LA ELITOCRACIA O EL PODER DE LAS ÉLITES
Instinto y razón, impulso y pensamiento, necedad e inteligencia, ignorancia y conocimiento, torpeza y habilidad, maldad y bondad, egoísmo y generosidad, individualismo y solidaridad, codicia y respeto, ambición y mesura, diferencia e igualdad, opresión y libertad, odio y amor, guerra y paz, son algunos de los más importantes polos opuestos que dinamizan la actividad del ser humano.
Toda la sociedad humana no es sino el resultado del choque entre esos diferentes factores que, emanados en diversos orígenes y, en busca de fines distintos, no aseguran, a priori, ni omnipotencias ni absolutas primacías.
Todo ser humano nace llevando en su interior un igual potencial de mal y de bien.
Está fundamentalmente en nuestra propia voluntad el decidir cada opción: el árbol a plantar, el fruto a recolectar, la pieza a cazar, el pez a pescar, el instrumento a idear, el terreno a cultivar, el grano a cosechar, el producto a fabricar, la materia a estudiar, la vivienda que nos ha de cobijar, la pareja que nos ha de acompañar, los hijos a criar, la educación a impartir, la estrofa a entonar, la música a escuchar, la danza a bailar, el deporte a practicar, el libro a escribir, en resumen, cada una de las actividades que acometemos y cada una de las metas que nos proponemos alcanzar.
Así como cada ser humano es el principal responsable de su particular destino, cada sociedad – así ha sucedido mayoritariamente por lo menos en los últimos dos mil quinientos años – ha resultado ser responsabilidad de esa minoría dominante, erigida en su “dueña”, la conformación de las sociedades humanas.
Estas clases sociales, numéricamente minoritarias, que se hicieron del poder económico, político, militar y cultural de las sociedades de sus respectivas épocas han sido y son, en definitiva, las principales responsables del modelo de sociedad que construyeron para defender sus intereses, de acuerdo con su real saber, entender y querer.
A lo largo de la historia podemos detectar cómo la diversidad de elementos positivos y negativos que caracterizan la vida del ser humano - la del conjunto y la de cada uno de ellos - así como la característica imprevisibilidad de la conducta humana, han hecho fracasar los mejores proyectos destinados a impedir el que un número minoritario de sus integrantes pudiera establecer cualquier tipo de dominio sobre la mayoría de los componentes de dicha sociedad.
Constatamos así que, todos los modelos democráticos ensayados hasta hora han tenido que afrontar el idéntico peligro inminente a que está expuesta toda sociedad humana: el que una pequeña minoría, a través de su habilidad, su astucia o su fuerza, culmine imponiendo su dominio sobre el resto de esa sociedad.
Ahora bien, quienes categorizan a un gobierno de ser menos o más democrático – hay quienes afirman que los hay plenamente democráticos – deberían comenzar por definir qué es lo que entienden por democracia y cuáles son los parámetros utilizados para efectuar tal calificación.
Así, por ejemplo, hay quienes afirman que “votar es gobernar”; en consecuencia, efectuar periódicamente elecciones ya es sinónimo de democracia.
El término democracia (demos-kratos=pueblo-gobierno), fue introducido por los griegos para referirse al sistema político instalado en Atenas, en el que el gobierno era ejercido directamente a través de la soberana “Asamblea del pueblo” de la que no podían participar todos sus habitantes sino solamente aquellos hombres libres que poseían determinado capital. Era un gobierno de muchos, pero no, un gobierno de todos; dicho sistema perduró desde el año 510 hasta el año 332 antes de Cristo.
El término república (res-publica=cosa pública), por otra parte, aparece en la historia tanto para referirse a ese mismo sistema existente en algunas ciudades griegas, como para el sistema de gobierno instalado brevemente en Roma hacia el año 510 (a.C) cuando a la caída de la monarquía etrusca le sucedió una república popular, que terminó siendo sustituida, algún tiempo después, por el gobierno de la aristocracia romana.
Herodoto, fundador de la historiografía crítica, ya distinguía entre las distintas formas de gobierno que habían existido.
Pericles, (495 a 429 a.-c.), estratega y político griego, fue actor importante en la “democratización” del gobierno ateniense, habiendo propiciado en su momento la defensa de la libertad de opinión y la necesidad de la igualdad de las leyes.
Platón, (428 a 347 a.C.), escritor y uno de los más importantes filósofos de la época, autor, entre otras obras, de “La República”, se constituyó en un crítico acerbo del modelo de democracia ateniense, entendiendo que ella se había convertido en el reino de los sofistas, pero también criticó los distintos modelos de gobierno que se habían ensayado hasta entonces.
Postuló, en cambio, la conveniencia de un gobierno ejercido por una minoría integrada por los hombres más sabios, para quienes el gobernar constituía, más un deber, que un derecho. Para este autor, unos hombres están hechos para regir y otros para gobernar.
Para Platón, las virtudes morales, son en definitiva, la que deben regir el alma de los gobernantes, evitando que se desvíen y queden sometidos a bajas pasiones (como la ambición y/o la intriga) que los lleven a ser malos gobernantes. Para Platón “El gobierno será perfecto cuando en él aparezca la virtud de cada individuo, es decir, cuando sea fuerte, prudente y justo”.
Aristóteles, (384 a 322 a.C.), discípulo de Platón, definió a la democracia como “el poder de gobernar detentado y ejercido por el pueblo”, entendiendo por pueblo al cuerpo de ciudadanos libres nacidos dentro de los límites del Estado”. Su crítica a la democracia fue más moderada que la de su maestro, al sostener que la democracia era un régimen de gobierno popular regulado por leyes atendiendo al bien común, aunque demasiado expuesto a desviarse hacia una demagogia que precisamente termina aniquilando dicho bien común.
Para él no sólo importaba la cantidad de los gobernantes, sino también, en igual medida, la calidad de los mismos, reclamando de éstos su cualidad de sabios racionales y el apego a la moral, a la virtud.
En su “politeia”, plantea que el deber del estado consiste en “formar ciudadanos en la virtud” reivindicando, al igual que Platón, el rol fundamental de la educación en esa tarea de formación.
Definió a la democracia (“gobierno de los pobres” en oposición a la oligarquía, “gobierno de los ricos”) como: “El poder de gobernar detentado y ejercido por el pueblo”. Entendió que el error de la oligarquía consistía en hacer de la desigualdad un principio general y, el de la democracia, el establecer una tendencia hacia la igualdad absoluta.
Debemos tener presente que estas opiniones sobre las distintas formas de gobierno fueron formuladas sobre el análisis de las experiencias del pasado inmediato que ambos conocían. Por eso es que, por ejemplo, al hablar de democracia Aristóteles rescata de ella valores positivos: “… es cierto que son esenciales a toda democracia la libertad y la igualdad, cuanto más completa sea esta igualdad de derechos más existirá la democracia en toda su pureza…”. Pero ese rescate parcial de las ventajas de la democracia no fue óbice para que terminara considerándola como una forma desviada de gobierno, entendiendo que el gobierno del pueblo propendía únicamente al bien de las clases bajas y no al bien común. Por ello es que finalizó proponiendo, como modelo recto de gobierno, un régimen misto donde las instituciones inferiores fueran democráticas, aristocrática la minoría directora y, monárquico el poder supremo.
En conclusión, tanto Platón como Aristóteles, culminaron proponiendo gobiernos elitistas y convirtiendo a la democracia en una mala palabra que no osó usarse durante casi 200 años, habiendo sido sustituida por el término república, que significa algo bastante distinto a democracia, al menos, en el lenguaje de la modernidad.
Según se narra en los “Evangelios” en cierta circunstancia en la cual los fariseos pusieron a prueba a Cristo, al preguntarle sobre si los judíos debían obedecer a la ley mosaica o a la del César (Judea estaba bajo dominio romano), aquél les respondió:”Dad al César lo que es César y a Dios lo que es de Dios”.
Contraviniendo tal juicio, en el siglo primero de la era cristiana, siendo Nerón Emperador de Roma, Pablo de Tarso, que se proclamaba apóstol de Cristo, fue quien reintrodujo la idea dominante en los reinos de la Antigüedad, afirmando que sólo “Dios es el origen de toda autoridad” y, que, por lo tanto, “…quien se resiste al poder del gobernante se resiste al poder de Dios”, y, con tal fundamento, a partir de que el catolicismo fue reconocido como la religión oficial del imperio romano, el poder de los reyes y emperadores estuvo vinculado a su legitimación por el poder eclesiástico .
Este pensamiento que se fue afirmando durante la Edad Media y que culminó después desembocando en el absolutismo monárquico, recién encontró cuestionadores de tal soberanía, cuando dieron frutos las ideas renacentistas.
No obstante el despotismo ideológico que caracterizó a la Edad Media, nos encontramos con dos religiosos que, en sus aportes filosóficos referidos a la teoría política, se atrevieron a alzar voces discrepantes.
Así, el franciscano Guillermo de Ockham (1280/88-1349), importante filósofo inglés, considerado precursor de la filosofía y epistemología moderna, efectuó en sus obras dos contribuciones fundamentales relativas al origen de la soberanía de los gobernantes al afirmar, primero, que el poder de los príncipes viene de Dios, pero a través de los hombres y, segundo, que los hombres tienen derecho a modificar la potestad del príncipe. De esta forma se adelantó a establecer la necesidad de que lo religioso estuviese separado de lo secular.
Posteriormente, Francisco Suárez (1548-1617), jesuita español, teórico de una escolástica remozada, se atrevió a cuestionar las afirmaciones de Pablo de Tarso que habían sido avaladas por el tomismo dominante, afirmando que si bien el poder de gobernar había venido directamente de Dios, éste lo había depositado originalmente en la comunidad y no en el príncipe, por lo que, en realidad, el natural sujeto primigenio de toda autoridad era exclusivamente el pueblo.
Por esos mismos años, Jean Bodín (1529/30-1596), pensador francés, hijo de una rica familia burguesa, efectuó otros importantes aportes a la teoría del origen del Estado.
Como según él, Dios no era sino un fundamento indirecto del Estado, éste no podía estar determinado por la Iglesia - aunque sí debía respetarla - sino que debía surgir de un acuerdo entre los hombres.
Este autor sostuvo que el origen de la autoridad radicaba en un pacto que se da entre las diversas familias que componen la elite de la sociedad, para determinar la forma de autoridad más adecuada a una sociedad dada, entendiendo, por lo tanto, que el poder político debía ser el resultado de ese pacto, concretado el cual, la persona que detentara la autoridad, debía tener todo el poder y ser obedecida por todos, ya que, sólo a través de una autoridad fuerte se era capaz de asegurar el orden, la seguridad y la prosperidad económica de una nación. Pero, si tal soberano no respetaba las leyes divinas, la Iglesia y el bien de la sociedad, resultaba legítimo el desobedecerlo.
Aquí se inicia la fundamentación del pacto como origen legitimador de la autoridad, del necesario poder absolutista del monarca, y también, del derecho a la desobediencia en determinadas circunstancias, a la vez que se adjudica a una elite el poder de designar al gobernante.
Las ideas democratizadoras recién fueron retomadas con fuerza, hacia finales del siglo XVII cuando, como corolario del Renacimiento humanista, comienza a hacerse sentir la influencia del racionalismo. Pensadores como Hobbes, Althussius, Spinoza, Locke, Montesquieu, Voltaire y Rousseau, se encargaron de enriquecer aquellas reflexiones sobre el origen de la soberanía y el ejercicio de la potestad de legislar y gobernar.
Uno de los emprendimientos derivados del Renacimiento humanista fue la revisión del derecho romano, tarea que se produce en circunstancias de que se están delineando los nuevos Estados Nacionales consolidados en el siglo XVI.
Estos estados modernos, van concentrando aquella soberanía dispersa que caracterizó a los gobiernos feudales. El poder de los nobles y el de algunas ciudades que gozaban de fueros propios, va siendo asumido por el nuevo estado, casi siempre monárquico, encargado de defender las fronteras territoriales, elaborar las leyes, impartir justicia, imponer y cobrar los impuestos necesarios para solventar una administración centralizada cada vez más compleja y burocrática, así como para financiar el costo de un ejército que dependiente del poder central comienza a profesionalizarse.
En ese contexto surgieron reformadores protestantes, como Lutero y Calvino, que, aunque contrarios al papado, siguieron justificando una relación entre la religión y el poder de los reyes, aunque éste procediera de una decisión de los hombres, en tanto que otros planteos, también religiosos, como en el caso de los jesuitas católicos y los protestantes hugonotes, rechazaron el poder absoluto. Finalmente, otros filósofos, en una actitud más racionalista, acuñaron un pensamiento más novedoso, justificando un poder fuerte y centralizado en base a argumentos de utilidad y practicidad.
Los siglos XVI y XVII, en medio de las guerras religiosas que sacudieron a Europa, propiciaron un clima más favorable para acentuar un creciente debate en torno a la libertad frente a Dios, a la Naturaleza y al poder del estado, produciéndose una renovación de las ideas filosóficas; ello culminó en el siglo XVIII, alumbrando el reclamo de una libertad necesaria para la obtención de la felicidad individual, entendida ésta, no como algo subjetivo, sino precisada objetivamente como el estado espiritual resultante del logro de la plena realización personal, consecuencia del propio esfuerzo de desenvolverse en un ambiente propicio al completo desarrollo de todas las potencialidades individuales, en todos los órdenes de la vida, resultado que sólo era posible en un sistema político donde existiera una verdadera libertad personal que lo habilitara y asegurara.
A partir de ese momento, determinados derechos de los hombres, comenzaron a ser percibidos desde una base totalmente racional como un conjunto de principios amparados en normas de derecho natural (iusnaturalismo), destinado a hacer posible una convivencia humana pacífica.
Los autores contractualistas, tomaron como punto de inicio de la fundamentación de su pensamiento, un estado de naturaleza transformado a través de un acuerdo, pacto, o contrato, ajeno a toda voluntad divina y realizado entre los hombres para transformar sus comunidades en una sociedad civil o política, organizada en torno a una forma de gobierno - encargado de elaborar normas o leyes que no podían contradecir los derechos naturales - con el exclusivo objeto de asegurar la paz, la libertad, la propiedad y el bienestar.
El pensamiento de Locke surgió en una Inglaterra convulsionada por una revolución filosófica que, a posteriori de los descubrimientos científicos de Newton, enfrentando el racionalismo clásico e innatista postulado por Descartes, con un empirismo surgido de los aportes teóricos de Bacon y Hobbes, cuya formulación fue finalmente sistematizado por el mismo Locke, fundador del empirismo anglo-sajón y padre del liberalismo político. Sus postulados encontraron una aplicación práctica, tras los acontecimientos políticos de 1649 y 1688 que culminaron en un sistema de gobierno político liberal, que abolió el absolutismo y estableció un régimen parlamentarista e instauró la división de los poderes del Estado.
Para Locke, la tendencia de los hombres a hacerse justicia por mano propia, favorece un estado de guerra que destruye el estado de naturaleza, caracterizado por la paz, la benevolencia y ayuda mutua, viola la ley fundamental de naturaleza - entendida como manifestación de la voluntad de Dios – según la cual nadie debe dañar a otros en su vida, su salud, su libertad y sus bienes legítimamente adquiridos a través del trabajo.
Desatado el estado de guerra de todos contra todos éste sólo puede ser detenido a través del por político. Por lo tanto, a los hombres dotados naturalmente de la razón y la libertad, les asiste, también por ley natural, el derecho de imponer a los demás el cumplimiento de la ley natural primera, y esto se concreta en la institución del Estado, a través de un pacto social.
Instaurar el Estado supone establecer "… un juez terrenal con autoridad para decidir todas las controversias…y, dicho juez es legislatura…".
Al establecer que el pueblo depositaba su la soberanía en el Parlamento, este autor se alzó contra el absolutismo, precisando que “…la monarquía absoluta,…, es, ciertamente, incompatible con la sociedad civil, y excluye todo tipo de gobierno civil. Pues el fin que dirige la sociedad civil es evitar y remediar esos inconvenientes del estado de naturaleza que necesariamente se siguen del hecho de que el hombre sea juez de su propia causa.”
Para Locke “La comunidad viene a ser un árbitro que decide según normas y reglas establecidas, imparciales y aplicables a todos por igual, y administrada por hombres a quienes la comunidad ha dado autoridad para ejecutarlas.” Para él, el poder del Estado consiste en el legítimo primer “derecho a hacer leyes”… y, un segundo derecho, el de ”…hacer la guerra y la paz. Y ambos poderes están encaminados a la preservación de la propiedad de todos los miembros de esa sociedad, hasta donde sea posible.”
Si el propósito fundamental del establecimiento de una sociedad civil es la salvaguarda de la propiedad”, y,en tal propiedad de los bienes poseídos Locke incluye la vida y la libertad aparte de las posesiones físicas, “el organismo que regule como salvaguardarla constituirá el organismo más importante de la misma.”
Locke puso un énfasis muy especial en esto: “…no hay ni puede subsistir sociedad política alguna sin tener en sí misma el poder de proteger la propiedad”, añadiendo que era precisamente, para salvaguardar con mayor consistencia la propiedad, el que los hombres libres, los propietarios, habían acordado asociarse en una sociedad civil, y para ello habían renunciado a su propia defensa y al poder de castigar los delitos contra la ley natural.
Entendió_Locke, por tanto, que tal sociedad política había surgido de un pacto entre propietarios y, en consecuencia, el poder de legislar debía estar en poder de los propietarios, y de tal calidad derivaba el derecho a elegir gobernantes y a ser gobernante.
De esta manera frente a la minúscula élite intelectual que acompañaba a los déspotas ilustrados, Locke opuso el peso de un sector numéricamente algo superior, la de los “propietarios ilustrados” a quienes concedió la legitimación de ejercer el poder de gobernar. Pero, este autor, también admitía la continuidad del rey, como símbolo de unidad nacional.
Kant en Alemania y Montesquieu en Francia se encargaron de divulgar las teorías lockeanas.
Se inicia, pues, a fines del siglo XVII, uno de los períodos más prolíferos en materia filosófica a través de “La Ilustración”, cuyo fruto más trascendente fue en Europa, la Revolución Francesa. Tanto ésta, como la Revolución Independista de las Colonias Inglesas en la América del Norte, se constituyeron en los acontecimientos que provocaron las más amplias repercusiones político-filosóficas tanto en el territorio europeo como en el americano.
Puede decirse que la Gloriosa Revolución de Inglaterra inició la producción de un pensamiento ilustrado que, para nada debe confundirse, con el espíritu del despotismo ilustrado, puesto que aquélla, precisamente consistió en una reacción contra éste.
La Ilustración transmitió y popularizó las ideas de Bacon y Descartes, de Bayle y Spinoza y, más especialmente, las de Newton y Locke, trasmitiendo la filosofía de la ley natural y del derecho natural. Fue una especie de fe - casi religiosa - en que el paso del tiempo se encargaba de mejorar las condiciones de vida, de que cada generación contribuía con su labor a una vida mejor para sus sucesores, y de que toda la humanidad participaría por igual de dichos beneficios.
El progreso social se convirtió en la idea dominante que daba sentido al desenvolvimiento de la sociedad humana, por lo que, ser útil a ella, se convirtió en la prioridad número uno, y se entendió que, el Estado, era el más importante instrumento de tal progreso.
Pero, si hay un concepto que expresa clara y unánimemente el sentido de la Ilustración - pese a la diversidad de corrientes involucrados en tal fenómeno - ese fue el concepto de Razón, la que, privada eso sí de todo carácter de innato, se forma y perfecciona, llegando a confundirla con esa actividad que, operando sobre los datos percibidos por los sentidos, es capaz de organizarlos y estructurarlos.
Es una razón idéntica en todos los hombres, autónoma y autosuficiente, capaz: de prescindir de la tutela de la tradición y de la autoridad; de perfeccionar las ciencias y las artes; y, de producir la comodidad y el bienestar del ser humano.
La luz de una libertad tolerante se abría paso para destruir la intolerancia y el fanatismo propios del oscurantismo que había predominado en la Edad Media.
El escepticismo y el antidogmatismo en la religión, el liberalismo y antiautoritarismo en lo político y, la confianza en el progreso de la humanidad se alzaron con vigor, frente a los postulados del Antiguo Régimen.
Voltaire, Montesquieu, Diderot, D´Alembert y Rousseau, hombres cultos, informados en las distintas artes y ciencias, libres de prejuicios y, a su vez, tolerantes, se nos presentan como los típicos ejemplares del filósofo francés ilustrado.
“La Enciclopedia Francesa” se encargó de concretar el espíritu pedagógico, laico y universal que animó a La Ilustración, a los efectos de cumplir su principal objetivo: la difusión del saber y la creación del nuevo tipo de hombre: el hombre libre y crítico.
Todo el pensamiento de esta época estaba relacionado, de alguna forma, con el problema de la libertad, por ello el rol educador asumido por “La Ilustración” implicó un abierto enfrentamiento con las ideas, los valores y las instituciones tradicionales.
Pero, las preocupaciones de los filósofos ilustrados, eran bastante dispares.
Montesquieu, muy influenciado por Locke y, admirador del sistema parlamentario inglés, centraba su interés en la libertad política práctica, por lo que trató de establecer las mejores garantías contra el absolutismo monárquico que reinaba en Francia.
Voltaire, que no era ni liberal ni demócrata, era partidario de un gobierno fuerte e ilustrado, convencido como estaba de que sólo unos pocos hombres podían llegar a ser ilustrados, prefería renunciar a la libertad política a cambio de que fuese garantida la libertad intelectual que era lo que a él más le interesaba.
Rousseau, sin duda alguna, precursor del romanticismo europeo, fue quien infundió sentimientos a las ideas y tareas de La Ilustración.
Para él la libertad consistía en fundirse voluntariamente con la naturaleza y nuestros iguales, por lo que pretendió que los hombres se liberasen de los artificios civilizatorios y de las presiones que la sociedad ejercía sobre ellos.
Para este autor la Voluntad General de la sociedad era el verdadero poder soberano de la sociedad; soberanía “absoluta”, “sagrada” e “inviolable” que no estaba determinada precisamente por el voto de una mayoría, puesto que lo que para él, lo que generalizaba la voluntad, no era el peso del número de las voces sino el “común interés que les une”.
De ahí que subrayase la necesidad de la igualdad de afectos, es decir, la común posesión de un mismo sentido de pertenencia a una comunidad, de compañerismo (fraternidad), de ciudadanía responsable y de íntima participación en los asuntos públicos.
Rousseau, que había sostenido que "los hombres nacen buenos pero son pervertidos por la sociedad", desconfiaba de la probidad y de la lealtad que podían demostrar y mantener los representantes y, por ello, para su modelo de república democrática, preconizó la democracia directa, pese a las dificultades ya existentes en su época, para poderla instrumentar eficazmente.
Este autor, fue quien a través de sus novelas “educativas” ("Julia o la nueva Eloísa" y "Emilio o la educación"), más contribuyó en el cumplimiento de los dos objetivos de La Ilustración.
Por otra parte, en plena Revolución Francesa, Francois Noël Babeuf, también conocido por “Gracchus”, teórico de la “República Igualitaria” también advirtió que, la desigualdad económica anularía la igualdad jurídica que derivaba del voto universal, en un sistema representativo.
Fue entonces, a partir del “Siglo de las luces”, el que los filósofos occidentales definieron a la democracia como el sistema gubernamental en que “la elección y control del gobierno radica en el cuerpo ciudadano, es decir, en la nación”, entendiendo por nación al cuerpo electoral.
Pero, finalmente, los procesos revolucionarios pro-democráticos triunfantes, estuvieron más influidos por el pensamiento de Locke, Montesquieu y Voltaire que por el de Rousseau, de ahí que en aquella época los cuerpos electorales no revistieron el carácter universalista que predomina en la actualidad, luego de las luchas sociales del siglo XX.
Por lo contario, los cuerpos electorales durante el siglo XVIII, XIX y parte del XX, estuvieron constituidoa, a través de constituciones censatarias, por integrantes selectos, es decir, por una elite compuesta por aquellos ciudadanos que, como resultado de poseer determinado capital material, estaban obligados a pagar ciertos impuestos y, de esta calificación ciudadana, se extraía la capacidad de ser, o no ser, elector y/o elegible.
Pero las ideas que sirven a un sistema productivo-económico, no responden a una cuestión meramente moral, sino que deben funcionar como apuntaladotas de dicho sistema, por lo que, en definitiva, todo el desarrollo intelectual de La Ilustración estuvo apuntalado, financiera y políticamente, por la clase social, la burguesía, cuya mayor importancia económica no era respetado por un régimen feudal que estaba productivamente agotado.
La participación en el proceso revolucionario de los otros estamentos sociales que por entonces constituían el tercer estado, sólo fueron tolerados en tanto su apoyo resultó imprescindible para derrotar al Anciano Régimen.
El intento ocurrido en las primeras etapas de la Revolución Francesa, tendiente a implantar el voto universal con el fin de asegurar la efectiva participación del conjunto de los sectores populares fracasó, consolidándose la instauración del sistema censatario, el que excluyó totalmente a la mayoría de la población de toda capacidad de incidir directamente sobre cualquier decisión gubernamental.
Triunfante, entonces, un sistema de gobierno basado fundamentalmente en los principios sostenidos por Locke, Montesquieu y Voltaire, el poder devino legalmente al estamento social de los propietarios ilustrados, y sobre esta base fue que tanto en Europa como en América, todas las constituciones (contratos sociales o cartas magnas) juradas, se encargaron de establecer la presunta legitimidad de aquellos gobernantes, asegurando a dicho estamento social (numéricamente minoritario frente al conjunto de las demás clases sociales) la calidad de únicos electores y elegibles, por lo que, el proceso inicialmente democratizador, sólo terminó incubando una verdadera burgocracia que se encargó de amputar toda real posibilidad de democratizar al conjunto total de la sociedad.
Tal cierre legal a toda participación popular en la designación de los gobernantes y la parcialidad elitista de éstos, convirtieron el proyecto original de democracia en una mera burgocracia, y, esta situación, unida a los problemas económicos de entonces, alentó los procesos de revoluciones sociales que sacudieron a Europa durante el siglos XIX y parte del XX y la posterior aparición de los regímenes totalitarios de distinto índole que pretendieron sustituir la voluntad del soberano.
Burlado el concepto de la primacía de la soberanía popular (entendido el pueblo, como el conjunto de los habitantes de un país) y la necesidad de que los gobernantes debían obrar para el bien común de la nación (a cuyos efectos la legitimidad original de la autoridad debía estar enlazada con una acción gubernamental también legitimante), el proceso democratizador culminó desembocando en una fase degenerativa, llevada adelante por una elite económica que se enquistó en el poder político, fagocitando la esencia substancial de un sistema verdaderamente democrático, privando de todo sentido y eficacia a las garantías
establecidas en un pacto social que obligadamente necesitaba de la íntima ligazón entre cada uno de todos los miembros de la sociedad con el conjunto de ella y a ésta con cada uno de sus integrantes, única modalidad que aseguraba, armoniosa y equilibradamente, el bien colectivo y el individual.
Sobre la base de ese pacto era que se entendió que el cuerpo ciudadano – naturalmente impedido de vivir en permanente estado de asamblea popular, tanto por el crecido número de habitantes, como por la extensión de su circunscripción geográfica y la diversidad de las tareas que debían cumplirse cotidianamente – acordaba trasladar, y sólo transitoriamente, una parte de sus tareas soberanas al “principal” electo para legislar, ejecutar y judiciar, en el entendido de que el designado para ello, asumía su rol con el compromiso de sólo accionar con el objetivo de lograr el bien común, es decir, el bien de todos, sin que ello implicara concesiones de privilegios para individuos o grupos sociales, por lo que, con tal finalidad, el pueblo retenía exclusivamente para sí, el soberano resorte de revocación que le permitía, en caso de que la actuación del principal resultara contraria a dicho bien común, proceder a su sustitución en el momento que pueblo lo considerase oportuno.
Consecuencia de que la práctica anuló la teoría, es que nuestras actuales presuntas democracias, en realidad, no lo son. El proyecto democrático fue sustituido primero por la burgocracia y luego por la elitocracia actual.
En los actuales autodefinidos gobiernos democráticos, la participación del cuerpo ciudadano ha quedado limitada a su intervención en un proceso electoral pluripartidista, calificado de libre sin que tal calidad esté clara y precisamente establecida.
Por otra parte, como resultado de la falta de un instrumento legal (a ser ejercido directamente por el pueblo), destinado a ejercer un control permanente sobre los representantes electos y sus acciones gubernamentales, las iniquidades sociales heredadas de regímenes políticos y/o modelos productivo-económicos anteriores no sólo no han sido eliminadas sino que, en la mayoría de los casos, éstas se han incrementado, es decir, se ha reducido comparativamente el número de los dominadores y se ha incrementado el dominio de éstos.
A nuestro modesto y leal saber y entender, el mantenimiento y/o el incremento de las desigualdades en una sociedad determinada demuestra que ella no está democráticamente gobernada, porque, desde el punto de vista de la razón pura, no resulta lógico entender que la mayoría de los electores vota, conciente y libremente, por aquellos representantes que saben que los van a traicionar o por proyectos de gobierno que saben que no apuntan a solucionar sus problemas más significativos.
¿Cuándo, cómo y porqué el pueblo quedó impedido de asumir la soberanía del poder político?
En el transcurso de las grandes revoluciones pro-democráticas de los siglos XVII, XVIII y XIX, aparecieron determinadas elites (vinculadas al saber y a la economía) que, representando intereses opuestos a los de la mayoría de la población, lograron hacerse del poder político, por medio de la astucia, el engaño o la fuerza, impidiéndole al pueblo el ejercicio de su rol de principal magistrado, pretendiendo gobernar para el pueblo, pero, sin el pueblo.
Efectivamente, fue en el transcurso de los procesos llevados adelante por la Revolución Gloriosa, la Revolución Independista de las Colonias Inglesas en la América del Norte y la Revolución Francesa, que fueron surgiendo elites integrantes de los sectores productivos que se apropiaron de las cúspides de mando de las fuerzas armadas, y de los partidos políticos, para a través de éstos lograr apropiarse de las instituciones encargadas de gobernar y de dictar las nuevas constituciones.
Lo mismo sucedió durante el proceso independentista operado en las colonias españolas de su Reino de Indias durante el siglo XIX, y, un fenómeno similar se detecta también en el transcurso de la descolonización operada en Asia y África a posteriori de la Segunda Guerra Mundial.
Todas estas elites no se distinguen por estar integradas por personas poseedoras de una capacidad intelectual superlativa, ni por poseer sangre nobiliaria, ni por estar inspirados o iluminados por alguna todopoderosa divinidad.
¡No! Los integrantes de esta aristocracia elitista, electos por cooptación, sólo se caracterizan y distinguen por: su indeclinable adhesión afectiva a ella; por poseer una gran cohesión capacitante para el efectivo accionar común; y, por un cerrado espíritu de equipo.
Finalizada la mal denominada “Guerra fría”, la elitización de la clase gobernante quedó rápidamente globalizada.
Un primer paso caracterizó el accionar común de todas estas élites.
A contrapelo de los postulados de La Ilustración y, en especial, a la importancia benéfica que Rousseau le había asignado al papel de la educación (o tal vez conscientes del peligro que ello entrañaba para sus intereses), todas ellas se encargaron de imponer un criterio de discriminación cultural, afirmando que la mayoría de los sectores populares, si bien habían constituido un aporte importante al triunfo de los procesos revolucionarios, carecían de los conocimientos, la información, la motivación y la capacidad racional necesarias para tomar y/o formar parte de la toma de las complejas decisiones que debe tomar un gobierno, reeditando la idea del Despotismo Ilustrado según la cual, en el gobierno “Se debe hacer todo por el pueblo, pero, sin el pueblo”.
El segundo paso dado por las elites gobernantes fue asegurarse de que la mayoría de los integrantes el pueblo, es decir, de quienes pertenecían a los sectores sociales no privilegiados, no llegase a disponer de la instrucción, educación, formación y motivación necesarias tanto para poder discernir y juzgar adecuadamente los actos de los gobernantes como también para convertirse en un postulante ideal para ocupar cargos de gobierno.
Las políticas educativas implantadas han buscado, por el contrario, limitar el conocimiento y capacitación de estos ciudadanos a los efectos de que aceptasen el convertirse en un todo sólo gobernable, y nunca gobernante, limitando su papel, como máximo, al ejercicio de una participación sufragista destinada a dar un marco de cierta legitimidad al proceso electoral a través del cual se designaban aquellos candidatos propuestos por las aquellas mismas elites que previamente se habían apoderado de las direcciones de los partidos políticos.
Efectivamente, fue la aristocrática elite del poder, la que se encargó eficazmente de que la mayoría de los integrantes de cada nación, quedasen relegados a un papel secundón, teniendo sólo el derecho de participar periódicamente, en elecciones (que, de “libres” hasta ahora tienen realmente muy poco), para optar entre candidatos pertenecientes a más de un partido político, a aquellas personas que luego asumirán las funciones de un gobierno carente de real control ciudadano y, sin ninguna participación directa del cuerpo ciudadano en las acciones verdaderamente gubernamentales.
Así fue como, por la fuerza de los hechos, quedaron establecidas dos clases de ciudadanía.
Los ciudadanos de clase “A” integrada por los ciudadanos efectivamente aptos de ser elegibles para desempeñar funciones de gobierno y, los ciudadanos de clase “B”, compuesta por aquellos exclusivamente aptos para el papel de electores entre candidatos propuestos por la elite de la clase “A”.
La obligación de gobernar para el bien común de la nación quedó totalmente eliminada de la práctica de los gobernantes, avenidos en definitiva a gobernar en beneficio de los intereses de la y/o las clases directamente representadas en la elite partidaria-
La igualdad jurídica proclamada en los textos constitucionales se convierte en mera fantasía cuando ella debe enfrentar no sólo una gran desigualdad educativa sino, además, una tremenda desigualdad económica.
El poderío de las elites gobernantes, representantes de los grupos de mayor poder – fundamentalmente de las clases sociales dominantes -, resulta de un peso mucho mayor al del ejercicio del sufragio universal y, de este modo, la pretendida democracia se convierte en una falacia que oculta la verdad de la elitocracia.
Siendo una elitocracia y no una democracia el régimen de gobierno realmente vigente, resulta naturalmente lógico que la desigualdad económica, política, social y cultura siga un proceso de profundización inacabada que nos debería extrañar, dadas tales circunstancias, y ello es lo que ha convertido en una utopía la real libertad económica y política de los ciudadanos en el plano nacional, y, el de las naciones, en el plano internacional.
¿Cómo se constituyeron estas “oligarquías elitistas”?
Las elitocracias surgieron originalmente a partir de la asociación de personas - en su mayoría ligadas a instituciones masónicas – que detentaban posiciones de punta en las grandes empresas, en las fuerzas armadas, en la intelectualidad y en instituciones religiosas.
Posteriormente fueron ingresando a ellas las direcciones de los partidos políticos emergentes y quienes ocupaban posiciones jerárquicas en la burocracia estatal y en la prensa; después fueron incorporados los responsables de las universidades - convertidos actualmente en su guía intelectual - los dirigentes de los sindicatos más fuertes, los formadores de opinión, los gerenciadores de las grandes empresas (ejecutivos), los directivos de los grandes clubes sociales y deportivos y, finalmente, los de las Organizaciones No Gubernamentales más importantes.
¿Cuál es la finalidad de estas elitocracias?
Su finalidad es obvia: poder mantener un férreo control de todo aquel lugar donde se adoptan decisiones de impacto en la opinión pública.
Si bien ésta la sido la finalidad común a todas las elitocracias, también es cierto el que cada una de ellas se ha formado y evolucionado de acuerdo a las peculiares circunstancias históricas y al marco económico, social, político y cultural de cada país.
Pero todas, repetimos, han cumplido un mismo papel: gobernar manteniendo a la mayoría del pueblo (de los habitantes de cada país), totalmente alejado de aquellos ámbitos legales habilitados constitucionalmente para ejecutar los actos de gobierno.
Las nacientes elites nacionales de los países de América Latina, África y Asia, por su estrecha relación con las ya afirmadas elites de los países centrales, favorecieron la aparición del fenómeno del llamado “Tercer Mundo” (conjunto de países económicamente menos desarrollados) cuya dependencia con los países más desarrollado, en general se ha incrementado, dado que sus elites, estuvieron naturalmente al servicio de las oligarquías nacionales que ganadas por su codicia y ambición sectorial, abdicaron de todo interés realmente nacional, decidiendo anteponer la defensa de sus privilegios y capitales particulares a los intereses generales de sus países.
De ahí el similar destino que, salvo muy honrosas excepciones, han tenido prácticamente la totalidad de las excolonias de los países europeos.
La profundización del ensanchamiento de la brecha económica, política, social y cultural que separa a los estratos altos de aquellos estratos bajos que componen las sociedades nacionales y el fenómeno similar que se produce entre los países centrales y los periféricos, testimonia elocuentemente, tanto la inexistencia de reales democracias nacionales, como la existencia de un gobierno internacional no democrático.
El acto electoral, se ha convertido en algo rutinario, incapaz de concitar la adhesión fervorosa de los pueblos, porque éstos se sienten reiteradamente estafados en las expectativas depositadas en los gobernantes electos, prometedores de un futuro mejor que a lo sumo, si se produce, sólo beneficia a una minoría poco representativa.
Es que, los mejores envases no necesariamente garantizan los mejores contenidos y, la actual cáscara democrática que presentan los sistemas de gobierno vigentes, en realidad encubren la existencia de ilegítimos despotismos.
Crecientemente marginado el pueblo de toda posibilidad real de ser una unidad de ciudadanos instruidos, educados, motivados y formados en el ejercicio responsable de una real libertad de elección y de continuado contralor de los órganos de gobierno, la democracia, que es la forma de gobierno más inteligente que ha sabido idear la sociedad humana para autogobernarse, se ha convertido en un mero formato externo que, carente de substancia realmente democrática, apareciendo inútilmente desprestigiada (a no ser que se la haya desprestigiado ex profeso para que los pueblos renuncien a ella), como resultado de presentarse cada vez más como algo poco confiable.
Entonces, quienes definimos a la democracia como un proceso ininterrumpido de democratización de la sociedad humana, a través de un sistema de gobierno en que: éste es efectivamente designado en forma plenamente libre por el conjunto del pueblo, en que los gobernantes desempeñan sus tareas bajo el contralor del pueblo a los efectos de que las acciones gubernamentales favorezcan realmente a la totalidad de los componentes de la sociedad, cuando no sucede realmente así, estamos éticamente obligados a denunciar tal situación, precisando que estamos convencidos de que vivimos en una falsa democracia, encargada de encubrir la real elitocracia (gobierno de las elites) que nos domina.
La elitización de la política, es decir, el apoderamiento de los puestos claves en diversas instituciones gubernamentales y en los aparatos de los partidos políticos, por parte de un minúsculo estrato social integrado por micro fracciones aristocratizadas, cumple el objetivo de ejercer, tanto indirectamente – mediante variados instrumentos de dominio, como la educación y la información -, como directamente – a través de las estructuras de gobierno -, una influencia y un poder desproporcionados con respecto de su consistencia numérica, pero, acordes al poder económico detentado por determinados estamentos sociales.
Creemos que en toda sociedad donde, desde el punto de vista de la economía, se presentan extremos excesivamente diferenciados entre quienes lo poseen todo y los que carecen de todo, la clase social más privilegiada, sola o asociada con otros sectores sociales numéricamente minoritarios, termina siempre imponiendo su dominio político y cultural sobre el resto de la sociedad.
La desigualdad económica se encarga de engendrar las restantes desigualdades y, toda desigualdad económica sólo es posible a través de una acumulación de capital proveniente del apoderamiento de un valor producido por otros, cualquiera sea la vía utilizada para lograrlo y, que una determinada vía haya sido legalizada por un gobierno no democrático, no implica el que ella esté amparada por un valor moral sano, justo, legítimo.
La necesidad de un régimen de gobierno afín al modelo productivo-económico dominante, es decir, el capitalismo, es lo que hizo que la democracia (gobierno del, con y para el pueblo) haya dejado de ser, en el contexto de tal modelo una meta alcanzable a través de un proceso democratizador, para terminar convirtiéndose en una real utopía, capaz de aparentar presentarse como un ideal tan inalcanzable, que ha provocado el hecho de que la mayoría de la intelectualidad actual se incline por reducir el concepto de democracia a la realización de elecciones donde compiten diversos partidos para la provisión de los gobernantes.
Porque, en realidad, todos nosotros formamos parte de sociedades nacionales telegobernadas por una elitocracia supranacional que opera con la complicidad de las elitocracias nacionales.
Este poder elitista, esta elitocracia real, es la responsable visible del jaque continuado a que la democracia real ha estado sometida desde el siglo XIX hasta la actualidad.
Ello es así porque una real democracia, tanto desde sus fundamentos teóricos como desde sus objetivos prácticos, está en las antípodas de los fundamentos y objetivos del sistema capitalista de producción.
Es una real utopía sí, toda posibilidad de vivir en democracia, dentro del vigente sistema productivo-económico.
La democratización de la sociedad requiere, obligadamente, de un sistema económico menos irracional que el actual, a los efectos de que sea efectivamente compatible con la inteligencia que caracteriza a la democracia.
El mantenimiento del absolutismo de las elites es el primer obstáculo a superar para el inicio de una transición democrática que haga fructificar los ideales y derechos pregonados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos aprobada por la Asamblea de la Organización de las Naciones Unidas, en París, el 10 de diciembre de 1948 y, para ello, es necesario modificar el actual sistema productivo-económico y universalizar una educación que propicie una misma ilustración básica, compatible para la formación de ciudadanos capacitados para el ejercicio responsable de sus derechos y el cumplimiento de sus obligaciones y, seres humanos adiestrados para el desempeño eficaz de las tareas requeridas por el nuevo modelo productivo.
Conscientes de que, efectivamente vivimos en una fantasía política, estamos democráticamente obligados a expresarlo públicamente, puesto que, el primer deber de quien profesa reales ideales democráticos, es defender la esencia de la democracia.
Cumplir con dicha obligación moral y democrática es lo que, a través de estas líneas, ha realizado: Inocencio de los llanos de Rochsaltam.
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