jueves, 29 de septiembre de 2011

LÍRICA IV.




¡A MI VIEJO!

¿VIEJO?

¡Nunca vi viejo,
a mi Viejo!
De quebracho era su cuerpo,
su corazón una fragua
avivada por pamperos
donde la integridad se templaba
forjando pensares férreos
bajo una vida acrisolada.

¡Nunca vi viejo,
a mi Viejo!
Su alma de blanco ceibo,
hacia el azul, firme rumbeaba
buscando sereno aposento
para su vida cristiana.

¡Nunca vi viejo,
a mi Viejo!
Sus ojos eran cielos
luminosos, que alumbraban
claro, despejados de miedos;
de frente, acariciaban
demostrando sus afectos
y, entornados, picardeaban
de sano humor campero
en sus bromas campechanas.

¡Nunca vi viejo,
a mi Viejo!
Generosas en el esfuerzo,
sus nudosas manos francas
sustento al prójimo también dieron
y, ásperas de trabajo, tiernamente mimaban
a su esposa, sus hijos y nietos;
descansando bajo la parra,
mateábamos en silencio
o éramos oidores de ingeniosas palabras
conque adornaba sus cuentos,
salpicados de enseñanzas.

¡Nunca vi viejo,
a mi Viejo!
Mas, la pérdida de su amada
le rodeó de oscuro viento
y, otra trampa de la pérfida parca
nos robó a nuestro viejo
a pocos días de habernos arrebatado la mama.

¡Nunca vi viejo,
a mi Viejo!
Sólo al ver tan enteramente yerto
a alguien tan vivamente entero
desperté de mi visión ideal:
¿cómo iba a ser siempre joven mi viejo,
sino no era un dios inmortal!
Así fue como debí enfrentar
aquella cruel horfandad.

Es que,torpe de mí,
¡Tarde había comprendido,
cuán viejo era ya, mi Viejo!

sábado, 24 de septiembre de 2011

Lírica III.



ANGUSTIA EN VINO.

Lentamente apagó el sol
su lámpara de trigo
acallando en los árboles
arrullos de pájaros en nido.

Fruta madura
de un día finito,
la noche se dejó caer
sobre los campos umbríos.

Lejana soledad despertó
temores en el hombre niño,
y de adentro hacia afuera
brotó un reclamo de copas de vino.

Los vinos fueron estrellas
calentadas por el fuego del tinto,
y en el corazón desamparado,
la angustia se hizo añicos.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Lírica II.




EL HOMBRE Y EL RÍO

El agua pasa musicalizando arpegios
en su andar entre piedras ariscas
domadas por la mano del tiempo;
sonidos que acarician aquel claro espejo
donde asombrado se mira el azul cielo.

A la orilla del cambiante río,
el hombre, agobiado de trabajos,
descansa sobre tronco añejo
su angustia de andar estrellado
rejuntando hilachas de un esquivo sueño.

Mas el río, en su fluir sin descanso,
al resguardo de sauces que lo besan,
trae navegando por el cauce de la vida
fresca melodía que llega susurrando
verdes esperanzas para un tiempo nuevo.

La melodía,
persuasivamente calma,
al caminante le penetra los sentidos,
al corazón le habla,
su espíritu levanta,
la alforja de sus penas aliviana
con un nuevo sueño lo inflama
y, con brío renovado,
nuevamente al sendero lo lanza.

Cantando vive el río,
el hombre camina soñando,
callado espera el camino.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Lírica I.


NIÑA DE LOS -


Niña de los naranjos
-aroma de liceal-
era un cielo despejado,
muy propio de nuestra edad:
veinte mayos sumaba yo
y quince nardos lucías tú
cuando yendo y viniendo de estudiar
de lunes a sábados pasabas
delante de mi hospedaje laboral;
nos saludábamos con la mirada,
palabras sin pronunciar,
flor caminando por la acera tú,
tronco acodado en el balcón yo.

Chiquilina de los naranjos
-aroma de azahar-
¿olvidastes o recuerdas
aquel mágico embrujo
que en dos ocasiones nos unió?
Fue un sábado una vez,
y otra, un domingo fue;
queriéndolo o sin querer,
al destino desafiando
el designio de los astros,
tomándonos de improviso,
de pronto nos acercó
al uno al lado del otro
¡y juntos los dos nos vimos,
sin querer o queriéndolo!
de noche en un baile de gala
allá en el viejo club Unión,
en la antigua iglesia de mañana,
acá comulgando con devoción;
resguardados en el silencio,
renuentes a todo contacto,
sin permitirnos un ¡ay! los dos,
así estuvistes a mi lado tú,
a tu lado así me mantuve yo.

Chiquilina de los naranjos
-aroma de libertad-
cuando me asomé a tus ojos
mi alma entera reverberó;
cuando contemplé tus labios
mi boca cerrada se sonrió:
pensé... ¿pensé?
¡sí! pensaba dudando...
¿rozo su codo?
¿le tiendo la mano?
¿le digo? ¿le digo...?
¿pero qué le digo? ¡por Dios!
pensé tanto... ¡tanto pensé!
y tanto ¡tanto dudé!
que, finalmente, ¡nada!
nada de lo pensado ejecuté
y así fue como ocurrió
que aquel azulado hechizo
así como había alumbrado
igualmente se eclipsó;
porque nada hicistes tú
y nada tampoco hice yo.

Chiquilina de los naranjos
-aroma de claridad-
no sé qué vistes en mi rostro tú;
yo, en el tuyo, tímida invitación.
Guardaba yo un compromiso,
tú gozabas de libertad,
entonces: ¡qué me detuvo?
¿respeto a tu corazón?
¿atisbo de honestidad?
¿lealtad a mi antiguo amar?
Fue acierto, o desatino fue.
Ahora enigma no aclarado,
porque aún hoy no logro descifrar
lo que ayer escapó a mi razonar:
cuál fue la razón
por la que nunca te hablé.
Por ello no me lamento hoy,
¡si de ello no me arrepentí ayer!
porque, en esa cruz de caminos,
los dos,por voluntad propia
nos cerramos a una ilusión.
Sin excusas ni despedidas,
con sonrisa cómplice los dos,
por senda escogida marchastes tú,
por elegido camino continué yo.

Chiquilina de los naranjos
-aroma de manantial-
cincuenta años han pasado
de aquella edad sin igual
y eres rosada memoria
en mi alforja cerebral.
En el horizonte opacado
de este mi mayo invernal
tu recuerdo es cielo soleado,
estampa que no marchita,
vino donde emborracha mi pluma,
zumo donde abreva mi inspiración
convocando las musas de la poesía
para saciar mi sed de escritor,
porque aunque tú nunca lo sepas
ni yo comprenda el porqué,
aunque hayas podido olvidarme tú
jamás pude olvidarte yo.

Chiquilina de los naranjos
-aroma de mocedad-
¡nada hay que reprocharnos!
¿por qué? ¡faltaría más!
si fue por nuestra voluntad
que aquellos momentos embrujados,
eternidad en la más estrecha unión,
tuvieron aquel inmaculado final.
Porque nunca intenté saber tu nombre,
porque tampoco el mío conoces vos
¡"Chiquilina de los naranjos"!
con tal líco apodo te nombra
la escrita voz de un servidor
quien, a la luz de una estrella madrina,
en este cuento de primorosa flor,
de aquellos sucesos testimonio da.
¡oh cumbre de los milagros del afecto,
así a mi lado es como existes tú,
así a tu lado es como vivo yo!

martes, 17 de mayo de 2011

SOMOS UNA SOCIEDAD VIOLENTA


"UNA SOCIEDAD NATURALMENTE VIOLENTA"
La sociedad de nuestros días se caracteriza por presentar dos aspectos netamente negativos: la irracionalidad de su sistema económico; y, la consecuente violencia en el conjunto de sus relaciones sociales, derivada de que aquél se sustenta sobre la base de un sector dominante y otro dominado, lo que introduce un factor conflictivo permanente, hasta tanto tal antagonismo no sea eliminado.

El sistema productivo-económico capitalista que argamasa los cimientos sobre los que se ha erigido la actual sociedad humana funciona merced a una continua creciente acumulación de capital.

Tal acumulación resulta del excedente neto de producción sobre el consumo experimentado en un determinado período.

La existencia de un excedente económico presupone que cada unidad laboral, durante el ciclo completo de su actividad, produce más bienes de los que consume ella y los individuos que viven a su cargo, produzcan o no, estos últimos, bienes materiales.

Ahora bien, la fuente real de la acumulación de capital es, siempre, el trabajo humano, único capaz de producir las dosis adicionales de capital que se necesitan para crecentar el existente.

El funcionamiento del capitalismo pues, está basado en una acumulación de capital que sólo es posible a través del apoderamiento de bienes creados por terceros.

Tal apoderamiento sólo es posible a través de alguna forma de violencia que hace viable el dominio que una minoría social ejerce sobre la mayoría de una determinada sociedad humana.

El término, acumulación de capital, no es sino una metáfora que trata de encubrir esa arbitraria apropiación de bienes legalmente legitimada por la filosofía dominante en el sistema jurídico establecido por una o más clases que, a través de un colectivo elitista, ejerce su poder sobre el resto de la población.

La élite política, al ejercer su poder, se encarga de establecer la tasa de acumulación de capital, los sectores económicos o los campos productivos en los que ella se debe concentrar a costa de otros, a la vez que se especifica cuáles son las clases o estratos sociales que deben soportar el peso de tal arbitraria distribución inequitativa.

Esta arbitrariedad -amparada por constituciones que permiten y facilitan el desarrollo de sociedades antidemocráticas porque en ellas coexisten favorecidos y desfavorecidos- constituye, muy claramente, una inmoralidad, pues la acumulación de capital es una apropiación indebida que la sociedad sólo soporta porque ella es la víctima de ese inicuo dominio, de esa tiranía económica, cultural, social y política que unos pocos ejercen sobre los más.

Ahora bien, ese dominio, como todo dominio, sólo es posible sobre la base de alguna forma de violencia, de algún derecho natural vulnerado por alguna arbitrariedad amparada por una ley injusta, destinada a garantizar privilegios indebidos, como es el derecho a explotar a quienes dedican sus habilidades manuales y/o capacidades mentales a la tarea laborable.

Los tiempos históricos, los modelos productivo-económicos, sólo han ido modificando la forma de apropiarse del capital ajeno, ya se trate de alimentos (frutos de la tierra), de cotos de caza y pesca, de recursos hídricos, de territorios cultivables, de lugares habitables, de riquezas naturales explotables, del fruto del trabajo manual y/o de la inteligencia humana.

Hoy en día el dominio y la violencia están encubiertas por formas "civilizadas" de ejercer el poder.

Pero, cuando para satisfacer la codicia y la ambición, para saciar los insaciables apetitos de riqueza y de poder, dichas formas no son eficaces, entonces no se duda en apelar a métodos abiertamente violentos, ya se trate de violencia psicológica, social, cultural, verbal, física, económica, política y/o militar, a través del más surtido arsenal.

Todo encuentra siempre un marco legal adecuado cuando se trata de defender el arbitrario privilegio de apropiarse del capital ajeno, siempre y cuando esta apropiación sea ejercida por los poderosos.

En cambio, los pobres, los humildes, los desvalidos, éstos nunca encuentran ni la ley ni el gobierno que garanticen adecuadamente la igualdad de los derechos naturales que inhalienablemente les pertenecen, porque ellos nacen, viven y mueren sumergidos en la violencia innata del sistema productivo-económico-social reinante.

En resumen, el garrote, primitivo elemento disuasivo, ha sido sustituido por el temor al desempleo, en el marco de los conflictos laborales, y las modernas "bombas inteligentes" en el de las contiendas internacionales.

La prehistórica sociedad de depredadores armados de toscos barrotes sólo ha terminado dando paso a esta sociedad post-moderna de depredadores equipados con sofisticados equipos robotizados.

Sólo con un poquito de profundidad en el análisis histórico podemos visualizar claramente cómo, a partir de la era moderna, atrás de toda guerra se se movilizan tres factores económicos que la activan y torna viable: la codicia de unos por tener lo que poseen otros y el temor de éstos por perder, de unos por perder lo que ya poseen; los intereses de los fabricantes de armas; y, la acción de los prestamistas que la financia.

Además,hoy en día, codiciosos, temerosos, fabricantes y banqueros, todos y cada uno de ellos puede encontrar la complicidad de académicos que, ávidos de gloria, dinero y poder, no dudan en elaborar teorías adecuadas para dar un sustento legitimante a la acción desaprensiva de cada uno de esos grupos.

Resultado de ello, vivimos en un mundo totalmente irracional, injusto y antidemocrático, donde abundan los que, no conformes con no aceptar ser menos que otros -algo comprensible y respetable- resulta que además, sienten la necesidad imperiosa de ser más que los demás.

Tener más que fulano, ser más que sultano, pero siempre con el único fin de colocarse por encima de los demás, para poder dominarlos.

Mundo actual, patológicamente irracional, injusto y antidemocrático, como consecuencia de que el modelo productivo-económico-social dominante está asentado sobre bases éticas y morales totalmente reñinas con la sensibilidad, la honestidad, la bondad, la equidad, la rectitud, el respeto al otro, la compasión, la solidaridad y la generosidad.

Por lo contrario, la despiadada indiferencia, el doble discurso, la maldad
victoriosa, la mentira encubierta, lo tortuoso, la inequidad, el irrespeto del otro, el egoísmo individual, social y/o nacional, y un implacable afán de dominar a los demás - lo que pasa siempre por el uso de alguna forma de violencia implícita y/o explícita-, todo ello es lo que predomina y da tono a las relaciones humanas, sea entre los individuos, entre los sectores sociales y/o las naciones.

En ese ambiente es que unos pocos se apropian impunemente de los bienes de los más.

No hay riqueza sin la debida contrapartida de pobreza y miseria, así como no existen países desarrollados o centrales sin los correspondientes países subdesarrollados o periféricos.

Las matemáticas aplicadas a la economía, implacablemente nos enseñan que, toda partida en el haber tiene su contraparte en el debe, que allí donde alguien gana también alguien pierde, que lo que se incorpora acá se extrae de un allá o un acullá.

El crecimiento económico de los países europeos, incluso el inicio mismo de la Primera Revolución Industrial, nunca hubiera sido posible sin la colonización de América, Asia y África, y su progresiva expoliación.

Claro que los libros de historia se encargan bien de omitir que ese enriquecimiento de los grandes imperios europeos sólo fue posible por el aporte que les significó todas las riquezas sustraídas a los otros tres continentes, comenzando por los esclavos hechos en África.

Aquello que en su momento se ejecutó a partir de la ocupación territorial por fuerzas coloniales invasoras, hoy se obtiene a través de organismos internacionales donde los poderosos países centrales ejercen un dominio despiadado sobre los países de su periferia.

No hay justicia internacional que nos defienda.

Y, dentro de cada país, también los más débiles, mejor dicho, los debilitados, carecen de las debidas garantías que los protejan de los abusos de los poderosos.

Sea al nivel local o al internacional, toda sustracción, todo arrebato, toda apropiación -menor o mayor-, permitida o garantida legalmente, no deja de ser un acto que violenta derechos, constituyendo un constante atentado contra la dignidad de la persona humana, una clara e inmensa inmoralidad que nadie se atreve a enjuiciar y mucho menos a condenar, pese a que ello viola cotidiana y masivamente, con total impunidad, aquellos inalienables derechos del ser humano que el texto de la mayoría de las constituciones nacionales pretende amparar y que la propia Carta de las Naciones Unidas enumera claramente.

En realidad abundan las leyes injustas, dictadas en el marco de constituciones que, originariamente, en lugar de establecer un pacto social armoniosamente solidario y equitativo -donde realmente nadie resulte más que nadie-, fueron concebidas para garantir en forma predominantemente privilegiada, los intereses de los propietarios, es decir de los más poderosos.

La injusticia social así instrumentada, es decir, la distribución inequitativa de los ingresos, el desempleo estructural y la consecuente marginación y/o exclusión social que él acciona, una mayoritaria población viviendo en la miseria y la pobreza, acompañada de una minoría selecta que hace ostentación de su opulencia,la alienación hiperconsumista alentada por la mercadotecnia a través de instrumentos multimediáticos, entrañan y alientan una creciente violencia derivada -directa e indirectamente- del modelo productivo, de la estructura social que lo acompaña y de la escala de valores culturales que caracteriza al sistema económico dominante, es decir, al capitalismo financiero globalizado.

Un sistema productivo-económico-social, asentado sobre esta violencia expropiatoria que unos pocos ejercen sobre los más, es ya, por sí sola, una pésima base para construir el clima pacífico y armonioso que necesita toda sociedad para lograr que cuaje en cada de sus integrantes, aquellas virtudes ciudadanas que son las que aseguran el mutuo respeto de iguales derechos para todos.

Por otra parte, quienes arbitrariamente se abrogan el derecho de apropiarse indebidamente de bienes ajenos, carecen de toda legitimidad moral para exigir que los demás no hagan lo que ellos hacen.

Nos choca y nos resulta incomprensible la extrañeza con que esta sociedad reacciona ante una violencia y una criminalidad de creciente gravedad, tanto desde el punto de vista cuantitativo como del cualitativo. Esta violencia y esta criminalidad son el resultado lógico de esta filosofía que no hace sino avivar los peores instintos que siguen habitando en todo ser humano.

Una violencia y una criminalidad que está sostenida por la actual cultura globalizada a través de todos los medios masivos de comunicación; películas, video-juegos, etcétera, no hacen sino rendir culto a la violencia sin importar ni el valor artístico ni la influencia que esas comunicaciones ejercen en la conducta de los receptores.

Institucionalizado así el marco social vigente, en el que prácticamente se registra una lucha de todos contra todos, en vez de una colaboración de todos para con todos a los efectos de construir un bien común, la violencia y el delito resultan componentes naturales, difíciles de erradicar.

Es así como la violencia y el delito han ido ganando progresivamente todas las capas sociales, extendiéndose irremediablemente a todos los campos de la actividad humana y a todos los niveles de sus interrelaciones sociales.

No puede extrañar, entonces, que ello misma suceda con la violencia criminal, es decir, con todas aquellas formas de apropiación consideradas delito por la ley.

No sólo crece incontenible incontenible la cantidad de los delitos, el número de delincuentes y el de las reincidencias delictivas, sino que, además, resulta que surgen nuevas áreas y nuevas modalidades delictivas, a la vez que se percibe el incremento de la saña y de la gravedad de la violencia que los acompaña.

Ello provoca un extendido sentimiento de inseguridad personal, derivado de la cotidiana presencia de esa violencia criminal cuyos autores padecen de una clara desconsideración no sólo de los derechos de los demás, sino que también menosprecian la integridad corporal y el valor de la vida de los demás, y de la suya propia.

Es una violencia criminal que no sabe de límites geográficos, que no hace distingo de clases sociales, y que no se detiene ni ante los niños ni ante los ancianos más desvalidos.

Son seres cuyo accionar antisocial consideramos sólo comparable al que ejecutan los más codiciosos e indiferentes capitalistas.

El auge de la violencia y el delito está acompañado de la comprobación de la aplicación de política sociales inadecuadas, del funcionamiento de instituciones educativas ineficientes, de ausencia de medidas de prevención eficaces, y del fracaso de las políticas oficiales de reeducación orientadas a evitar la reincidencia de los delincuentes primarios, porque las cárceles han devenido en escuelas de un crimen mayor.

Otro aspecto novedoso de este fenómeno está dado por el hecho de que la mayoría de estos delincuentes pertenecen al sector etario más joven, con un creciente número de adolescentes y aún de niños que se integran desde muy temprana edad a la carrera del delito, inducidos por sus progenitores, adoctrinados por mayores y/o empujados por una enfermiza adicción a determinadas drogas.

La sociedad sólo atina a reclamar penas más severas y tolerancia cero.

Ello obliga a los gobiernos a comprometer más recursos para prevenir el delito, para reprimirlo y para aumentar el número o la capacidad numérica de las cárceles, cárceles que, por otra parte, siguen demostrando su ineptitud para lograr la recuperación de quienes ingresan a ellas, porque en ellas, por un lado suele dominar la corrupción, y por otro, existe un clima de permanente violencia entre los propios presos, de los guardias hacia los recluidos, y de amenazas de represalias de éstos hacia sus guardianes.

A su vez, las nuevas medidas contra el crimen, aunque ellas no alcancen la eficacia perseguida, obliga a los gobiernos a determinar el aumento de las partidas asignadas a tales fines en los presupuestos oficiales, debiéndose optar entonces entre postergar las inversiones necesarias para atender los requerimientos de la educación, la salud, la vivienda y la atención de los sectores sociales marginados, o decidirse por el aumento de la carga impositiva, agravando con ello el malestar de los contribuyentes.

Todo, para nada.

Esas medidas, por sí solas, no dan solución al problema porque no pueden eliminar el germen de la violencia ni destruir la fábrica de delincuentes: el sistema productivo-económico-social-cultural imperante.

Nadie se siente responsable de este recrudecimiento de la violencia que se ejerce sobre los demás y, además, las explicaciones que se plantean resultan de un análisis carente de un rigor realmente científico, propias de una visión muy estrecha o muy interesada.

Los niños de hoy ya nacen proclives a ser violentos porque son engendrados, criados, educados y formados en un clima de violencia que rige entre sus propios progenitores, que se extiende a todo el entorno familiar, y que agita la vida social del estudio, el trabajo, el deporte, las artes, la política y que se da en su barrio, en su pueblo, en su ciudad, en su país, en el resto del mundo y en la universalidad de su mundo personal.

Pero si a eso le agregamos que los mayores, con la finalidad de que sus hijos les permitan llevar la vida que desean, reniegan de su obligación de imponerles ciertos límites, esos límites sin los cuales no existe la posibilidad de una vida social pacífica, es claro que, después de formada ya su personalidad de base, difícilmente un centro educativo pueda lograr el milagro de modificar substancialmente: afectos, hábitos, costumbres y creencias que los nutrieron en su primera infancia.

Hemos pretendido llegar a las causas más generales, a las que realmente son las responsables del incremento de una violencia que, por otra parte, acompaña la existencia del ser humano desde su aparición sobre el planeta Tierra.

Por este análisis pretende centrarse en las dos principales causas que, a nuestro muy modesto entender, explican la inevitabilidad actual de este incremento de la violencia y del delito.

Ellas son: los instintos naturales que aún inciden en la actual conducta humana, dentro de una civilización que ha logrado algunos grandes progresos materiales, y, el actual sistema productivo-económico basado en la acumulación de capital a través de la apropiación de bienes ajenos.

Ello también puede sintetizarse de esta otra manera: causas biológicas, y causas sociales, que se manifiestan históricamente; las primeras desde antes de la aparición del "homo sapiens" y, las segundas,esencialmente a partir de las sociedades que incorporaron culturas que aceptaban, dentro de aquéllas, sectores sociales desiguales, donde algunos seres o grupos que desarrollaban determinadas tareas específicas (guerreros, sacerdotes, hechiceros, jefes) disfrutaban de determinados privilegios y prebendas.

La disputa por la posesión de determinados bienes imprescindibles que se tornaban escasos ha contribuido, desde siempre, a mantener al empleo de la violencia como un recurso legítimo para acceder a ellos.


Cuando un determinado bien esencial escasea, la racionalidad del pensamiento humano se obnubila.

No de otra forma pueden entenderse los enormes recursos financieros que los gobiernos de los países, en ves de destinarlos para lograr una mejor calidad de vida para todos sus integrantes, optan por gastarlos en mantener enormes aparatos militares, prestos siempre a eliminar al enemigo, exterior o interior, sea éste real o no.

En realidad esos ejércitos siempre han actuado para poder apoderarse de las riquezas que eran producidas o eran disfrutadas por otros seres humanos.

Si le asignamos al concepto propiedad, los mismos atributos dados por Locke, es decir si con él no sólo designamos al derecho a la posesión y uso de aquellos bienes físicos frutos del trabajo propio, sino que en primer lugar colocamos a la vida, la libertad y la seguridad como los bienes más preciados del hombre -puesto que sin ellos es inconcebible la felicidad- entonces concluiremos en que, todo el progreso material derivado del mercantilismo, la revolución agraria, las revoluciones industriales y la revolución bio-tecnológica, han venido acompañados de un retroceso moral en la conducta humana.

Pero, a diferencia de Locke, que sostuvo que sólo los propietarios, es decir, que sólo los integrantes de la clase social económicamente más poderosa eran hombres libres poseedores de todos los derechos, nosotros, como partidarios del ideal democrático, sostenemos que todos los hombres nacen libres y que nadie tiene derecho a ejercer violencia sobre ellos y sobre sus bienes, a fin de que puedan siempre vivir en plena libertad.

Los filósofos de la Europa occidental cometieron en el siglo XVII, el grave error de introducir la afirmación de que el hombre gozaba de una completa racionalidad.

El propio ser humano, con su conducta cotidiana, se ha encargado de rebatir la visión idílica de aquellos pensadores teóricamente tan racionalistas.

El hombre, naturalmente, no es ni bueno ni malo, sino que lleva en sí el germen, la potencialidad de ambas posibilidades; es el medio físico y social el que influye para facilitar o dificultar el desarrollo y la expansión de una u otra potencialidadg.

Personalmente creemos que ningún hombre es totalmente bueno o totalmente malo.

Si somos capaces de ser imparciales, podremos comprobar cómo aún en aquellos peores criminales, en aquellos personajes más siniestros de la historia de la humanidad, siempre puede descubrirse algún aspecto positivo de su afectividad, de su razonar y de su accionar y, viceversa, cómo en aquellos hombres más virtuosos, más sabios, en aquellos revestidos de una aureola de mayor amor, inteligencia y bondad, podemos descubrir algún sentimiento, algún razonamiento o algún acto que, precisamente, demuestra lo que somos, todos seres imperfectos, pero, cada uno a su vez, perfectible en menor o mayor escala.

Analizar las causas de esta existencia nuestra tan signada por la violencia, nos lleva a analizar los elementos que influyen en la conducta humana, y en ella, ha nuestro modesto entender, los instintos juegan aún un rol muy importante.

Freud y aquellas escuelas psicológicas que lo han tomado como ejemplo. han introducido una teoría afín a aquella categorización de la racionalidad humana acuñada en el siglo XVII.

Freud y sus seguidores, al sostener que el hombre carece de los instintos que le son comunes a todo ser animal, insisten en el endiosamiento del hombre.

Error muy propio de todo aquel ser humano que, consciente o inconscientemente, persiste en el intento de querer situarse él mismo, totalmente por encima del resto de los ejemplares del reino animal.

La ciencia ha dejado de estar dirigida a la obtención de un conocimiento destinado a satisfacer las necesidades vitales del conjunto de la humanidad.

La ciencia, al haber sido mercantilizada, al haber sido puesta al servicio prioritario de los importantes intereses económicos que la financian, orientan y dirigen, ha perdido riguridad académica para devenir a pseudociencia.

El científico de hoy suele vender su capacidad de investigación en un mercado que también aspira a mercantilizar la ética, el conocimiento, las explicaciones científicas y las teorías académicas.

En tal contexto nos sobran razones para negarnos a aceptar cualquier afirmación presuntamente científica que no haya sido sometida previamente a su correspondiente verificación, a través de un análisis objetivo y minucioso, y más aún en el caso de una ciencia que, como la psicología -en comparación con otras ciencias de la naturaleza- puede afirmarse que aún tiene su ser envuelto en los primeros pañales.

No nos vamos a perder en torno a las discusiones psicológicas que existen con respecto a si el ser humano posee o no, instintos similares a los del resto de los animales.

Preferimos basarnos fundamentalmente en los aportes hechos la biología, la fisiología, la etología y la sociología, sin desconocer la importancia que entraña el funcionamiento psicológico en el ser humano (mujer o varón), ser físico y espiritual.

Soma y psiquis constituyen una unidad bisubstancial, indisolublemente unida, sin que una parte predomine sobre la otra, por lo que, en realidad, de su simultáneo funcionamiento fisiológico y psíquico -y del medio físico y entorno socio/cultural en que éste se realiza- depende la conducta humana.

Los sentidos corporales actúan como radares directamente conectados con el psiquismo interior y con el entorno exterior.

La vida biológica de cada ser humano, como integrante de un determinado agrupamiento social en un medio físico e histórico dado, conforma la personalidad individual de cada mujer y varón y, tal personalidad particular se expresa, precisamente, en su conducta social.

En definitiva, la vida no es otra cosa que una constante interacción entre el ser y su entorno vital.

Todos los animales vivos, incluido el ser humano, accionan movidos por determinados "resortes", con el exclusivo objetivo de satisfacer sus naturales necesidades vitales; no obstante la cultura puede motivar que, en nuestra psiquis, se desarrolle el sentimiento de otras necesidades no tan naturales.

Toda la conducta humana está condicionada por dos clases de factores: unos internos o biológicos, derivados de su composición físico-psíquico; y, otros externos, ambientales, sociales y culturales, provenientes de los estímulos que provoca el medio.

Cada individuo tiene su particular modo de ser.

Cada manera de ser tiene su propia forma de manifestarse conductualmente y, son estas exteriorizaciones las que pueden someterse al estudio de la psicología.

Porque esa conducta, en definitiva, no hace otra cosa que expresar públicamente nuestra esencia más íntima, nuestra más recóndita manera de ser.

La conducta humana, desde el punto de vista de la fisiología aparece influenciada por instintos, reflejos, impulsos y hábitos.

Ahora bien, los instintos se distinguen de los hábitos, de los reflejos y de los impulsos.

Mientras que el instinto es algo innato -exclusivo resultado de una herencia genética- el ´habito resulta menos arraigado por ser automatismos adquiridos en el desarrollo del ciclo vital, como consecuencia de la repetición de determinados actos y, por su parte, los reflejos, en especial los condicionados, son reacciones fisiológicas derivadas de determinados modos de conducta aprendidos con el objetivo de adaptar mecánicamente el organismo a su medio ambiente, mientras que los impulsos -que compelen a la realización de determinadas acciones que se suelen caracterizar por su mayor violencia- son el resultado de reacciones totalmente emocionales, algunas de ellas vinculadas al proceso vital-endotímico.

Parecería que Freud sostuvo que el hombre, a diferencia del resto de los animales, en vez de estar influenciado por instintos, lo estaba por pulsiones.

Para nosotros el uso de los términos tiene una importancia menor que el de los hechos, más cuando, en todo caso, ahora resulta que la pulsión derivaría precisamente de la existencia de los instintos.

Pensamos que el hombre -mujer o varón- tiene instintos, y que su conducta, aunque no está determinada total y mecánicamente por ellos, refleja eso sí, en numerosas oportunidades, la prevalencia de su influencia por sobre la de un pensamiento racionalmente elaborado y por sobre las normas acordadas para garantir una convivencia social armónica.

Desde el punto de vista biológico, los instintos -genéticamente transmitidos- se caracterizan por un comportamiento espontáneo, innato e invariable, comunes a todos los individuos de una misma especie, respondiendo a fines de los que el propio sujeto no logra hacer conciencia.

Se trata de un mecanismo nervioso, organizado jerárquicamente, y responsable de conductas que, respondiendo a ciertos estímulos claves provenientes de su interior y de su exterior, están destinadas a asegurar la conservación de la vida y la perpetuación de la especie.

Pero, con relación a los estímulos externos, mientras en los seres humanos sus instintos están influenciados no sólo por el medio natural circundante, sino también por la cultura del medio social y la particular experiencia de vida, en el resto de los integrantes del reino animal, el instinto sólo depende para su accionar, de aquellos estímulos provocados por el medio físico que los rodea.

Otra diferencia importante entre unos y otros, deviene del hecho de que sólo el hombre ha logrado elaborar un pensamiento racional, que también actúa sobre sus instintos.

He ahí sí las diferencias entre las condicionantes a que los instintos están sometidos, en el ser humano, y en el resto de los animales.

¿Cuál es la causa fundamental que ha hecho que hasta el presente no haya sido posible erradicar de nuestra sociedad esa "manía" de dominar a los demás que siente el ser humano, pretendiendo zanjar sus diferencias con los otros seres humanos a través de actos de violencia agresiva: gritos de insulto, amenazas verbales, advertencias de represalias, agresiones a golpes, uso de armas, privaciones de libertad y/o atentados contra la vida, haciendo que el hombre sea considerado como el peor enemigo del hombre.

Si somos tan racionales ¿porqué no somos capaces de cuidar los bienes naturales finitos? ¿Porqué nos cuesta tanto convivir en armonía con nuestro prójimo?

En realidad ya no nos conformamos con la ley del Talión, sino que, a cada agresión, ahora preferimos responder con otra mayor

Creemos que una de las causas de nuestras conductas violentas proviene de etapa primera en que el hombre, en medio de condiciones naturales muy adversas, debió luchar contra los otros grupos de homínidos a los que disputó la obtención de los alimentos, las fuentes de agua y los espacios geográficos necesarios para asegurar su sobrevivencia.

La inseguridad despierta miedos y, el miedo, al activar el natural instinto de conservación, provoca una lógica animosidad hacia quienes aparecen como peligrosos contendientes.

El miedo obra como un despertador de ese instinto de sobrevivencia que nos coloca en una situación progresiva de alerta, defensa y ataque a todo lo que se visualiza como competidor o enemigo.

Los antepasados del "homo sapiens" no aceptaron coexistir en compañía de otros animales que compitieran por los mismos espacios vitales, es decir, por los mismos resguardos de las adversidades climáticas, por los mismos recursos alimentarios o por las mismas vertientes hídricas. Fue una lucha que finalizó con el exterminio de los demás grupos de homínidos.

De ahí creemos que deriva no sólo ese espíritu de dominación que nos embarga, sino también, esa tendencia a aniquilar, a extinguir a todo adversario que nos enfrente.

El ser humano no parece aceptar leales competencias ni tampoco el convivir en paz con sus iguales; por eso siempre buscamos la forma de colocarnos por encima de ellos y el poder de someterlos.

Actuamos así porque nos sentimos inseguros.

La inseguridad naturalmente despierta miedos, y el miedo, al activar nuestro instinto de conservación, nos sume en una belicosa animosidad hacia quien aparece como su causante.

No nos agrada sentirnos iguales a los demás.

No aceptamos ningún tipo de igualdad que ponga en peligro nuestra sensación de superioridad; por eso siempre enarbolamos alguna presunta primacía que justifique el accionar violento que logre y asegure nuestro dominio.

Es un fenómeno que ninguna de las civilizaciones ha podido erradicar.

¿Por qué?

Porque el pertenecer a la especie humana no implica que hayamos dejado de ser animales; sólo somos animales con un poco de racionalidad.

Para sentirnos seguros de nosotros mismos, en primer lugar, a nuestra autoestima le agrada que se nos presente como seres racionales, además de seres creados por Dios para dominar el mundo y, por lo tanto, superiores al resto de las especies animales y al resto de la humanidad.

Pero, en realidad, objetivamente, no somos tan distintos de ellos como pretendemos; ni de los animales ni de los demás seres humanos.

Sólo somos relativamente racionales y, mientras no partamos de esa verdad, jamás llegaremos a comprender esas irracionalidades del pensamiento y del accionar humano.

El miedo siempre funciona como un alerta que aguijonea nuestro instinto de sobrevivencia y, la fuerza del instinto, si nos descuidamos, termina doblegando el poder de nuestra inteligencia.

En la vida actual, la frustración se presenta como uno de los factores que más comúnmente nos lleva asumir las actitudes más violentas. Porque la frustración, al hacernos sentir inferiores, hiere nuestra apetencia de dominio, convertida en inconsciente necesidad vital a través del inextinguido instinto de sobrevivencia.

Las investigaciones científicas más recientes se han encargado de demostrar que la mayor parte de nuestras actitudes cotidianas, más que responder a elecciones resultantes de una intención consciente originada en un pensamiento racional, en realidad, están muy determinadas por aquellos instintos que son alentados por el entorno.

Efectivamente, resulta que, la mayor parte de la conducta humana responde generalmente en forma automática a reacciones instintivas ante las señales dadas por el entorno social, en tanto que nosotros pretendemos que actuamos consciente y libremente como fruto de un pensamiento totalmente racional.

Además de la necesidad, también la codicia, la lujuria, la ambición, la envidia, la frustración, el odio y la venganza son pasiones que actúan impulsándonos a no respetar los legítimos derechos de los demás, llevándonos a cometer actos de violencia dirigidos contra las personas o destinados a apoderarnos de sus bienes y, cuando decimos bienes, no sólo nos referimos a los bienes materiales, sino que, ante que nada, incluimos entre ellos, las libertades y derechos naturales de cada ser humano, en especial esos que fueron reconocidos por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 mes de diciembre de 1948, comenzando por el derecho a la vida y a la dignidad de toda persona humana.

El dominio que unos hombres ejercen sobre otros, aunque no se ejecuten a través de la violencia o la coerción física, sino que se concretan a través del engaño o la astucia, de la presión psicológica o social, no dejan de ser actos que violentan el libre ejercicio de las libertades y derechos inalienables que son propios de todo ser humano.

Ejemplo de ello es la presión que, acompañada o no por algún tipo de violencia física, algunos agentes sociales ejercen sobre ciertas personas para que éstas acepten compartir determinadas ideas, adoptar ciertas posturas o asumir algunas actitudes que, de no sufrir tal peso, ellas nunca lo harían.

Los medios formadores de opinión ejercen en este sentido una presión indirecta, pero no menos real, para lograr que la mayoría de la población se incline a favor o en contra de ciertas ideas, hechos, conductas, actitudes, y/o individuos.

Por su parte, el desempleo, es decir, la falta de puestos de trabajo, es una forma de violencia sistémica, arma del dominio económico, destinada a forzar a los trabajadores a conformarse, por terror al paro forzado, a recibir una paga inferior a la que realmente les corresponde de acuerdo al valor producido con la tarea realizada.

Pero, además, en la medida en que por ausencia de adecuadas políticas económicas pro-activas y de la insensibilidad e inacción de la sociedad el desempleo se extiende indefinidamente en el tiempo, ello desemboca en una marginación social que se produce como resultado del conformismo fatalista y la desmoralización que termina embragando a quien se halla en tal situación.

La sociedad contemporánea, pese al crecimiento económico logrado se caracteriza, entre otras cosas,no sólo por no haber sabido dar trabajo formal, estable y honrosamente pago a todos sus integrantes, sino que, a través de las revoluciones industriales y al proceso de robotización de la maquinaria industrial y agrícola, el número de las personas sin empleo es cada vez mayor, en especial en aquéllas que proceden de "sectores de vulnerabilidad" donde la posibilidad real del acceso a la educación que el mercado de trabajo reclama es algo prácticamente imposible.

Allí donde el desempleo pasa de ser una situación fugaz para convertirse en algo permanente, se va perdiendo la confianza en la educación como medio de superación personal y de movilidad social, y la esperanza de que el trabajo sea el medio más idóneo para vivir honradamente, con todas las necesidades básicas satisfechas.

En ese contexto es lógico que en estas personas se desarrolle la anomia, es decir, que entre quienes son marginados del aparato productivo y de los bienes y derechos de la sociedad, es fácil que se produzca un paulatino y creciente desconocimiento de las normas morales institucionales que rigen en esa sociedad.

Es ilógico pretender que, aquéllos que son marginados por una sociedad se sientan obligados a actuar como si realmente fueran integrantes de ella que están en un mismo pie de igualdad, es decir, beneficiarios de iguales derechos y libertades y sujetos a unas mismas obligaciones, cuando en concreto, objetivamente, ello no es así.

Indefectiblemente, quienes son sometidos a una marginación socio-económica terminan desarrollando una cultura diferente, acompañada de una moral distinta que, a sus ojos, legitima su particular manera de observar, de pensar, de objetivar la realidad y, consecuentemente, de actuar por fuera de los cánones que se les pretende imponer.

Entendemos que no es lógico pretender que quienes son ignorados por la sociedad, es decir, aquellos a quienes por la vía de los hechos la sociedad ha dejado en el desamparo, sean respetuosos con quienes integran tal sociedad.

El respeto es algo que no se logra imponer, sino que, es algo que se debe ganar.

Hemos dejado sin patria aquellos a quienes negamos participar del patrimonio común.

Si no los tratamos como nuestros semejantes, como nuestros iguales, ya que pregonamos que vivimos en una república democrática, ¿por qué deben ellos vernos y tratarnos como sus iguales?

En realidad, si no utilizamos un doble discurso, debemos concluir que sólo quienes están real y plenamente integrados en una sociedad, en una efectiva igualdad de derechos y libertades están legítimamente obligados a respetar las normas que aquélla se da.

Sé que esto suena muy fuerte, pero ello es lo lógico en una sociedad racionalmente organizada.

Ahora que, una sociedad que permanece inoperablemente insensible ante la marginación que sufre una parte de sus miembros no es precisamente una sociedad que pueda ufanarse de su racionalidad.

Y, una sociedad capitalista es esencialmente una sociedad irracional porque su objetivo primordial es la acumulación de capital y, esto sólo puede lograrse a través de la apropiación de bienes que son producidos por otros, o que pertenecen a otros, a través de un arbitrario apoderamiento que, pese a que únicamente puede ser posible a través del ejercicio de algún tipo de violencia, el mismo no es penalizado por ninguna de las leyes vigentes.

Creemos que para garantir la real vigencia de los derechos humanos establecidos por las Naciones Unidas, tal ejercicio debería ser considerado un crimen.

La explotación del ser humano sólo se logra a través de alguna forma de violencia, y ello también debería estar declarado como un crimen por la legislación vigente.

Lamentablemente, suele ocurrir que hay leyes totalmente injustas, leyes moralmente inaceptables, si es que no se practica una doble moral.

En realidad, desde hace muchos siglos la legislación, ha estado, y, aún sigue estando, puesta al servicio de los económicamente más poderosos, por lo que resulta que hay apropiaciones que no son delito y otras que sí lo son.

Entonces, si quien acumula capital lo hace apropiándose de bienes que en realidad no le pertenecen, es decir, cuando los miembros más influyentes de una sociedad acumular fortuna apoderándose de bienes ajenos (porque son valor producido por otros o pertenencia de otros) él y ellos mismos están dando pie a que los demás tampoco sean respetuosos de esos bienes que ellos mismos poseen gracias a una legislación que deja desamparada, en forma totalmente arbitraria e injusta, al sector mayoritario de la sociedad.

Para colmo, esas mismas personas suele exhibir esa riqueza mal habida para hacer alarde de su poder, de su pretendida superioridad, presentándose como dioses que están por encima de todo lo demás, y con derecho a todo.

En medio de esta realidad no nos debería extrañar que, en nuestra sociedad, predomine la violencia y que la apropiación de bienes ajenos termine convirtiéndose en la "moneda" dominante.

Desde hace ya demasiados siglos resulta que hay apropiaciones que no son delito y otras que sí lo son, así como algunas violencias constituyen un crimen y otras no.

Ahora bien, ni la violencia ni el delito pueden erradicarse en base a una violencia mayor, ejercida por particulares y/o por agentes del Estado, como elemento de disuación y/o represión.

Tampoco alcanza con un mayor nivel de educación, ni un mejor reparto de la riqueza.

Tanto la violencia como el delito son fenómenos sociológicos que también se dan en el ámbito de los profesionales universitarios y en el de las clases más pudientes.

Nos resistimos a aceptar como algo insuperable el actual clima de violencia y criminalidad social.

Entendemos que para ello es imprescindible tratar de erradicar aquellos factores que promueven dichos males.

Como modificar el comportamiento que viene impulsado por factores genéticamente heredados no es algo que, aparentemente, pueda remediarse al nivel universal en un tiempo cercano, el esfuerzo por lograr disminuir la actual violencia imperante debería centrarse en el cultivo de una cultura muy distinta a la que impera hoy en día y, para ello, resulta indispensable sustituir el actual irracional sistema productivo-económico-social que la alienta, por uno menos inequitativo y más racional, donde la prioridad para lograr el crecimiento económico sea a través del
desarrollo integral de la persona humana y no de la mera acumulación de capital.

No nos resignamos a aceptar que ello sea un imposible.

Creemos que es posible construir una sociedad menos violenta y criminal que ésta en que nos ha tocado vivir.

Para ello es necesario, antes que nada, terminar con el culto de que aquellos que tienen más poder económico tienen derecho legítimo al ejercicio de mayores derechos y disfrute de superiores libertades que los demás, y para concretarlo, hay que instrumentar las formas legales pertinentes para lograr impedir que, en la práctica, sean estos sujetos privilegiados los que, directa o indirectamente, impongan por la vía de los hechos el nombre de aquellos candidatos a gobernantes que pueden ser propuestos para ser electos y las leyes que éstos deben aprobar.

Hacerlo realidad deberá ser obra del conjunto de la sociedad.

No nos desanime el hecho de que hoy no la podamos concretar.

Lo importante es que desde ya, con fe y tesón,comencemos a trabajar para lograr satisfacer esa necesidad democrática.

Montevideo, mayo 25 de 2011.

viernes, 13 de agosto de 2010

Las constituciones nacionales



Las Constituciones nacionales.

Parte II.




















Parte II.

El poder constituyente que se atribuyeron, a partir del siglo XVIII, los autores de las primigenias modernas Constituciones en las que se asentó el orden jurídico resultante en los nacientes estado-nación, desde el punto de vista jurídico-positivo, era algo no existente.

Implantar legalmente la soberanía de los pueblos constituyó, de por sí, toda una revolución dentro del derecho político existente.

Su valor jurídico, se legitima, precisamente, a partir de la promulgación de los textos de estas constituciones eloboradas y aprobadas por asambleas constituyentes que se atribuyeron, en mérito a revolucionarias concepciones filosófico-políticas, la plena representatividad soberana de sus pueblos.

Por otra parte, toda Constitución ha sido siempre la obra del ser humano: haya sido un rey; un parlamento; o, una asamblea con participación ciudadana.

Además, históricamente, siempre, toda primera constitución, ha estado determinada, o por un grupo de familias; o por las fuerzas sociales; o por los grupos de poder más vigorosos, siendo de ellos de donde en definitiva deriva el contenido ideológico y político de la Constitución, del Derecho y del Estado.

Naturalmente, tales agentes políticos no necesariamente obraron atendiendo a los valores e intereses del conjunto de la población, sino que, fundamentalmente, su acción se desarrolló en pro de la defensa de los sectores socio-económicos que integraban o que realmente representaban.

Es en este sentido que las primeras Constituciones de cada Estado-nación moderno no han sido otra cosa que la institucionalización jurídica del mayor poder real existente en ese momento y, de tal circunstancia elitista deriva el hecho de que todas ellas - más allá del evidente adelanto significado en materia de reconocimiento de derechos y libertades, de contención del poder absoluto del Estado y de la división tripartita del mismo- hayan culminado implantando un sistema censatorio para la designación de los gobernantes, lo que hizo que, si bien se obtuvo la garantía legal destinada aproteger los intereses de los sectores más poderosos, aunque numéricamente minoritarios, en definitiva la acción de los gobiernos no pudo guardar la debida correlación con aquellos enunciados teóricamente pro-democráticos invocados en sus propios textos.

Tales constituciones, a lo sumo dejaron entreabierta una muy estrecha ventana por donde asomarse a una democracia siempre inalcanzada, porque el peso del sistema económico en que ellas se instalaron y el del poder político que ellas mismas afianzaron, han hecho imposible el que la libertad, la igualdad y la fraternidad pregonadas en la ley magna, cuajasen finalmente en la real concreción de sociedades integramente democratizadas.

La historia de las constituciones modernas comienza, en realidad, a partir de la Constitución de los Estados Unidos de Norte América de 1787 y la de la Francia revolucionaria de 1789, habiéndoles servido de antesala, sin duda alguna, "The Bill of Rigts" inglés de 1689 y el "Habeas Corpus Act" de 1701.

Marco Tulio CICERÓN, pensador romano que vivió entre el año 106 y el año 43 antes de Cristo, sostuvo,en sus escritos políticos que, la República no podía tener un origen violento y unilateral, sino que su origen debía de ser pacífico y consensuado, resultado de la REUNIÓN DEL PUEBLO, sobre la base de una comunidad de intereses y de un consenso político.

Respecto de las constituciones modernas prima la opinión de que ellas se inspiraron en los principios rectores del liberalismo filosófico.

Ahora bien ¿cuál era el pensamiento político de John Locke, fundador del liberalismo moderno y legitimante de los hechos derivados de la Revolución Gloriosa acaecida en Inglaterra, entre 1688 y 1689, que culminó otorgando al Parlamento la soberanía nacional?

Su principal obra sobre filosofía política está expuesta en el segundo "Tratado sobre el gobierno civil" (1689). En él, su pensamiento refleja, inequívocamente, la opinión prevaleciente en el seno de la ascendente clase burguesa de Inglaterra. El hombre es presentado allí como un ser racional, cuya libertad es inseparable de la propiedad de aquellos bienes capaces de proporcionarle la felicidad.

Condensando el ideal de la burguesía inglesa, Locke, teórico de la Revolución Gloriosa y expositor del individualismo, no concibe una felicidad divorciada de la propiedad. "La mayor felicidad no consiste en gozar de los mayores placeres, sino en poseer las cosas que producen los mayores placeres."

Para él, el gobierno de la sociedad civil no tiene otra finalidad que el de proteger la propiedad privada. Para este autor, los individuos se agrupan para formar una comunidad política y acordar el establecer un gobierno (leyes, jueces, policía), al sólo efecto de evitar que algún individuo pueda atentar impunemente contra la propiedad de otros hombres.

Locke no vaciló en sostener la idea de que sólo los propietarios son libres, y de que sólo ellos podían ser ciudadanos, puesto que la finalidad del gobierno de una comunidad política tiene ese único fin de defender los intereses de los propietarios: sus posesiones físicas, sus libertades, sus facultades y capacidades.

De allí la justificación teórica de que las constituciones fueran censatarias, reservando a los propietarios (únicos hombres libres)el derecho a una ciudadanía activa y, condicionando además, a la posesión de un mínimo de determinado monto de capital -variable en una escala ascendente, según sea la responsabilidad que se asigna a cada tarea gubernativa- la posibilidad de ser designado para desempeñar las funciones de legislador, de principal, de ministro, de magistrado.

Para Locke, entonces, el poder político es una especie de soberanía que unos propietarios sólo confían a otros propietarios.

Según lord Acton: "La revolución de 1688 no es más que la sustitución del derecho divino de los reyes por el derecho divino de la GENTRY".

El elitismo censatario fue siempre repudiado por los democrátas integrales; al empeño y tesón de su prédica se debe que el sufragio universal masculino fuese una conquista de fines del siglo diez y nueve, y que el voto femenino fuera habilitado en el correr del siglo veinte. Ni liberales ni conservadores fueron partidarios de extender los derechos ciudadanos activos a quienes pertenecían a los sectores socio-económicos más desfavorecidos.

Montesquieu, por la importancia de sus aportes teóricos, fue la segunda fuente doctrinal donde abrevaron los elaboradores de aquellas constituciones liberales que legitimaron el apoderamiento del poder político por parte de las burguesías nacionales, constituyendo repúblicas donde el poder soberano pertenecía a un cierto número de personas que constituían la aristocracia del dinero.

Este importante autor francés, presidente del parlamento de Burdeos -orgulloso de pertenecer a una nobleza a la que considera el mejor sostén de una monarquía a la que ve, a su vez, como la mejor garante de la libertad- hijo de la Ilustración europea y discípulo de Locke, fue quien elaboró la teoría de los contrapesos ("Es preciso que el poder detenga al poder"), ideando y desarrollando una división de poderes del Estado,destinada a impedir todo tipo de despotismo gubernamental. Sin embargo él no preconizó una absolusa separación entre los tres poderes, sino la necesidad de que el poder ejecutivo, el poder legislativo y el poder judicial estuvieran en manos distintas pero, funcionando armonizadamente.

Efectivamente, Montesquieu preconizó la co-soberanía de tres órganos de gobierno: Ejecutivo, Parlamento y Justicia, en correlación con tres fuerzas sociales: rey, pueblo y aristocracia. Su aparato gubernamental se asentaba en una constitución que reflejaba su imagen de la sociedad. Según Louis Althusser, Montesquieu no elaboró una teoría jurídica de la separación absoluta del poder del Estado, sino que,él desarrolló una concepción político-social del equilibrio de poderes, aunque tendiendo a consagrar sobre los demás: el superior poder de la aristocracia.

Pese a que Montesquieu había sostenido que, un legislador que debe legislar para un pueblo ya existente (con pasado, tradiciones, costumbres, creencias, lengua y normativas consuetudinarias particulares), poseedor por lo tanto de una peculiar forma de ser, es decir, de un espíritu distinto al de los demás, cometía un gran error si intentaba trasladar a su pueblo una copia de leyes que fueron necesarias y resultaron eficaces para la vida y el espíritu de otros pueblos, el entendimiento de la universalidad de los derechos que emanó del pensamiento de los enciclopedistas franceses del siglo diez y ocho, llevó a que las Constitciones modernas adoptaran, en cada uno de los nuevos Estado-nación, un texto muy similar, a pesar de que tal modelo de Constitución no fuera el más adecuado para todas las sociedades de esa época.

El modelo de las constituciones modernas, inspiradas mayormente en las ideas de Locke, menos en las de Montesquieu, y muy escasamente en las de Rousseau, no hicieron otra cosa que definir la forma de gobierno que se fueron dando las comunidades políticas de los nuevos Estado-nación, a los efectos de asegurar, como finalidad prioritaria, la mejor defensa los intereses de los propietarios, en especial, el de los burgueses.

En realidad, Montesquieu temía que el, a su juicio, excesivo espíritu de comercio que regía la vida de la sociedad inglesa, resultara nociva para su nación.

Pese a todo, a la escasa generosidad de espíritu que demostró la burguesía hacia los sectores sociales también opuestos al absolutismo del Estado, ellas representaron un paso positivo con respecto al anterior estado de cosas en materia del reconocimiento teórico de los derechos y libertades de los hombres y de los ciudadanos, no obstante lo cual, como consecuencia de su aristocratismo censatario y del elitismo gubernativo que engendraron desde esa época al presente, muy poco más que ello fue lo que aportaron para viabilizar la efectiva democratización integral de las sociedades modernas.

Las graves inequidades sociales que percibe con facilidad cualquier ser sensible y observador objetivo, cualquiera sea la sociedad actual a la que someta a un análisis inteligente, y, las graves violaciones a los más elementales derechos humanos que multitudinariamente se constatan en los cinco continentes, nos exhimen de mayor comentario.

Los millones y millones de desocupados, de campesinos sin tierras, de jefes de familia sin acceso a la propiedad de una vivienda digna, de madres con hijos abandonadas a su sola fuerza, de niños hambrientos, de jóvenes sin educación, de ancianos desamparados, de marginados de distintos derechos, y, de mujeres y varones totalmente excluidos de toda posible integración a la vida ciudadana, nos dicen, con total claridad, que: la libertad, la igualdad, la seguridad y la fraternidad, sólo son letra muerte, papel sin vida, constituciones inadecuadas para democratizar integralmente a la sociedad humana.

poética (3)



¿QUÉ LES QUEDA A LOS JÓVENES?

¿Qué les queda por probar a los jóvenes
en este mundo de paciencia y asco?
¿sólo grafitti? ¿rock? ?escepticismo?
también les queda no decir amén
no dejar que les maten el amor
recuperar el habla y la utopía
ser jóvenes sin prisa y con memoria
situarse en una historia que es la suya
no convertirse en viejos prematuros.

¿Qué les queda por probar a los jóvenes
en este mundo de rutina y ruina?
¿cocaína? ¿cerveza? ¿barras bravas?
les queda respirar / abrir los ojos
descubrir las raíces del horror
inventar paz así sea a ponchazos
entenderse con la naturaleza
y con la lluvia y los relámpagos
y con el sentimiento y con la muerte
esa loca de atar y desatar.

¿Qué les queda por probar a los jóvenes
en este mundo de consumo y humo?
¿vértigo? ¿asaltos? ¿discotecas?
también les queda discutir con dios
tanto si existe como si no existe
tender manos que ayudan / abrir puertas
entre el corazón propio y el ajeno /
sobre todo les queda hacer futuro
a pesar de los ruines del pasado
y los sabios granujas del presente.

Poema de Mario Benedetti,
Poeta escritor uruguayo.

domingo, 8 de agosto de 2010

Las constituciones nacionales




Primera parte.

La formación de un pueblo cualquiera (grupo de seres humanos caracterizado por una unidad de cultura, origen, historia, lengua, creencias, tradiciones, localización geográfica, etcétera) presupone el agrupamiento de varias familias, clanes o tribus que, a los efectos de satisfacer una determinada necesidad, han aceptado constituir una comunidad y, a fin de ordenar una convivencia destinada a acceder al logro perseguido, consensúan determinadas pautas de comportamiento común y obligatorio.

A partir de ese acuerdo básico, de ese pacto social inicial que generalmente ha sido sólo oral, un pueblo tal, naturalmente así constituido, posteriormente suele desarrollar un derecho consuetudinario destinado a prolongar en el tiempo aquellas normas por las que esa comunidad decide sus formas de gobierno.

Una constitución nacional, en los estados modernos, no es otra cosa que un documento escrito que protocoliza, a partir de un presupuesto básico (hipótesis), el ordenamiento fundamental encargado de dar validez al conjunto del sistema jurídico positivo que en él puede luego apoyarse con legitimidad plena.

Las constituciones pueden ser:

otorgadas, en una monarquía, el monarca, depositario de la soberanía, es quien la otorga al pueblo;

impuestas, cuando es el Parlamento, en representación de las fuerzas políticas y los grupos de poder, las impone al monarca, o al pueblo, cuando este último no dispone de ninguna posibilidad real de hacer valer su opinión;

pactadas o contractuales, cuando - como resultado de una evolución política superior no son ni otorgadas ni impuestas, sino que - derivan de un pacto social consensuado entre los diversos agentes políticos en representación de los distintos grupos de poder reconocidos por el Estado;

de soberanía popular, cuando la constitución es elaborada por una asamblea constituyente cuyos integrantes son designados directamente por el conjunto de la ciudadanía, y queda sometida al veredicto soberano del pueblo, estándose a lo que éste resuelva.

La constitución, pues, es la Ley máxima (Carta Magna) que rige la existencia, la organización y el ordenamiento fundamental de una sociedad política, cualquiera sea el sentido político que la inspire y los instrumentos por los que se opte.

Las constituciones modernas, todas establecidas por escrito, no sólo refieren a la forma y a las estructuras de gobierno de un estado nación, sino que, también establecen la forma de la unión política pactada, así como las finalidades por ella perseguida.

Estas constituciones cumplen varias funciones.

La primera y más importante de ellas consiste en establecer la soberanía del pueblo y definir la forma de pacto social que adopta la sociedad política; la segunda,
reconocer las libertades y los derechos de los hombres, ofreciendo las debidas garantías a todos los ciudadanos, contra toda posible extralimitación de poder por parte del Estado; la tercera, precisar la problemática central de toda política, definiendo quién dirige a quién, en qué sentido y con qué fin; la cuarta, fijar los requisitos requeridos para ser designado para desempeñar las diferentes funciones públicas, así como la periodicidad de los eventos de participación ciudadana directa; la quinta, dar legitimidad a la función legislativa, estableciendo así el Estado de Derecho donde el poder de gobernar queda debidamente dividido y claramente delimitado en tres órganos distintos que son independientes entre sí.

miércoles, 26 de mayo de 2010

ACERCA DE LOS SUCESOS DE MAYO DE 1810




“La tea que dejo encendida,

nadie la podrá apagar".


Pedro Domingo Murillo
La Paz, enero 29 de 1810.



-LA REVOLUCION DE MAYO DE 1810-



En momentos en que se efectúan aprestos oficiales para conmemorar los doscientos años de la independencia que obtuvieron las colonias que integraban el español Reino de Indias, nos pareció necesario indagar un poco más a fondo, el contenido real de aquel movimiento que hace eclosión en mayo de 1810.

Como resultado de esa indagación constatamos, en aras de una estricta verdad histórica que, el movimiento juntista producido en las colonias integrantes del Reino de Indias, en el año 1810, si nos atenemos a los documentos oficiales producidos y suscritos por sus principales actores, de ellos no es posible deducir el que éstos se proponían proclamar una independencia política del Reino de Castilla – que era en quien descansaba la soberanía legal de estas colonias – sino que, la rebeldía proclamada, estaba dirigida contra las autoridades peninsulares que, en ausencia de Fernando VII se habían abrogado el derecho de pretender ejercer jurisdicción soberana sobre las posesiones castellanas en el continente americano.

Preservar la posesión territorial y la unidad política del Reino de Indias, para la Corona de Fernando VII (posesiones amenazadas de invasión y anexión por parte de Napoleón) fue el objetivo principal manifiestamente perseguido por los juntistas americanos de 1810.

Y, el argumento jurídico argüido para legitimar la designación de las autoridades locales, se basó, esencialmente, en el pensamiento suarizta, según el cual, la acefalía real devuelve al pueblo el usufructo de su soberanía particular.

Para ello dispusieron, además, del manifiesto proclama que, con fecha 28 de febrero de 1810, dirigió la propia Junta Suprema de Cádiz - constituida ella misma con igual fundamento jurídico – a “Los Pueblos de América” (provincias hermanas y remotas) exhortándolas a que: reconocieran su legitimidad; aceptaran la supremacía del
Consejo de Regencia; colaborasen con decisión para apoyar la lucha empeñada a favor de Fernando VII y contra Napoleón; y, finalmente, a constituir gobiernos populares representativos, tomando como modelo el de su propia formación.

Los acontecimientos producidos el 19 de abril en Caracas, el 22 de mayo en Cartagena de Indias, el 25 de mayo en Buenos Aires, el 20 de julio en Bogotá, el 18 de setiembre en Santiago de Chile y el 21 de setiembre de 1810 en Quito, donde los cabildos abiertos establecen juntas de gobierno que reemplazan a los gobernantes designados desde la metrópoli, representan el traslado al territorio americano de la confrontación interna que ya existía en España en torno a la lealtad o no al rey Fernando XVII, implicando ello, en estas latitudes, una verdadera lucha civil, llevada adelante en sus inicios, por los españoles americanos contra los españoles europeos.

Aprovechando la imposibilidad concreta de que la metrópoli pudiera enviar tropas para apoyar y defender a los insulares designados para gobernar sus colonias, esta
guerra civil desatada en España en paralelo con la lucha por su independencia, se traslada y extiende por todo el territorio hispanoamericano porque, en realidad, esta contienda entre partidarios de Fernando VII y partidarios de la Regencia, también permite exteriorizar la vieja rivalidad establecida entre los intereses económicos de los españoles americanos (criollos) y los de los españoles peninsulares y, asimismo, la resistencia a acatar tanto las disposiciones de los gobernantes designados por un Consejo de Regencia (catalogado de usurpador de las prerrogativas del rey), como las de los funcionarios venidos desde la península para controlar el comercio entre las colonias y Europa.

Esta es, en el Reino de Indias, una guerra civil desatada entre dos sectores integrantes de una misma elite urbana, representando, cada uno de ellos, intereses económicos opuestos.

Fue el sector criollo integrante de la elite urbana que dominaba las actividades en las capitales virreinales, el que encabezó estos movimientos, que, tras la bandera de la
lealtad a Fernando VII, perseguía dos objetivos esenciales, nunca oficialmente proclamados: desplazar a los españoles peninsulares de sus funciones estatales, e, instalar un sistema de comercio libre.

Esto no lo encontramos en ningún documento oficial, aunque sí lo hallamos en la propaganda oficial de algunos de sus líderes y, además, los hechos inmediatos derivados de la constitución de estas juntas de gobierno americanas, así lo atestiguan clara y oficialmente.

La unidad en el accionar de las élites criollas se estableció precisamente, no sólo por un sentimiento de lealtad a Fernando VII, sino también por una generalizada coincidencia en esas dos aspiraciones: sustitución de los funcionarios enviados desde la metrópolis por otros designados por los criollos y. el establecimiento del “comercio libre” cuyas ventajas propalaba Inglaterra.

Cada uno de estos bandos trató de obtener las adhesiones necesarias a los efectos de extender su influencia, y a estos efectos, las elites criollas estuvieron dispuestas a abrir a otros sectores una participación limitada en el poder, pero sin que ello implicara cambios políticos relevantes.

La necesidad de contar con otros apoyos internos, imprescindibles para extender la potestad jurídica de las nuevas autoridades a las restantes provincias, abrió el paso a sectores sociales que ascendieron en prestigio y relevancia política como consecuencia de su directa participación en los ejércitos revolucionarios: los terratenientes y los militares. Sectores que luego, en el momento del triunfo revolucionario, reclamaron su parte en el reparto de las posiciones económicas, sociales y políticas del nuevo poder.

El inmediatismo de las nuevas autoridades metropolitanas, empeñadas en obtener el reconocimiento de sus provincias, derivó muchas veces, en la justificada resistencia de aquellas provincias que vieron amenazado su propio derecho de establecer libremente sus autoridades, cuando se les quería imponer gobernantes en cuya elección no habían participado. Tal lo que les ocurrió claramente a las autoridades porteñas con respecto a Córdoba, Paraguay, Alto Perú y Banda Oriental, aunque en estos dos últimos casos, se adujeron motivaciones distintas.

Los documentos oficiales en torno al movimiento juntista americano en 1810 nos demuestran que allí donde existía desconfianza hacia el gobernante (caso del virrey Liniers en Bs. Aires), o donde éste había sido sustituido por el Consejo de Regencia, en forma que se consideraba ilegal, las juntas erigidas en 1810 consideraron que aquéllos carecían de legitimidad para ejercer el gobierno en estos lares.

Ahora bien, la sustitución de las autoridades designadas por la Regencia, presentaba a los indianos una disyuntiva en cuanto a cómo constituirse, una vez desvinculados de España, pero permaneciendo bajo el mando de Fernando VII. Se entendió que ello podía darse como un único reino integrado por todos los territorios de los antiguos virreinatos, o instituyéndose cada virreinato como reinos independientes entre sí.

Consecuentemente, ante estas dos posibilidades, se conformaron el partido de los “unitivistas” (partidarios del mantenimiento y fortalecimiento del Reino de Indias) y el de los “disgregativistas” (favorables al desconocimiento y disolución de la unidad
de este reino, movimiento que tanto responde a las oposiciones de intereses contrapuestos entre virreinatos y provincias creados por la propia organización colonial, como también a algunas ambiciones políticas individuales).

No existen documentos que avalen la idea de que ya existía, al menos entre quienes fueron los actores más importantes de dichos sucesos, un anhelo de soberanía nacional absoluta. Si tal aspiración alentaba en la mente de alguno de sus dirigentes, como sí lo fue excepcionalmente el caso de Miranda (a cuya inspiración se deben los motines independentistas sofocados en 1805), ése no fue el espíritu predominante entre los voceros oficiales del movimiento juntista de 1810.

Las juntas de gobierno americanas que surgieron a partir de mayo de 1810, para su formal legitimación no hicieron uso de fórmulas revolucionarias surgidas de la Revolución Francesa ni de la Revolución Independentista de las colonias inglesas de la América del Norte, sino que se apegaron a viejas instituciones españolas y al derecho del españolísimo Francisco de Suárez quien, ya en 1613 había afirmado que el derecho de los príncipes no era divino y que, descansando en el pueblo el origen de toda soberanía, ésta retrovertía a él en caso de la desaparición del rey.

Efectivamente, ante la acefalía del trono de Castilla y ante la disolución de la Junta Central de Sevilla decretada por un Consejo de Regencia al que se consideraba falto de legitimidad para su soberanía, los cabildos hispanoamericanos – donde los peninsulares solían ser mayoría – fueron sustituidos en sus atribuciones, por cabildos abiertos cuyo funcionamiento excepcional también estaba previsto y fue en éstos donde las elites criollas lograron establecer supremacías que, muchas veces con el apoyo de las milicias urbanas locales, decidieron el cese de los gobernantes designados por la península y su sustitución por las Juntas de Gobierno instaladas a imitación de la Junta de Cádiz.

Toda la documentación oficial relacionada con los sucesos de mayo de 1810 se encarga de probar, por un lado, la falta de toda intención de obtener una soberanía absoluta del reino de Castilla, mientras que, por otra parte, manifiesta expresa y libremente, la ratificación de su lealtad a la figura de Fernando VII.

Ciertamente, toda la documentación histórica disponible muestra, inequívocamente, que en Hispanoamérica, en Mayo de 1810, no existió ninguna encubierta declaración de independencia, sino, por lo contrario, una clara manifestación de fidelidad a la figura de Fernando VII.

Todos los documentos oficiales hablan de una expresa lealtad a Fernando VII y, cualquiera haya sido el motivo de ello, esta perduró demasiado tiempo, como para adjudicar tal posición a una mera necesidad táctica, destinada a contemplar el hecho de que momentáneamente Inglaterra se había constituido en aliada de España.

Efectivamente, Inglaterra, eterna rival económica de España , en un principio había alentado en secreto los propósitos separatistas dirigidos por Miranda en 1805, pero ahora, aliada de España en oposición a Napoleón, se mostraba más propicia a sustituir la unión a España por una cierta ligazón de estas colonias a alguna corona real europea, que a fomentar la absoluta independencia política de estas colonias y, por otra parte, se oponía férreamente a cualquier posibilidad de que el conjunto de tales colonias españolas pasase a conformar una única entidad nacional republicana, a semejanza de lo ocurrido en sus excolonias en la América del Norte.

Debido a los planes de invasión de estas colonias, manifestado por Napoleón, los nuevos gobernantes americanos necesitaban, imperiosamente, aparte de una estable adhesión local, de un reconocimiento internacional por parte de una potencia que, como Inglaterra, podía convertirse en una aliada comercial que facilitara los créditos necesarios para el pertrechamiento militar de los ejércitos americanos.

Pero Inglaterra, vieja rival económica de España, apenas superado el peligro napoleónico, deshizo su transitoria alianza con España, pasando entonces a alentar más abiertamente los movimientos iniciados en mayo de 1810, a pesar de de que éstos se inclinasen ahora hacia su absoluta soberanía y hacia la forma republicana de gobierno, cosas ambas con las que, en un principio, poco había simpatizado.

El hecho de que los movimientos juntistas, jurantes de lealtad de Fernando VII, se transformasen progresivamente en movimientos independentistas no obedecen a una causalidad mecanicista sino que ello derivó de graves errores políticos cometidos por las Cortes Generales en setiembre de 1810.

En primer lugar, estas Cortes - integradas por un centenar de diputados – debíendo contar con la presencia de veintisiete diputados americanos, sesionaron con la presencia de uno solo de ellos, siendo los otros veintiséis, sustituidos por españoles peninsulares que, además, no habían sido elegidos por los pueblos americanos.

En segunda lugar, las Cortes se inclinaron por consentir la autoridad de la Regencia.

Y, en tercer lugar, su ley fundamental , de fecha 24 de setiembre de 1810, rompió con la organización de los reinos, establecida en 1519 por Carlos V, en virtud de la cual, América (Reino de Indias) quedaba separada del reino de España, aunque permaneciendo ambos reinos gobernados por el mismo monarca, el de Castilla . En efecto, al expresar en esa ley que “… los diputados que componen este Congreso representan la Nación española y se declaran legítimamente constituidos en Cortes generales y extraordinarias y que reside en ellas la soberanía nacional”, abrogándose una soberanía inexistente sobre el Reino de Indias – acéfala la Corona, la soberanía vuelve a los pueblos de América – declararon establecida la unidad de los dominios de España, en los dos hemisferios, en una sola y única Nación.

Algunos días después este concepto vuelve a ser legalmente ratificado por otra ley que declara el “inconcuso (libre de dudas y contradicciones –aclaración de Inocente) concepto de que los dominios españoles en ambos hemisferios forman una misma y sola nación”.

Estas disposiciones de las Cortes, violatorias de la ley fundamental del Reino de Indias de 1519 - considerada por los americanos como uno de sus derechos más esenciales – había establecido el que la concesión de estas tierras quedaba “limitada a los reyes don Fernando y doña Isabel, a sus descendientes y sucesores legítimos y no comprende a los peninsulares, ni a la Península”.

Estas actuaciones de las Cortes fueron decisivas para inclinar la balanza hacia el, hasta entonces, minoritario partido en pro de una independencia absoluta, se lograra ésta, en forma unida o desunida, siendo esto último lo que lo luego terminó sucediendo, rompiendo los moldes territoriales y organizativos vigentes, yéndose hacia un reajuste de las fronteras y límites establecidas en la creación de las antiguas capitanías y virreinatos, con regímenes decididos por los particulares intereses de cada nuevo estado emergente.

Fueron, pues, entonces, por un lado los sucesos europeos y, por otra parte, los avatares propios del proceso revolucionario – revolucionario, en tanto desconocedor de las autoridades constituidas en la península ocupada por las tropas napoleónicas, pero no en relación con la vinculación que este Reino de Indias seguía profesando con Fernando VII – y no sólo los efectos de la Revolución Independentista de las excolonias inglesas en la América del Norte y los de la Revolución Francesa, los que se encargaron de hacer germinar un deseo y de provocar la adquisición de conciencia en torno a las conveniencias que parecían derivar, casi mecánicamente, de la proclamación de una soberanía absoluta.

Efectivamente, aquel generalizado viento de lealtad a la Corona de Castilla, que se esparció por el Reino de Indias durante el año 1810, escapó a los controles de sus dirigentes y terminó provocando una tempestad política, económica y social que
derivó finalmente en una guerra por la independencia absoluta que significaría también la derrota de los partidarios del monarquisno y la instauración de regímenes republicanos representativos, amén de provocar la ruptura de la Monarquía nacional y dual de España y América, la fragmentación del anterior cuerpo político hispanoamericano en varios Estados, la quiebra del orden económico y social anteriormente vigente en beneficio de locales privilegiadas oligarquías patricias y, el pasaje de la dependencia económica de manos del imperio español a las del imperio británico.

Finalmente, es preciso recordar que, entre la proclamación de una independencia y el momento de su concreción, suele existir generalmente un lapso de tiempo ( a veces más breve a veces bastante extenso), y que, las primeras proclamas oficiales de independencia absoluta, con respecto a España, comenzaron a surgir recién, a partir de 1813, lográndose su obtención, mayoritariamente, hacia 1820.

El lapso de tiempo transcurrido entre 1810 y las respectivas oficiales proclamaciones de independencia de las antiguas colonias españolas en América, estuvo ocupado por un proceso de decantación ideológica, política y social, en que los actores que asumieron la responsabilidad de la conducción del proceso revolucionario, fueron marcando junto con la evolución de un sentimiento de lealtad a la Corona castellana y a la monarquía hacia uno de independencia y republicanismo, y de un absolutista centralismo metropolitano a un federalismo interprovincial más democrático, los distintos intereses económicos y sociales que representaron las sucesivas cúpulas políticas que se alternaron en los distintos gobiernos encargados de continuar, hacia nuevas metas, aquel proceso iniciado en 1810.

El movimiento juntista hispanoamericano de 1810, al que consideramos como revolucionario puesto que ello implicó un abierto y total desconocimiento a las autoridades designadas desde la península, para nada supuso el intento de obtener soberanías absolutas y, tal objetivo, precisó de la actuación de otros agentes políticos, que representaban objetivos totalmente distintos a los que preconizaban los dirigentes que alumbraron el movimiento mayo.

Quienes asumieron los gobiernos una vez concluida la lucha por la independencia política, cayeron en el imperdonable error de haber consentido el que las incipientes naciones quedaran bajo el dominio económico de otro imperio: el inglés.

Doscientos años después, nuestros pueblos sufren aún las consecuencias de vivir bajo el dominio de un imperio global, convertidos en sociedades telegobernadas por una elitocracia internacional, desde una metrópolis ubicada en los territorios del conjunto de los países centrales.

Inocencio de los llanos de Rochaltam.

domingo, 16 de mayo de 2010

LA DEMOCRACIA JAQUEADA





LA ELITOCRACIA O EL PODER DE LAS ÉLITES




Instinto y razón, impulso y pensamiento, necedad e inteligencia, ignorancia y conocimiento, torpeza y habilidad, maldad y bondad, egoísmo y generosidad, individualismo y solidaridad, codicia y respeto, ambición y mesura, diferencia e igualdad, opresión y libertad, odio y amor, guerra y paz, son algunos de los más importantes polos opuestos que dinamizan la actividad del ser humano.

Toda la sociedad humana no es sino el resultado del choque entre esos diferentes factores que, emanados en diversos orígenes y, en busca de fines distintos, no aseguran, a priori, ni omnipotencias ni absolutas primacías.

Todo ser humano nace llevando en su interior un igual potencial de mal y de bien.

Está fundamentalmente en nuestra propia voluntad el decidir cada opción: el árbol a plantar, el fruto a recolectar, la pieza a cazar, el pez a pescar, el instrumento a idear, el terreno a cultivar, el grano a cosechar, el producto a fabricar, la materia a estudiar, la vivienda que nos ha de cobijar, la pareja que nos ha de acompañar, los hijos a criar, la educación a impartir, la estrofa a entonar, la música a escuchar, la danza a bailar, el deporte a practicar, el libro a escribir, en resumen, cada una de las actividades que acometemos y cada una de las metas que nos proponemos alcanzar.

Así como cada ser humano es el principal responsable de su particular destino, cada sociedad – así ha sucedido mayoritariamente por lo menos en los últimos dos mil quinientos años – ha resultado ser responsabilidad de esa minoría dominante, erigida en su “dueña”, la conformación de las sociedades humanas.

Estas clases sociales, numéricamente minoritarias, que se hicieron del poder económico, político, militar y cultural de las sociedades de sus respectivas épocas han sido y son, en definitiva, las principales responsables del modelo de sociedad que construyeron para defender sus intereses, de acuerdo con su real saber, entender y querer.

A lo largo de la historia podemos detectar cómo la diversidad de elementos positivos y negativos que caracterizan la vida del ser humano - la del conjunto y la de cada uno de ellos - así como la característica imprevisibilidad de la conducta humana, han hecho fracasar los mejores proyectos destinados a impedir el que un número minoritario de sus integrantes pudiera establecer cualquier tipo de dominio sobre la mayoría de los componentes de dicha sociedad.

Constatamos así que, todos los modelos democráticos ensayados hasta hora han tenido que afrontar el idéntico peligro inminente a que está expuesta toda sociedad humana: el que una pequeña minoría, a través de su habilidad, su astucia o su fuerza, culmine imponiendo su dominio sobre el resto de esa sociedad.

Ahora bien, quienes categorizan a un gobierno de ser menos o más democrático – hay quienes afirman que los hay plenamente democráticos – deberían comenzar por definir qué es lo que entienden por democracia y cuáles son los parámetros utilizados para efectuar tal calificación.

Así, por ejemplo, hay quienes afirman que “votar es gobernar”; en consecuencia, efectuar periódicamente elecciones ya es sinónimo de democracia.

El término democracia (demos-kratos=pueblo-gobierno), fue introducido por los griegos para referirse al sistema político instalado en Atenas, en el que el gobierno era ejercido directamente a través de la soberana “Asamblea del pueblo” de la que no podían participar todos sus habitantes sino solamente aquellos hombres libres que poseían determinado capital. Era un gobierno de muchos, pero no, un gobierno de todos; dicho sistema perduró desde el año 510 hasta el año 332 antes de Cristo.

El término república (res-publica=cosa pública), por otra parte, aparece en la historia tanto para referirse a ese mismo sistema existente en algunas ciudades griegas, como para el sistema de gobierno instalado brevemente en Roma hacia el año 510 (a.C) cuando a la caída de la monarquía etrusca le sucedió una república popular, que terminó siendo sustituida, algún tiempo después, por el gobierno de la aristocracia romana.

Herodoto, fundador de la historiografía crítica, ya distinguía entre las distintas formas de gobierno que habían existido.

Pericles, (495 a 429 a.-c.), estratega y político griego, fue actor importante en la “democratización” del gobierno ateniense, habiendo propiciado en su momento la defensa de la libertad de opinión y la necesidad de la igualdad de las leyes.

Platón, (428 a 347 a.C.), escritor y uno de los más importantes filósofos de la época, autor, entre otras obras, de “La República”, se constituyó en un crítico acerbo del modelo de democracia ateniense, entendiendo que ella se había convertido en el reino de los sofistas, pero también criticó los distintos modelos de gobierno que se habían ensayado hasta entonces.
Postuló, en cambio, la conveniencia de un gobierno ejercido por una minoría integrada por los hombres más sabios, para quienes el gobernar constituía, más un deber, que un derecho. Para este autor, unos hombres están hechos para regir y otros para gobernar.
Para Platón, las virtudes morales, son en definitiva, la que deben regir el alma de los gobernantes, evitando que se desvíen y queden sometidos a bajas pasiones (como la ambición y/o la intriga) que los lleven a ser malos gobernantes. Para Platón “El gobierno será perfecto cuando en él aparezca la virtud de cada individuo, es decir, cuando sea fuerte, prudente y justo”.

Aristóteles, (384 a 322 a.C.), discípulo de Platón, definió a la democracia como “el poder de gobernar detentado y ejercido por el pueblo”, entendiendo por pueblo al cuerpo de ciudadanos libres nacidos dentro de los límites del Estado”. Su crítica a la democracia fue más moderada que la de su maestro, al sostener que la democracia era un régimen de gobierno popular regulado por leyes atendiendo al bien común, aunque demasiado expuesto a desviarse hacia una demagogia que precisamente termina aniquilando dicho bien común.
Para él no sólo importaba la cantidad de los gobernantes, sino también, en igual medida, la calidad de los mismos, reclamando de éstos su cualidad de sabios racionales y el apego a la moral, a la virtud.
En su “politeia”, plantea que el deber del estado consiste en “formar ciudadanos en la virtud” reivindicando, al igual que Platón, el rol fundamental de la educación en esa tarea de formación.
Definió a la democracia (“gobierno de los pobres” en oposición a la oligarquía, “gobierno de los ricos”) como: “El poder de gobernar detentado y ejercido por el pueblo”. Entendió que el error de la oligarquía consistía en hacer de la desigualdad un principio general y, el de la democracia, el establecer una tendencia hacia la igualdad absoluta.

Debemos tener presente que estas opiniones sobre las distintas formas de gobierno fueron formuladas sobre el análisis de las experiencias del pasado inmediato que ambos conocían. Por eso es que, por ejemplo, al hablar de democracia Aristóteles rescata de ella valores positivos: “… es cierto que son esenciales a toda democracia la libertad y la igualdad, cuanto más completa sea esta igualdad de derechos más existirá la democracia en toda su pureza…”. Pero ese rescate parcial de las ventajas de la democracia no fue óbice para que terminara considerándola como una forma desviada de gobierno, entendiendo que el gobierno del pueblo propendía únicamente al bien de las clases bajas y no al bien común. Por ello es que finalizó proponiendo, como modelo recto de gobierno, un régimen misto donde las instituciones inferiores fueran democráticas, aristocrática la minoría directora y, monárquico el poder supremo.

En conclusión, tanto Platón como Aristóteles, culminaron proponiendo gobiernos elitistas y convirtiendo a la democracia en una mala palabra que no osó usarse durante casi 200 años, habiendo sido sustituida por el término república, que significa algo bastante distinto a democracia, al menos, en el lenguaje de la modernidad.

Según se narra en los “Evangelios” en cierta circunstancia en la cual los fariseos pusieron a prueba a Cristo, al preguntarle sobre si los judíos debían obedecer a la ley mosaica o a la del César (Judea estaba bajo dominio romano), aquél les respondió:”Dad al César lo que es César y a Dios lo que es de Dios”.
Contraviniendo tal juicio, en el siglo primero de la era cristiana, siendo Nerón Emperador de Roma, Pablo de Tarso, que se proclamaba apóstol de Cristo, fue quien reintrodujo la idea dominante en los reinos de la Antigüedad, afirmando que sólo “Dios es el origen de toda autoridad” y, que, por lo tanto, “…quien se resiste al poder del gobernante se resiste al poder de Dios”, y, con tal fundamento, a partir de que el catolicismo fue reconocido como la religión oficial del imperio romano, el poder de los reyes y emperadores estuvo vinculado a su legitimación por el poder eclesiástico .

Este pensamiento que se fue afirmando durante la Edad Media y que culminó después desembocando en el absolutismo monárquico, recién encontró cuestionadores de tal soberanía, cuando dieron frutos las ideas renacentistas.

No obstante el despotismo ideológico que caracterizó a la Edad Media, nos encontramos con dos religiosos que, en sus aportes filosóficos referidos a la teoría política, se atrevieron a alzar voces discrepantes.

Así, el franciscano Guillermo de Ockham (1280/88-1349), importante filósofo inglés, considerado precursor de la filosofía y epistemología moderna, efectuó en sus obras dos contribuciones fundamentales relativas al origen de la soberanía de los gobernantes al afirmar, primero, que el poder de los príncipes viene de Dios, pero a través de los hombres y, segundo, que los hombres tienen derecho a modificar la potestad del príncipe. De esta forma se adelantó a establecer la necesidad de que lo religioso estuviese separado de lo secular.

Posteriormente, Francisco Suárez (1548-1617), jesuita español, teórico de una escolástica remozada, se atrevió a cuestionar las afirmaciones de Pablo de Tarso que habían sido avaladas por el tomismo dominante, afirmando que si bien el poder de gobernar había venido directamente de Dios, éste lo había depositado originalmente en la comunidad y no en el príncipe, por lo que, en realidad, el natural sujeto primigenio de toda autoridad era exclusivamente el pueblo.

Por esos mismos años, Jean Bodín (1529/30-1596), pensador francés, hijo de una rica familia burguesa, efectuó otros importantes aportes a la teoría del origen del Estado.
Como según él, Dios no era sino un fundamento indirecto del Estado, éste no podía estar determinado por la Iglesia - aunque sí debía respetarla - sino que debía surgir de un acuerdo entre los hombres.
Este autor sostuvo que el origen de la autoridad radicaba en un pacto que se da entre las diversas familias que componen la elite de la sociedad, para determinar la forma de autoridad más adecuada a una sociedad dada, entendiendo, por lo tanto, que el poder político debía ser el resultado de ese pacto, concretado el cual, la persona que detentara la autoridad, debía tener todo el poder y ser obedecida por todos, ya que, sólo a través de una autoridad fuerte se era capaz de asegurar el orden, la seguridad y la prosperidad económica de una nación. Pero, si tal soberano no respetaba las leyes divinas, la Iglesia y el bien de la sociedad, resultaba legítimo el desobedecerlo.
Aquí se inicia la fundamentación del pacto como origen legitimador de la autoridad, del necesario poder absolutista del monarca, y también, del derecho a la desobediencia en determinadas circunstancias, a la vez que se adjudica a una elite el poder de designar al gobernante.

Las ideas democratizadoras recién fueron retomadas con fuerza, hacia finales del siglo XVII cuando, como corolario del Renacimiento humanista, comienza a hacerse sentir la influencia del racionalismo. Pensadores como Hobbes, Althussius, Spinoza, Locke, Montesquieu, Voltaire y Rousseau, se encargaron de enriquecer aquellas reflexiones sobre el origen de la soberanía y el ejercicio de la potestad de legislar y gobernar.

Uno de los emprendimientos derivados del Renacimiento humanista fue la revisión del derecho romano, tarea que se produce en circunstancias de que se están delineando los nuevos Estados Nacionales consolidados en el siglo XVI.
Estos estados modernos, van concentrando aquella soberanía dispersa que caracterizó a los gobiernos feudales. El poder de los nobles y el de algunas ciudades que gozaban de fueros propios, va siendo asumido por el nuevo estado, casi siempre monárquico, encargado de defender las fronteras territoriales, elaborar las leyes, impartir justicia, imponer y cobrar los impuestos necesarios para solventar una administración centralizada cada vez más compleja y burocrática, así como para financiar el costo de un ejército que dependiente del poder central comienza a profesionalizarse.

En ese contexto surgieron reformadores protestantes, como Lutero y Calvino, que, aunque contrarios al papado, siguieron justificando una relación entre la religión y el poder de los reyes, aunque éste procediera de una decisión de los hombres, en tanto que otros planteos, también religiosos, como en el caso de los jesuitas católicos y los protestantes hugonotes, rechazaron el poder absoluto. Finalmente, otros filósofos, en una actitud más racionalista, acuñaron un pensamiento más novedoso, justificando un poder fuerte y centralizado en base a argumentos de utilidad y practicidad.

Los siglos XVI y XVII, en medio de las guerras religiosas que sacudieron a Europa, propiciaron un clima más favorable para acentuar un creciente debate en torno a la libertad frente a Dios, a la Naturaleza y al poder del estado, produciéndose una renovación de las ideas filosóficas; ello culminó en el siglo XVIII, alumbrando el reclamo de una libertad necesaria para la obtención de la felicidad individual, entendida ésta, no como algo subjetivo, sino precisada objetivamente como el estado espiritual resultante del logro de la plena realización personal, consecuencia del propio esfuerzo de desenvolverse en un ambiente propicio al completo desarrollo de todas las potencialidades individuales, en todos los órdenes de la vida, resultado que sólo era posible en un sistema político donde existiera una verdadera libertad personal que lo habilitara y asegurara.

A partir de ese momento, determinados derechos de los hombres, comenzaron a ser percibidos desde una base totalmente racional como un conjunto de principios amparados en normas de derecho natural (iusnaturalismo), destinado a hacer posible una convivencia humana pacífica.
Los autores contractualistas, tomaron como punto de inicio de la fundamentación de su pensamiento, un estado de naturaleza transformado a través de un acuerdo, pacto, o contrato, ajeno a toda voluntad divina y realizado entre los hombres para transformar sus comunidades en una sociedad civil o política, organizada en torno a una forma de gobierno - encargado de elaborar normas o leyes que no podían contradecir los derechos naturales - con el exclusivo objeto de asegurar la paz, la libertad, la propiedad y el bienestar.

El pensamiento de Locke surgió en una Inglaterra convulsionada por una revolución filosófica que, a posteriori de los descubrimientos científicos de Newton, enfrentando el racionalismo clásico e innatista postulado por Descartes, con un empirismo surgido de los aportes teóricos de Bacon y Hobbes, cuya formulación fue finalmente sistematizado por el mismo Locke, fundador del empirismo anglo-sajón y padre del liberalismo político. Sus postulados encontraron una aplicación práctica, tras los acontecimientos políticos de 1649 y 1688 que culminaron en un sistema de gobierno político liberal, que abolió el absolutismo y estableció un régimen parlamentarista e instauró la división de los poderes del Estado.
Para Locke, la tendencia de los hombres a hacerse justicia por mano propia, favorece un estado de guerra que destruye el estado de naturaleza, caracterizado por la paz, la benevolencia y ayuda mutua, viola la ley fundamental de naturaleza - entendida como manifestación de la voluntad de Dios – según la cual nadie debe dañar a otros en su vida, su salud, su libertad y sus bienes legítimamente adquiridos a través del trabajo.
Desatado el estado de guerra de todos contra todos éste sólo puede ser detenido a través del por político. Por lo tanto, a los hombres dotados naturalmente de la razón y la libertad, les asiste, también por ley natural, el derecho de imponer a los demás el cumplimiento de la ley natural primera, y esto se concreta en la institución del Estado, a través de un pacto social.
Instaurar el Estado supone establecer "… un juez terrenal con autoridad para decidir todas las controversias…y, dicho juez es legislatura…".
Al establecer que el pueblo depositaba su la soberanía en el Parlamento, este autor se alzó contra el absolutismo, precisando que “…la monarquía absoluta,…, es, ciertamente, incompatible con la sociedad civil, y excluye todo tipo de gobierno civil. Pues el fin que dirige la sociedad civil es evitar y remediar esos inconvenientes del estado de naturaleza que necesariamente se siguen del hecho de que el hombre sea juez de su propia causa.”
Para Locke “La comunidad viene a ser un árbitro que decide según normas y reglas establecidas, imparciales y aplicables a todos por igual, y administrada por hombres a quienes la comunidad ha dado autoridad para ejecutarlas.” Para él, el poder del Estado consiste en el legítimo primer “derecho a hacer leyes”… y, un segundo derecho, el de ”…hacer la guerra y la paz. Y ambos poderes están encaminados a la preservación de la propiedad de todos los miembros de esa sociedad, hasta donde sea posible.”
Si el propósito fundamental del establecimiento de una sociedad civil es la salvaguarda de la propiedad”, y,en tal propiedad de los bienes poseídos Locke incluye la vida y la libertad aparte de las posesiones físicas, “el organismo que regule como salvaguardarla constituirá el organismo más importante de la misma.”
Locke puso un énfasis muy especial en esto: “…no hay ni puede subsistir sociedad política alguna sin tener en sí misma el poder de proteger la propiedad”, añadiendo que era precisamente, para salvaguardar con mayor consistencia la propiedad, el que los hombres libres, los propietarios, habían acordado asociarse en una sociedad civil, y para ello habían renunciado a su propia defensa y al poder de castigar los delitos contra la ley natural.
Entendió_Locke, por tanto, que tal sociedad política había surgido de un pacto entre propietarios y, en consecuencia, el poder de legislar debía estar en poder de los propietarios, y de tal calidad derivaba el derecho a elegir gobernantes y a ser gobernante.
De esta manera frente a la minúscula élite intelectual que acompañaba a los déspotas ilustrados, Locke opuso el peso de un sector numéricamente algo superior, la de los “propietarios ilustrados” a quienes concedió la legitimación de ejercer el poder de gobernar. Pero, este autor, también admitía la continuidad del rey, como símbolo de unidad nacional.

Kant en Alemania y Montesquieu en Francia se encargaron de divulgar las teorías lockeanas.

Se inicia, pues, a fines del siglo XVII, uno de los períodos más prolíferos en materia filosófica a través de “La Ilustración”, cuyo fruto más trascendente fue en Europa, la Revolución Francesa. Tanto ésta, como la Revolución Independista de las Colonias Inglesas en la América del Norte, se constituyeron en los acontecimientos que provocaron las más amplias repercusiones político-filosóficas tanto en el territorio europeo como en el americano.

Puede decirse que la Gloriosa Revolución de Inglaterra inició la producción de un pensamiento ilustrado que, para nada debe confundirse, con el espíritu del despotismo ilustrado, puesto que aquélla, precisamente consistió en una reacción contra éste.
La Ilustración transmitió y popularizó las ideas de Bacon y Descartes, de Bayle y Spinoza y, más especialmente, las de Newton y Locke, trasmitiendo la filosofía de la ley natural y del derecho natural. Fue una especie de fe - casi religiosa - en que el paso del tiempo se encargaba de mejorar las condiciones de vida, de que cada generación contribuía con su labor a una vida mejor para sus sucesores, y de que toda la humanidad participaría por igual de dichos beneficios.
El progreso social se convirtió en la idea dominante que daba sentido al desenvolvimiento de la sociedad humana, por lo que, ser útil a ella, se convirtió en la prioridad número uno, y se entendió que, el Estado, era el más importante instrumento de tal progreso.
Pero, si hay un concepto que expresa clara y unánimemente el sentido de la Ilustración - pese a la diversidad de corrientes involucrados en tal fenómeno - ese fue el concepto de Razón, la que, privada eso sí de todo carácter de innato, se forma y perfecciona, llegando a confundirla con esa actividad que, operando sobre los datos percibidos por los sentidos, es capaz de organizarlos y estructurarlos.
Es una razón idéntica en todos los hombres, autónoma y autosuficiente, capaz: de prescindir de la tutela de la tradición y de la autoridad; de perfeccionar las ciencias y las artes; y, de producir la comodidad y el bienestar del ser humano.
La luz de una libertad tolerante se abría paso para destruir la intolerancia y el fanatismo propios del oscurantismo que había predominado en la Edad Media.
El escepticismo y el antidogmatismo en la religión, el liberalismo y antiautoritarismo en lo político y, la confianza en el progreso de la humanidad se alzaron con vigor, frente a los postulados del Antiguo Régimen.

Voltaire, Montesquieu, Diderot, D´Alembert y Rousseau, hombres cultos, informados en las distintas artes y ciencias, libres de prejuicios y, a su vez, tolerantes, se nos presentan como los típicos ejemplares del filósofo francés ilustrado.
“La Enciclopedia Francesa” se encargó de concretar el espíritu pedagógico, laico y universal que animó a La Ilustración, a los efectos de cumplir su principal objetivo: la difusión del saber y la creación del nuevo tipo de hombre: el hombre libre y crítico.
Todo el pensamiento de esta época estaba relacionado, de alguna forma, con el problema de la libertad, por ello el rol educador asumido por “La Ilustración” implicó un abierto enfrentamiento con las ideas, los valores y las instituciones tradicionales.

Pero, las preocupaciones de los filósofos ilustrados, eran bastante dispares.

Montesquieu, muy influenciado por Locke y, admirador del sistema parlamentario inglés, centraba su interés en la libertad política práctica, por lo que trató de establecer las mejores garantías contra el absolutismo monárquico que reinaba en Francia.

Voltaire, que no era ni liberal ni demócrata, era partidario de un gobierno fuerte e ilustrado, convencido como estaba de que sólo unos pocos hombres podían llegar a ser ilustrados, prefería renunciar a la libertad política a cambio de que fuese garantida la libertad intelectual que era lo que a él más le interesaba.

Rousseau, sin duda alguna, precursor del romanticismo europeo, fue quien infundió sentimientos a las ideas y tareas de La Ilustración.
Para él la libertad consistía en fundirse voluntariamente con la naturaleza y nuestros iguales, por lo que pretendió que los hombres se liberasen de los artificios civilizatorios y de las presiones que la sociedad ejercía sobre ellos.
Para este autor la Voluntad General de la sociedad era el verdadero poder soberano de la sociedad; soberanía “absoluta”, “sagrada” e “inviolable” que no estaba determinada precisamente por el voto de una mayoría, puesto que lo que para él, lo que generalizaba la voluntad, no era el peso del número de las voces sino el “común interés que les une”.
De ahí que subrayase la necesidad de la igualdad de afectos, es decir, la común posesión de un mismo sentido de pertenencia a una comunidad, de compañerismo (fraternidad), de ciudadanía responsable y de íntima participación en los asuntos públicos.
Rousseau, que había sostenido que "los hombres nacen buenos pero son pervertidos por la sociedad", desconfiaba de la probidad y de la lealtad que podían demostrar y mantener los representantes y, por ello, para su modelo de república democrática, preconizó la democracia directa, pese a las dificultades ya existentes en su época, para poderla instrumentar eficazmente.
Este autor, fue quien a través de sus novelas “educativas” ("Julia o la nueva Eloísa" y "Emilio o la educación"), más contribuyó en el cumplimiento de los dos objetivos de La Ilustración.

Por otra parte, en plena Revolución Francesa, Francois Noël Babeuf, también conocido por “Gracchus”, teórico de la “República Igualitaria” también advirtió que, la desigualdad económica anularía la igualdad jurídica que derivaba del voto universal, en un sistema representativo.

Fue entonces, a partir del “Siglo de las luces”, el que los filósofos occidentales definieron a la democracia como el sistema gubernamental en que “la elección y control del gobierno radica en el cuerpo ciudadano, es decir, en la nación”, entendiendo por nación al cuerpo electoral.

Pero, finalmente, los procesos revolucionarios pro-democráticos triunfantes, estuvieron más influidos por el pensamiento de Locke, Montesquieu y Voltaire que por el de Rousseau, de ahí que en aquella época los cuerpos electorales no revistieron el carácter universalista que predomina en la actualidad, luego de las luchas sociales del siglo XX.
Por lo contario, los cuerpos electorales durante el siglo XVIII, XIX y parte del XX, estuvieron constituidoa, a través de constituciones censatarias, por integrantes selectos, es decir, por una elite compuesta por aquellos ciudadanos que, como resultado de poseer determinado capital material, estaban obligados a pagar ciertos impuestos y, de esta calificación ciudadana, se extraía la capacidad de ser, o no ser, elector y/o elegible.

Pero las ideas que sirven a un sistema productivo-económico, no responden a una cuestión meramente moral, sino que deben funcionar como apuntaladotas de dicho sistema, por lo que, en definitiva, todo el desarrollo intelectual de La Ilustración estuvo apuntalado, financiera y políticamente, por la clase social, la burguesía, cuya mayor importancia económica no era respetado por un régimen feudal que estaba productivamente agotado.
La participación en el proceso revolucionario de los otros estamentos sociales que por entonces constituían el tercer estado, sólo fueron tolerados en tanto su apoyo resultó imprescindible para derrotar al Anciano Régimen.

El intento ocurrido en las primeras etapas de la Revolución Francesa, tendiente a implantar el voto universal con el fin de asegurar la efectiva participación del conjunto de los sectores populares fracasó, consolidándose la instauración del sistema censatario, el que excluyó totalmente a la mayoría de la población de toda capacidad de incidir directamente sobre cualquier decisión gubernamental.

Triunfante, entonces, un sistema de gobierno basado fundamentalmente en los principios sostenidos por Locke, Montesquieu y Voltaire, el poder devino legalmente al estamento social de los propietarios ilustrados, y sobre esta base fue que tanto en Europa como en América, todas las constituciones (contratos sociales o cartas magnas) juradas, se encargaron de establecer la presunta legitimidad de aquellos gobernantes, asegurando a dicho estamento social (numéricamente minoritario frente al conjunto de las demás clases sociales) la calidad de únicos electores y elegibles, por lo que, el proceso inicialmente democratizador, sólo terminó incubando una verdadera burgocracia que se encargó de amputar toda real posibilidad de democratizar al conjunto total de la sociedad.

Tal cierre legal a toda participación popular en la designación de los gobernantes y la parcialidad elitista de éstos, convirtieron el proyecto original de democracia en una mera burgocracia, y, esta situación, unida a los problemas económicos de entonces, alentó los procesos de revoluciones sociales que sacudieron a Europa durante el siglos XIX y parte del XX y la posterior aparición de los regímenes totalitarios de distinto índole que pretendieron sustituir la voluntad del soberano.

Burlado el concepto de la primacía de la soberanía popular (entendido el pueblo, como el conjunto de los habitantes de un país) y la necesidad de que los gobernantes debían obrar para el bien común de la nación (a cuyos efectos la legitimidad original de la autoridad debía estar enlazada con una acción gubernamental también legitimante), el proceso democratizador culminó desembocando en una fase degenerativa, llevada adelante por una elite económica que se enquistó en el poder político, fagocitando la esencia substancial de un sistema verdaderamente democrático, privando de todo sentido y eficacia a las garantías
establecidas en un pacto social que obligadamente necesitaba de la íntima ligazón entre cada uno de todos los miembros de la sociedad con el conjunto de ella y a ésta con cada uno de sus integrantes, única modalidad que aseguraba, armoniosa y equilibradamente, el bien colectivo y el individual.

Sobre la base de ese pacto era que se entendió que el cuerpo ciudadano – naturalmente impedido de vivir en permanente estado de asamblea popular, tanto por el crecido número de habitantes, como por la extensión de su circunscripción geográfica y la diversidad de las tareas que debían cumplirse cotidianamente – acordaba trasladar, y sólo transitoriamente, una parte de sus tareas soberanas al “principal” electo para legislar, ejecutar y judiciar, en el entendido de que el designado para ello, asumía su rol con el compromiso de sólo accionar con el objetivo de lograr el bien común, es decir, el bien de todos, sin que ello implicara concesiones de privilegios para individuos o grupos sociales, por lo que, con tal finalidad, el pueblo retenía exclusivamente para sí, el soberano resorte de revocación que le permitía, en caso de que la actuación del principal resultara contraria a dicho bien común, proceder a su sustitución en el momento que pueblo lo considerase oportuno.

Consecuencia de que la práctica anuló la teoría, es que nuestras actuales presuntas democracias, en realidad, no lo son. El proyecto democrático fue sustituido primero por la burgocracia y luego por la elitocracia actual.

En los actuales autodefinidos gobiernos democráticos, la participación del cuerpo ciudadano ha quedado limitada a su intervención en un proceso electoral pluripartidista, calificado de libre sin que tal calidad esté clara y precisamente establecida.

Por otra parte, como resultado de la falta de un instrumento legal (a ser ejercido directamente por el pueblo), destinado a ejercer un control permanente sobre los representantes electos y sus acciones gubernamentales, las iniquidades sociales heredadas de regímenes políticos y/o modelos productivo-económicos anteriores no sólo no han sido eliminadas sino que, en la mayoría de los casos, éstas se han incrementado, es decir, se ha reducido comparativamente el número de los dominadores y se ha incrementado el dominio de éstos.

A nuestro modesto y leal saber y entender, el mantenimiento y/o el incremento de las desigualdades en una sociedad determinada demuestra que ella no está democráticamente gobernada, porque, desde el punto de vista de la razón pura, no resulta lógico entender que la mayoría de los electores vota, conciente y libremente, por aquellos representantes que saben que los van a traicionar o por proyectos de gobierno que saben que no apuntan a solucionar sus problemas más significativos.

¿Cuándo, cómo y porqué el pueblo quedó impedido de asumir la soberanía del poder político?

En el transcurso de las grandes revoluciones pro-democráticas de los siglos XVII, XVIII y XIX, aparecieron determinadas elites (vinculadas al saber y a la economía) que, representando intereses opuestos a los de la mayoría de la población, lograron hacerse del poder político, por medio de la astucia, el engaño o la fuerza, impidiéndole al pueblo el ejercicio de su rol de principal magistrado, pretendiendo gobernar para el pueblo, pero, sin el pueblo.

Efectivamente, fue en el transcurso de los procesos llevados adelante por la Revolución Gloriosa, la Revolución Independista de las Colonias Inglesas en la América del Norte y la Revolución Francesa, que fueron surgiendo elites integrantes de los sectores productivos que se apropiaron de las cúspides de mando de las fuerzas armadas, y de los partidos políticos, para a través de éstos lograr apropiarse de las instituciones encargadas de gobernar y de dictar las nuevas constituciones.

Lo mismo sucedió durante el proceso independentista operado en las colonias españolas de su Reino de Indias durante el siglo XIX, y, un fenómeno similar se detecta también en el transcurso de la descolonización operada en Asia y África a posteriori de la Segunda Guerra Mundial.

Todas estas elites no se distinguen por estar integradas por personas poseedoras de una capacidad intelectual superlativa, ni por poseer sangre nobiliaria, ni por estar inspirados o iluminados por alguna todopoderosa divinidad.

¡No! Los integrantes de esta aristocracia elitista, electos por cooptación, sólo se caracterizan y distinguen por: su indeclinable adhesión afectiva a ella; por poseer una gran cohesión capacitante para el efectivo accionar común; y, por un cerrado espíritu de equipo.

Finalizada la mal denominada “Guerra fría”, la elitización de la clase gobernante quedó rápidamente globalizada.

Un primer paso caracterizó el accionar común de todas estas élites.
A contrapelo de los postulados de La Ilustración y, en especial, a la importancia benéfica que Rousseau le había asignado al papel de la educación (o tal vez conscientes del peligro que ello entrañaba para sus intereses), todas ellas se encargaron de imponer un criterio de discriminación cultural, afirmando que la mayoría de los sectores populares, si bien habían constituido un aporte importante al triunfo de los procesos revolucionarios, carecían de los conocimientos, la información, la motivación y la capacidad racional necesarias para tomar y/o formar parte de la toma de las complejas decisiones que debe tomar un gobierno, reeditando la idea del Despotismo Ilustrado según la cual, en el gobierno “Se debe hacer todo por el pueblo, pero, sin el pueblo”.

El segundo paso dado por las elites gobernantes fue asegurarse de que la mayoría de los integrantes el pueblo, es decir, de quienes pertenecían a los sectores sociales no privilegiados, no llegase a disponer de la instrucción, educación, formación y motivación necesarias tanto para poder discernir y juzgar adecuadamente los actos de los gobernantes como también para convertirse en un postulante ideal para ocupar cargos de gobierno.

Las políticas educativas implantadas han buscado, por el contrario, limitar el conocimiento y capacitación de estos ciudadanos a los efectos de que aceptasen el convertirse en un todo sólo gobernable, y nunca gobernante, limitando su papel, como máximo, al ejercicio de una participación sufragista destinada a dar un marco de cierta legitimidad al proceso electoral a través del cual se designaban aquellos candidatos propuestos por las aquellas mismas elites que previamente se habían apoderado de las direcciones de los partidos políticos.

Efectivamente, fue la aristocrática elite del poder, la que se encargó eficazmente de que la mayoría de los integrantes de cada nación, quedasen relegados a un papel secundón, teniendo sólo el derecho de participar periódicamente, en elecciones (que, de “libres” hasta ahora tienen realmente muy poco), para optar entre candidatos pertenecientes a más de un partido político, a aquellas personas que luego asumirán las funciones de un gobierno carente de real control ciudadano y, sin ninguna participación directa del cuerpo ciudadano en las acciones verdaderamente gubernamentales.

Así fue como, por la fuerza de los hechos, quedaron establecidas dos clases de ciudadanía.

Los ciudadanos de clase “A” integrada por los ciudadanos efectivamente aptos de ser elegibles para desempeñar funciones de gobierno y, los ciudadanos de clase “B”, compuesta por aquellos exclusivamente aptos para el papel de electores entre candidatos propuestos por la elite de la clase “A”.

La obligación de gobernar para el bien común de la nación quedó totalmente eliminada de la práctica de los gobernantes, avenidos en definitiva a gobernar en beneficio de los intereses de la y/o las clases directamente representadas en la elite partidaria-

La igualdad jurídica proclamada en los textos constitucionales se convierte en mera fantasía cuando ella debe enfrentar no sólo una gran desigualdad educativa sino, además, una tremenda desigualdad económica.

El poderío de las elites gobernantes, representantes de los grupos de mayor poder – fundamentalmente de las clases sociales dominantes -, resulta de un peso mucho mayor al del ejercicio del sufragio universal y, de este modo, la pretendida democracia se convierte en una falacia que oculta la verdad de la elitocracia.

Siendo una elitocracia y no una democracia el régimen de gobierno realmente vigente, resulta naturalmente lógico que la desigualdad económica, política, social y cultura siga un proceso de profundización inacabada que nos debería extrañar, dadas tales circunstancias, y ello es lo que ha convertido en una utopía la real libertad económica y política de los ciudadanos en el plano nacional, y, el de las naciones, en el plano internacional.

¿Cómo se constituyeron estas “oligarquías elitistas”?

Las elitocracias surgieron originalmente a partir de la asociación de personas - en su mayoría ligadas a instituciones masónicas – que detentaban posiciones de punta en las grandes empresas, en las fuerzas armadas, en la intelectualidad y en instituciones religiosas.

Posteriormente fueron ingresando a ellas las direcciones de los partidos políticos emergentes y quienes ocupaban posiciones jerárquicas en la burocracia estatal y en la prensa; después fueron incorporados los responsables de las universidades - convertidos actualmente en su guía intelectual - los dirigentes de los sindicatos más fuertes, los formadores de opinión, los gerenciadores de las grandes empresas (ejecutivos), los directivos de los grandes clubes sociales y deportivos y, finalmente, los de las Organizaciones No Gubernamentales más importantes.

¿Cuál es la finalidad de estas elitocracias?

Su finalidad es obvia: poder mantener un férreo control de todo aquel lugar donde se adoptan decisiones de impacto en la opinión pública.

Si bien ésta la sido la finalidad común a todas las elitocracias, también es cierto el que cada una de ellas se ha formado y evolucionado de acuerdo a las peculiares circunstancias históricas y al marco económico, social, político y cultural de cada país.

Pero todas, repetimos, han cumplido un mismo papel: gobernar manteniendo a la mayoría del pueblo (de los habitantes de cada país), totalmente alejado de aquellos ámbitos legales habilitados constitucionalmente para ejecutar los actos de gobierno.

Las nacientes elites nacionales de los países de América Latina, África y Asia, por su estrecha relación con las ya afirmadas elites de los países centrales, favorecieron la aparición del fenómeno del llamado “Tercer Mundo” (conjunto de países económicamente menos desarrollados) cuya dependencia con los países más desarrollado, en general se ha incrementado, dado que sus elites, estuvieron naturalmente al servicio de las oligarquías nacionales que ganadas por su codicia y ambición sectorial, abdicaron de todo interés realmente nacional, decidiendo anteponer la defensa de sus privilegios y capitales particulares a los intereses generales de sus países.

De ahí el similar destino que, salvo muy honrosas excepciones, han tenido prácticamente la totalidad de las excolonias de los países europeos.

La profundización del ensanchamiento de la brecha económica, política, social y cultural que separa a los estratos altos de aquellos estratos bajos que componen las sociedades nacionales y el fenómeno similar que se produce entre los países centrales y los periféricos, testimonia elocuentemente, tanto la inexistencia de reales democracias nacionales, como la existencia de un gobierno internacional no democrático.

El acto electoral, se ha convertido en algo rutinario, incapaz de concitar la adhesión fervorosa de los pueblos, porque éstos se sienten reiteradamente estafados en las expectativas depositadas en los gobernantes electos, prometedores de un futuro mejor que a lo sumo, si se produce, sólo beneficia a una minoría poco representativa.

Es que, los mejores envases no necesariamente garantizan los mejores contenidos y, la actual cáscara democrática que presentan los sistemas de gobierno vigentes, en realidad encubren la existencia de ilegítimos despotismos.

Crecientemente marginado el pueblo de toda posibilidad real de ser una unidad de ciudadanos instruidos, educados, motivados y formados en el ejercicio responsable de una real libertad de elección y de continuado contralor de los órganos de gobierno, la democracia, que es la forma de gobierno más inteligente que ha sabido idear la sociedad humana para autogobernarse, se ha convertido en un mero formato externo que, carente de substancia realmente democrática, apareciendo inútilmente desprestigiada (a no ser que se la haya desprestigiado ex profeso para que los pueblos renuncien a ella), como resultado de presentarse cada vez más como algo poco confiable.

Entonces, quienes definimos a la democracia como un proceso ininterrumpido de democratización de la sociedad humana, a través de un sistema de gobierno en que: éste es efectivamente designado en forma plenamente libre por el conjunto del pueblo, en que los gobernantes desempeñan sus tareas bajo el contralor del pueblo a los efectos de que las acciones gubernamentales favorezcan realmente a la totalidad de los componentes de la sociedad, cuando no sucede realmente así, estamos éticamente obligados a denunciar tal situación, precisando que estamos convencidos de que vivimos en una falsa democracia, encargada de encubrir la real elitocracia (gobierno de las elites) que nos domina.

La elitización de la política, es decir, el apoderamiento de los puestos claves en diversas instituciones gubernamentales y en los aparatos de los partidos políticos, por parte de un minúsculo estrato social integrado por micro fracciones aristocratizadas, cumple el objetivo de ejercer, tanto indirectamente – mediante variados instrumentos de dominio, como la educación y la información -, como directamente – a través de las estructuras de gobierno -, una influencia y un poder desproporcionados con respecto de su consistencia numérica, pero, acordes al poder económico detentado por determinados estamentos sociales.

Creemos que en toda sociedad donde, desde el punto de vista de la economía, se presentan extremos excesivamente diferenciados entre quienes lo poseen todo y los que carecen de todo, la clase social más privilegiada, sola o asociada con otros sectores sociales numéricamente minoritarios, termina siempre imponiendo su dominio político y cultural sobre el resto de la sociedad.

La desigualdad económica se encarga de engendrar las restantes desigualdades y, toda desigualdad económica sólo es posible a través de una acumulación de capital proveniente del apoderamiento de un valor producido por otros, cualquiera sea la vía utilizada para lograrlo y, que una determinada vía haya sido legalizada por un gobierno no democrático, no implica el que ella esté amparada por un valor moral sano, justo, legítimo.

La necesidad de un régimen de gobierno afín al modelo productivo-económico dominante, es decir, el capitalismo, es lo que hizo que la democracia (gobierno del, con y para el pueblo) haya dejado de ser, en el contexto de tal modelo una meta alcanzable a través de un proceso democratizador, para terminar convirtiéndose en una real utopía, capaz de aparentar presentarse como un ideal tan inalcanzable, que ha provocado el hecho de que la mayoría de la intelectualidad actual se incline por reducir el concepto de democracia a la realización de elecciones donde compiten diversos partidos para la provisión de los gobernantes.

Porque, en realidad, todos nosotros formamos parte de sociedades nacionales telegobernadas por una elitocracia supranacional que opera con la complicidad de las elitocracias nacionales.

Este poder elitista, esta elitocracia real, es la responsable visible del jaque continuado a que la democracia real ha estado sometida desde el siglo XIX hasta la actualidad.

Ello es así porque una real democracia, tanto desde sus fundamentos teóricos como desde sus objetivos prácticos, está en las antípodas de los fundamentos y objetivos del sistema capitalista de producción.

Es una real utopía sí, toda posibilidad de vivir en democracia, dentro del vigente sistema productivo-económico.

La democratización de la sociedad requiere, obligadamente, de un sistema económico menos irracional que el actual, a los efectos de que sea efectivamente compatible con la inteligencia que caracteriza a la democracia.

El mantenimiento del absolutismo de las elites es el primer obstáculo a superar para el inicio de una transición democrática que haga fructificar los ideales y derechos pregonados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos aprobada por la Asamblea de la Organización de las Naciones Unidas, en París, el 10 de diciembre de 1948 y, para ello, es necesario modificar el actual sistema productivo-económico y universalizar una educación que propicie una misma ilustración básica, compatible para la formación de ciudadanos capacitados para el ejercicio responsable de sus derechos y el cumplimiento de sus obligaciones y, seres humanos adiestrados para el desempeño eficaz de las tareas requeridas por el nuevo modelo productivo.

Conscientes de que, efectivamente vivimos en una fantasía política, estamos democráticamente obligados a expresarlo públicamente, puesto que, el primer deber de quien profesa reales ideales democráticos, es defender la esencia de la democracia.

Cumplir con dicha obligación moral y democrática es lo que, a través de estas líneas, ha realizado: Inocencio de los llanos de Rochsaltam.

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