, mientras que la cultura debiera inculcarnos la suficiente cuota de sentido común para no sólo espantarnos de ellas, sino para oponernos.

Más allá de los discursos grandilocuentes que cada tanto desgranan los líderes mundiales, el recurso del uso de las armas para solucionar los conflictos, sean nacionales o internacionales, mantiene su vigencia, con el respaldo de una moral utilitarista. La guerra, que debiera ser efectivamente condenada tanto por la sociedad nacional como por la internacional, sigue siendo considerada como el escalón más elevado de la política.

Es que el armamentismo, en nuestros días, continúa siendo el factor de mayor crecimiento del sistema capitalista, y la ética de los gobernantes se tiñe del valor del dinero, y los pueblos se dejan acunar por el palabrarerío de los formadores de opinión, que cobran en efectivo, por la tarea de cultivar el chovinismo.

Los organismos internacionales, creados teóricamente para asegurar la paz, al estar financiera y orgánicamente en manos de los países militarmente más poderosos, han sido incapaces de asegurar los derechos de los débiles.

La prensa oral, escrita y televisiva, suele dedicar todos los días, muy buenos espacios para ilustrar las calamidades y muertes que tienen su origen en fenómenos naturales, pero guardan un silencio cómplice, tanto con el elevado número de seres humanos que mueren en el mundo ya sea por causa del hambre o de enfermedades técnicamente evitables y/o curables, como por los miles de desplazados, heridos y muertos que todos los días ocurren en África, como consecuencia de las guerras alentadas desde el exterior, por las grandes potencias mundiales que se disputan el acceso a las grandes riquezas minerales que allí existen, en especial, en torno a la columbita-tantalita, más conocido como Coltan, mineral del que se extraen el tántalo y el niobio, elementos esenciales para las nuevas tecnologías por su dureza, escaso peso y condiciones óptimas como soporte informático. El 80% de las reservas mundiales de este mineral se encuentran en el África, en especial en una zona de la República Democrática del Congo ocupada por los ejércitos de Ruanda y Uganda.

La guerra de ocupación llevada adelante por Ruanda y Uganda desde 1998, en colaboración co algunas etnias locales, produjo en 4 años, más de 3 millones de muertos en la zona oriental de la República Democrática del Congo, poblada por veinte millones de personas al iniciarse el conflicto. Esta guerra, oficialmente declarada finalizada en 2002 por la ONU, ha continuado en forma de guerra civil alentada por los mimos actores de aquella, y hasta el año 2008, sumadas las bajas de ambos conflictos, el total de muertos ascendía a diez millones de personas humanas.

Unos de los aspectos más crueles de esta guerra ha sido la incorporación de la violación masiva de los civiles (niñas, niños, adolescentes de ambos sexos, mujeres y varones, e incluso ancianos de ambos sexos) por parte de los grupos armados y, como corolario de esta aberración, el Sida instalado ya como pandemia, en el centro del África.

Esta actual sociedad humana es tan racional que ha terminado incorporando la enfermedad, los agentes químicos nocivos y los fenómenos climáticos adversos como armas merecedoras de ser utilizadas, no sólo contra elementos militares, sino incluso, en forma masiva, contra los civiles.

Esta guerra - iniciada por la disputa no sólo del coltan (el famoso oro azul), sino también, por otros minerales, como el cobre, el oro, los diamantes industriales e incluso el petróleo, que también abundan en dicha área congoleña – se convirtió en otro conflicto armado internacional que demuestra la inoperancia de la ONU, cuando esta organización se enfrentada a las grandes potencias mundiales o a los intereses económicos de las grandes trasnacionales.

Es que aún vivimos las rémoras de la carrera armamentista desatada - una vez finalizada la “Segunda guerra mundial”- por la mal denominada “guerra fría”, o “guerra ideológica”, o guerra “Este-Oeste”, conflicto que, en realidad, no fue otra cosa que una guerra en la que la dos mayores potencias mundiales, se disputaron el apoderamiento de los mercados proveedores de materias primas y consumidores de productos industrializados, mayoritariamente ubicados al Sur.

Dicha contienda dio origen al surgimiento de los llamados complejos “militar-industrial-político” que, tanto en los Estados Unidos de la América del Norte, como en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, centro del “capitalismo liberal” uno y del “capitalismo de Estado” el otro. Dichos complejos terminaron afectado toda la vida social de ambas potencias imperiales, ya que, fueron fundamentalmente ideales y consideraciones militares, inspiradas por un lado en la búsqueda de la máxima seguridad interna como en la expansión del dominio económico y político ejercido sobre sus respectivas zonas de influencia, convertidos ambos en verdaderos gendarmes del mundo, los que priorizaron las decisiones políticas tomadas por una “élite de poder” integrada por representantes de la cúspide de la economía, las ciencias y tecnologías, las fuerzas armadas y los respectivos poderes ejecutivos.

Con una sociedad internacional así organizada, con una O. N. U. donde los países más fuertes detentan un poder de veto totalmente ilegítimo desde el punto de vista democrático, capaz por tanto, sólo de ejercer justicia cuando se trata de castigar a países o empresas económicamente débiles, no cabe pensar sino que la irracionalidad es lo que sigue dominando a la especie humana, pese a los descubrimientos y a los adelantos tecnológicos, que deslumbran a tanta gente.

El mismo deslumbramiento que produce esta cultura materialista, obra para ocultar las miserias espirituales que ella alberga sin temores.

Hemos estado, desde nuestra más temprana juventud, empeñados en la construcción de una sociedad desprovista, al menos, de aquellas injusticias más irritantes, es decir, de aquellas que hacen que en una sociedad nacional existan ciudadanos de primera, segunda y tercera categoría, donde los que disfrutan del gozo de todos los derechos consagrados en la constitución, coexisten legalmente con los que pueden usufructuar algunos y los que no pueden acceder al efectivo ejercicio de ninguno de ellos.

Tal vez hemos menospreciados el poder de las fuerzas a que nos enfrentábamos, sin duda que cargábamos que excesivas ignorancias, indudablemente que entonces no éramos y tampoco lo somos ahora profesionales de la política, y seguramente que hemos cometido numerosos errores, en tanto que, del otro lado, el dinero, la ideología y la cultura dominantes, así como las formas abiertas y ocultas de propaganda y la disponibilidad de los medios masivos de comunicación han permitido a las elites de poder, aumentar el dominio que arbitrariamente una minoría selecta ejerce sobre los pueblos masificados.

No obstante ello, ni el cúmulo de las derrotas sufridas, ni los abandonos naturales, ni las traiciones, nos impiden observar que la contienda por la libertad, la justicia, la igualdad y la paz que de ellas deriva continúa concitando la incorporación de nuevas generaciones.

Ayudar a tomar conciencia de la realidad sigue siendo el paso inicial necesario para que la objetividad se abra paso en la mente de la mayoría de los ciudadanos, y éste es el modesto aporte que desde acá podemos hacer en este momento.

Mientras se apueste al armamentismo y al uso de las armas para solucionar los conflictos esta civilización no logrará el real progreso de la especie humana. Quienes nos oponemos a ello se nos dice que pretendemos imposibles, porque el mundo real es el de la guerra.

No vivimos en las nubes, sabemos que el mundo de hoy está dominado por la violencia, que es gobernado por el temor a las armas más potentes, como la bomba atómica, las agresiones químicas o la contaminación ambiental y la provocación artificial de catástrofes naturales. Pero la única forma de cambiarlo es a través del uso de los instrumentos más racionales y equitativos existentes para resolver los conflictos o, al menos bajar transitoriamente sus decibeles hasta lograr encontrar su resolución.

Las armas sólo facilitan el dominio de los económicamente más poderosos.

¿Cuál es la finalidad del uso de las armas? Inocular en los seres humanos el virus del terror, del pánico paralizante. Es decir, el uso de las armas tiene una doble finalidad: destruir vidas y bienes materiales de aquel a quien se desea dañar y, simultáneamente, a través del terror, lograr, ante la acción del codiciosos agresor la pasividad resignada de los agredidos.

El desempleo cumple similar función aterrorizante.

A partir de los años cuarenta del pasado siglo teníamos instalado aparte del temor de las guerras, el terror ante el uso de armas tan mortales como la bomba atómíca.

Esta sociedad es hija del inestable equilibrio logrado en torno a ese terror.

En ella vivía ya instalado el terror a la desocupación y al hambre, fruto de una universal guerra económica no oficialmente declarada pero activamente vigente a partir del fenómeno de la “globalización”.

Ahora tenemos instalada la guerra contra el “terrorismo”. Y para enfrentar al terrorismo post-moderno, se recurre al uso del terror por parte de los aparatos represores del estado. Ambos nos resultan igualmente repugnantes.

Ni la agresión de un estado justifica el terrorismo defensivo, ni el terror que pueda desatar una organización no gubernamental justifica el terror del estado.

Una sociedad como la nuestra, globalmente estructurada sobre la base del dominio que una clase social, numéricamente minoritaria - en alianza estratégica con otros estamentos que conforman un número mayor de integrantes sufrientes en menor grado de dicho dominio – ejerce sobre la inmensa mayoría de quienes la integran, es una sociedad irracionalmente estructurada dado que conlleva en su propio seno el germen de la discordia y de una violencia que se nutre de la alta injusticia social que tal realidad entraña.

A un país como el nuestro, nuestro querido Uruguay, el recurrir a las fuerzas armadas no le garantiza la supervivencia como Estado independiente ni le sirve para enfrentar exitosamente la codicia que la riqueza de nuestros recursos pueda despertar en otros que no disponen de ellos. Sólo la alianza con otros países, culturalmente hermanos y geográficamente vecinos, puede constituir un cierto freno para las ambiciones de dominio que suelen albergar las potencias mundiales.

Hay que bregar por el desarme total y por una organización internacional capaz de defender eficazmente los derechos humanos de todos los habitantes del planeta y el respeto de los Estados vigentes.

En ese sentido adherimos a todas las manifestaciones honestas a favor de la paz mundial y el desarme total.

Entendemos que el ser humano no es naturalmente racional, ni libre, ni sociable, la necesidad despertó la racionalidad, y fue ésta quien dio paso a la sociabilidad y a una libertad responsable.

Por eso sí creemos que un ser racional es un sujeto pasible de ser liberado y socializado; por ello necesitamos de una sociedad donde el crecimiento económico deje de estar destinado al aumento del capital y pase a ser mayoritariamente orientado al progreso del humanismo, para que una sociedad nueva, distinta a la actual, sea forjadora de una totalidad de seres humanos ilustrados y libres, de mujeres y hombres libres del dominio de otros hombres y liberados de ese instinto salvaje de dominar a los demás. Dado que el hombre no es naturalmente malo ni tampoco bueno, es necesario que la sociedad los eduque en la virtud y el conocimiento.

Dudamos, y con sobradas razones, tanto de la racionalidad del hombre contemporáneo, como también de su actual modelo de organización asociativa, pero, simultáneamente, estamos también convencidos de que, tanto uno como otra, dado que ambos son obras inacabadas, resultan perfectibles, y por ello fundadamente confiamos en la posibilidad real de una sociedad más racional, justa, armónica y pacífica. Arribar a tal feliz término será una tarea muy trabajosa, pero no es una utopía. Sólo es realmente utópico, aquello cuyo inicio siempre se posterga porque, en verdad, se carece de la fe necesaria para ello.

Por ahora, la actual sociedad humana – bajo esta civilización barbarizante - parece estar empeñada en todo lo contrario, es decir, aplicada a despertar y fomentar todos los vicios sociales, en tanto ello contribuya a aumentar el capital material. Por ahora, los pacificadores somos minoría, pero llegará el momento del hartazgo y la repulsa de lo que hoy predomina. Esta sociedad se empeña en no asignar a la enseñanza de los valores humanísticos, la importancia que ello adquiere para resolver satisfactoriamente la irracionalidad que la carcome.

Por lo nocivo que resulta para el desarrollo integral de las potencialidades positivas que alberga todo ser humano es que entendemos que el actual modelo productivo-económico, basado en cualquier tipo de capitalismo, no sólo degrada al ser humano sino que obstaculiza todo intento democratizador de la sociedad. Es por ello que lo criticamos y aspiramos a que sea sustituido por otra más racional.

Dónde estemos nosotros, entonces, no importará, como tampoco importará que no se recuerden nuestras personas, lo que realmente importa es que crezca sin parar, hasta ser la multitud mayor, el número de quienes se congregan bajo estas mismas banderas de racionalidad, armonía, libertad, justicia, seguridad y paz..

Una sociedad pacificadora sólo puede ser hija de una universal educación en la paz y para la paz, anulando la bestia asesina que aún cargamos en nuestro interior, residuo peligroso de aquella lucha por la sobrevivencia que debieron enfrentar nuestros más lejanos antepasados.

Personalmente estamos firmemente convencidos que el objetivo natural de toda sociedad humana debe ser el mejoramiento de las condiciones de vida de todos sus integrantes y no sólo el de una minoría.

Aspirar a una sociedad menos irracional que la actual no es abrazar una utopía, sino que, ello es, la consecuencia natural y lógica de todo pensamiento realmente inteligente.
Confiamos en que finalmente, así será, para felicidad de todos los seres humanos.


Inocencio de los llanos de Rochsaltam